Con Pinochet derrotado en 1988, la dictadura comenzó a diseñar su salida con varios objetivos: que el nuevo gobierno no desmantelara la Constitución y no pusiera marcha atrás el modelo económico. El plan de cierre lo hizo un equipo de la Armada, bajo control directo del almirante Merino. CIPER revisó su informe: sugería evitar una confrontación final y ceder reformas constitucionales menos relevantes, para asegurarse de que la oposición no fuese liderada por alguien más radical que Patricio Aylwin que impulsara cambios profundos. La estrategia fue soltar la mano, a cambio de mantener “el principio de autoridad” de los militares sobre los civiles. La naciente Concertación lo aceptó.
El 22 de julio de 1985 el director de la Central Nacional de Informaciones (CNI), general Humberto Gordon, revisó por última vez el informe reservado que debía enviar al general Augusto Pinochet, a la Junta Militar y a algunos ministros clave del régimen. Les advertía que el país podía ser paralizado y desestabilizado, pese a todos los esfuerzos y operaciones destinados a contener el descontento y las crecientes movilizaciones opositoras.
De hecho, a esa fecha, según los registros de la Vicaría de la Solidaridad, unas 33.798 personas ya habían sido detenidas bajo el Estado de Sitio y la dictadura había publicado dos listas con 9.034 chilenos a quienes les mantenía la prohibición de volver al país, tras años de exilio. Los agentes de la represión, además, habían sometido a apremios y abusos a parejas o hijas de dirigentes opositores. Una de aquellas mujeres, Rosa Pineda, había perdido su embarazo, producto de los flagelos sufridos en Arica. Pero, a pesar de todo, la amenaza de la detención y la tortura ya no conseguía detener el avance opositor. Desde 1983, producto de la grave crisis económica incubada por el nuevo modelo ultraliberal, las protestas y las organizaciones opositoras no paraban de crecer.
Unos meses antes del informe preparado por el general Gordon, el horror desatado por los agentes de seguridad había llegado a límites tales -de gravedad e impunidad- que ya no se podía ocultar ante la ciudadanía: funcionarios de la Dirección de Comunicaciones de Carabineros (Dicomcar) habían degollado a tres profesionales opositores. Uno de ellos, el profesor Manuel Guerrero, fue secuestrado el 29 de marzo de ese año desde el Colegio Latinoamericano de Integración, donde hacía clases, a vista de alumnos y apoderados. Junto a él fueron asesinados el sociólogo José Manuel Parada y el publicista Santiago Nattino. Los cuerpos de los tres fueron arrojados en las cercanías del aeropuerto internacional de Santiago. En esas jornadas también fueron ultimados los hermanos Eduardo y Rafel Vergara y la joven Paulina Aguirre Tobar.
En medio de esta represión desbordada, el general Gordon -quien sería condenado en democracia por múltiples casos de asesinato y torturas-, creía que el régimen militar estaba perdiendo el control y que el gobierno podía caer, si no se adoptaban nuevas medidas.
El temor del jefe de la CNI radicaba en la creciente organización y unidad de los estudiantes universitarios y secundarios. Estos últimos, apenas 12 días antes, habían logrado tomarse el Liceo A-12, en Providencia. Esa movilización provocó la caída del ministro de Educación, Sergio Gaete. Gordon temía que se repitieran nuevas acciones de esa naturaleza: “Si se concretara la creación de la CONFECH (Confederación de Estudiantes de Chile) y FESES (Federación de Estudiantes Secundarios), se estaría frente a una organización estudiantil nacional”, alertó a sus superiores, ante la creciente capacidad de coordinación de los jóvenes opositores.
En las primeras elecciones democráticas de las federaciones estudiantiles de la Universidad de Chile y de la Universidad Católica (entre 1984 y 1985), se impusieron coaliciones formadas por la DC y la izquierda, una unidad amplia que el régimen temía, pues demostraba que había perdido el apoyo no solo del mundo popular, sino también de la clase media.
El general Gordon sospechaba que las movilizaciones de universitarios y secundarios podían obligar incluso a cambiar las transformaciones introducidas en los sistemas educativos, que habían derivado en la fragmentación de la Universidad de Chile, que antes tenía presencia nacional, y el traspaso de los liceos a los municipios, además del ingreso de privados a la educación técnico profesional y superior.
“Lograda la unidad, y formado un frente único contra el gobierno, (los estudiantes) podrían obtener la paralización total del país (…), buscando su objetivo político de obtener el cambio de gobierno, o, al menos su desestabilización”, admitió el jefe de la CNI (ver documento).
Este documento junto a los archivos revisados para este reportaje forman parte del buscador online de documentos “Papeles de la Dictadura”, una iniciativa desarrollada por CIPER con la colaboración del Centro de Investigaciones y Proyectos Periodísticos (CIP) de la Universidad Diego Portales (acceda acá al buscador “Papeles de la Dictadura”).
En los próximos años, en medio del ascenso de las movilizaciones, nuevos equipos de inteligencia sumarían voces en la necesidad de abrir caminos a la crisis que ya anticipaba Gordon.
LA AMERICAN SQUEEZE STRATEGY
No obstante, y pese a las advertencias de Gordon, las complicaciones crecieron en 1986. Estudiantes, trabajadores y pobladores realizaron manifestaciones sucesivas y el régimen respondió con nuevas detenciones y asesinatos.
Un informe de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas, publicado el 7 de marzo de ese año, denunció que las torturas proseguían, así como los allanamientos masivos y el exilio, en medio de la absoluta falta de respuesta de los tribunales ante los crímenes. Todo ello en medio de altos niveles de pobreza y desnutrición, según advertía el relator de la ONU Fernando Volio Jiménez. En cifras, cuatro de cada diez chilenos no tenían ingresos suficientes para vivir.
La movilización social llegó a su punto cúlmine con el paro nacional del 2 y 3 de julio de ese año, convocado por la Asamblea de la Civilidad, una organización gremial en la que se habían aliado reservadamente la DC y el PC. En ese paro una patrulla militar quemó a Rodrigo Rojas, quien falleció producto de las lesiones, y a la joven Carmen Gloria Quintana. El caso golpeó fuerte a la dictadura y las presiones internacionales se sumaron a la movilización en el país.
El régimen tuvo una tregua cuando la inteligencia de Estados Unidos detectó el desembarco de toneladas de armas que realizaba el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR, una organización militar del Partido Comunista) en la costa de Atacama, bajo la fachada de una empresa recolectora de algas. La inteligencia de Estados Unidos alertó tanto al régimen como a la DC, partido que, ante la estrategia de sublevación nacional del PC, decidió suspender nuevas convocatorias de la Asamblea de la Civilidad. La movilización social, entonces, comenzaría a perder fuerza.
La DC iniciaría el camino hacia la transición negociada con la dictadura, con el apoyo de Estados Unidos, y de la mano del Partido Socialista. El PC, en tanto, quedaría fracturado y prácticamente excluido de todo acuerdo tras su aventura militar, que culminó con el atentado fallido a Pinochet, en septiembre de 1986, y con el quiebre de una parte del FPMR con ese partido.
En ese contexto, fueron los equipos de inteligencia de la Armada los que comenzaron a advertir que ya era necesario cambiar el rumbo o al menos desarrollar un plan político para salir de la crisis camino al plebiscito de 1988 que definiría la continuidad del régimen. En ese escenario, en junio de 1986, la Oficina de Estudios Sociológicos de la Armada (OESA), una unidad destinada al análisis de inteligencia que operaba bajo control del almirante José Toribio Merino, alertó a la Junta Militar y a algunos ministerios clave que el régimen enfrentaba un riesgo real de estrangulamiento de parte de Estados Unidos, acción que llamaron la American Squeeze Strategy, si no se abría a flexibilizar su postura ante la oposición.
José Toribio Merino
Fue sólo dos meses después de aquel reporte de la OESA que un comando del FPMR realizó el atentado contra Pinochet en el Cajón del Maipo. El régimen, aislado internacionalmente y golpeado internamente, reaccionó suspendiendo las revistas opositoras y realizando detenciones.
Además, y en represalia por el atentado, un comando especial de la CNI asesinó a cuatro opositores de diferentes militancias, el periodista José Carrasco Tapia, el militante comunista Abraham Muskatblit, el profesor Gastón Fernando Vidaurrázaga y el electricista Felipe Rivera.
En medio de esa ofensiva represiva de la dictadura, la OESA reiteró sus advertencias políticas en los primeros meses de 1987, insistiendo en la necesidad de contar con un plan político ante la crisis, una salida viable, más allá de la represión cotidiana. El nuevo informe de la oficina que se reportaba con el almirante Merino, el más influyente miembro de la Junta Militar, partía destacando los comentarios e informes aportados por el embajador de Chile en Estados Unidos, Hernán Felipe Errázuriz, quien había advertido otra vez sobre el “aislamiento internacional creciente de Chile”, lo que complicaba el desarrollo y la proyección del régimen.
Errázuriz, por ejemplo, señalaba la inconveniencia de que no se aclarara el crimen del Caso Quemados, en alusión al ataque sufrido, a manos de militares, por la hoy sicóloga Carmen Gloria Quintana y el fotógrafo Rodrigo Rojas, quien falleciera tras cuatro días de agonía. La OESA, para acercar posturas con Estados Unidos y otras democracias occidentales que presionaban por la apertura del régimen, propuso aclarar aquellos crímenes “en que se haya implicado a miembros de las Fuerzas Armadas o de organismos de seguridad”. Además, en el plano interno, recomendó impulsar fuertes inversiones público y privada (ver documento).
En mayo de 1987, luego de la condena del Consejo Económico y Social de Naciones Unidas, la OESA admitió la derrota y señaló, en un nuevo informe confidencial, que el escenario fortalecía la posición de la oposición y que abría el camino a reinstalar el control civil sobre los cuerpos castrenses (ver documento).
Era el inicio del debate de las primeras reformas constitucionales que aceptaría Pinochet.
EL PLEBISCITO DE 1988
Los días posteriores al plebiscito del 5 de octubre de 1988 la dictadura sintió la derrota, luego que un 54,7% de la población votara No y rechazara la pretensión de Pinochet de continuar en el poder hasta 1997. Los equipos de inteligencia consideraron incluso que era probable que adviniera el fin tanto del modelo neoliberal como del orden constitucional que lo amparaba, ambos construidos tras años de autoritarismo.
Todo aquellos temores y aprehensiones quedaron por escrito en informes que recibieron el general Pinochet y la Junta Militar de Gobierno en los primeros días de 1989, otra vez desde la OESA. Fue entonces cuando surgió la idea de organizar la retirada de una forma que evitara el desmantelamiento del modelo económico y constitucional.
En ese escenario, la CNI quedó a cargo de supervisar la incineración de los archivos más sensibles que estuvieran en poder de los ministerios y la OESA comenzó a delinear las condiciones de traspaso del poder.
Paso a paso, los hombres bajo el mando de Merino plantearon propuestas para diseñar el retorno a la democracia, en un marco que permitiera a los uniformados preservar un “principio de autoridad” sobre los civiles en Chile, además de mantener incólume los aspectos clave de la Constitución de 1980.
La salida institucional, que abrió paso a una democracia pactada en Chile, fue planteada formalmente por primera vez en enero de 1989, en un informe confidencial que la Armada dirigió a la Junta Militar de Gobierno. “Una actitud intransigente del Ejecutivo (ante la posibilidad de reformar la Constitución de 1980) podría desembocar en la proposición de un texto sustitutivo (en democracia)”, alertó el informe fechado el 13 de enero de 1989.
El análisis advirtió además que era desaconsejable continuar con las privatizaciones “a ultranza” que proponían algunos sectores, pues ello podría provocar una reacción muy contraria e incluso “socializante” de un futuro gobierno (ver documento).
El informe de la fuerza naval, que descartó una crisis de gobernabilidad en la entrega del poder, observó con preocupación las dificultades del demócrata cristiano Patricio Aylwin para erigirse como candidato único de la oposición. La Armada incluso sopesó la posibilidad de que líderes más de izquierda asumieran la conducción de la oposición, citando como ejemplo al exministro de Minería, Alejandro Hales.
El texto, firmado por el capitán de navío Rodolfo Camacho, propuso entonces a la Junta Militar aceptar reformas constitucionales como pedía la oposición de centro izquierda, agrupada en la naciente Concertación, a cambio de que la Carta Magna mantuviera su “sustancia” y se asegurara su permanencia en el tiempo, como finalmente sucedió.
“Sobre la autoridad, por último, pesa la responsabilidad de proyectar la institucionalidad derivada de sus afanes fundacionales”, remarcó el texto en relación con la defensa del modelo neoliberal instaurado por la dictadura militar.
El análisis de la Armada, enviado también a la Cancillería por el contraalmirante Juan Toledo, contenía un cuerpo central sobre la situación nacional, además de anexos sobre “acción socioeconómica”, “acción política y subversiva” y “acción religiosa y educacional”. Este último tema era clave para el almirante Merino, un católico ultraconservador convencido de que la sociedad chilena debía regirse por sus ideas religiosas extremas, como lo demuestran las cartas que en los últimos años del régimen enviaba al personal de la Armada, en las que defendía conceptos como la “fe en Cristo” y la existencia de una supuesta “raza chilena”. (vea cartas de Merino)
En el informe de la marina, varios gráficos complementaron los estudios y justificaciones de las estrategias propuestas para el traspaso del poder y la salvaguardia del “principio de autoridad” de los militares sobre los civiles. En ese escenario, el régimen militar y la oposición civil consensuaron 54 reformas constitucionales que fueron ratificadas en el plebiscito del 30 de julio de 1989 por un 91% de los electores. Sólo el PC y el MIR llamaron a oponerse. En los siguientes años el MIR desaparecería y el PC transitaría dos décadas por la intrascendencia política, excluido del Congreso Nacional debido al sistema electoral binominal que favoreció a la Concertación y a la derecha.
Fue el inicio de la extensa transición a la democracia.
Algunos de los cambios sancionados en 1989 significaron terminar con la facultad presidencial de exiliar, establecer la vigencia de los recursos de amparo y de protección durante los estados de excepción y eliminar el artículo octavo de la Constitución, que proscribía a los partidos de ideología marxista.
La jornada, absolutamente exenta del dramatismo que tuvo el plebiscito del 5 de octubre, buscó zanjar los problemas de legitimidad de la Carta Fundamental.
De hecho, hasta el gobierno de Ricardo Lagos (2000-2006), en que fueron negociadas otras 54 modificaciones a la Constitución, la Carta Magna permitió a los institutos armados nombrar a cuatro exmiembros de sus filas como senadores, en una Cámara Alta que tenía 37 escaños. Además, impidió por años al presidente del país remover a los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas, como una forma de asegurar la condición de “garantes de la democracia” de los uniformados.
Pero la continuidad de la Constitución de 1980 no fue la única preocupación de los militares durante esos meses finales de la dictadura. Los equipos del almirante Merino lamentaron también la falta de disposición de los empresarios para pagar más impuestos y advirtieron que las reformas educacionales estaban provocando “situaciones conflictivas”, en especial debido al rápido aumento de los deudores morosos del Crédito Fiscal Universitario, que para entonces ya sumaban miles según los propios reportes del régimen (ver documento)
Eran los albores de una crisis social irresoluta hasta hoy.