Movilidad en Chile (II): A dónde debiéramos ir
10.08.2023
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10.08.2023
«Es violento pasar desde Bajos de Mena hasta Josemaría Escrivá de Balaguer», comentó el presidente Boric cuando el año pasado inauguró la Autopista Vespucio Oriente. Existen diferencias de trato que se expresan en el diseño e implementación de proyectos de transporte y la manera en que el Estado ha intentado resolver la congestión vehicular en nuestras ciudades. Esta columna para CIPER (dividida en dos partes) aporta reveladores datos (y contradicciones) sobre cómo se está pensando nuestro tránsito por la ciudad; sea a pie, en bicicleta, en micro, tren, metro o en auto.
Continuando la columna que en su primera parte abordó la ineficacia de mantener múltiples enfoques sobre planificación de infraestructura de transporte en Chile [ver «Movilidad en Chile (I): Dónde estamos», en CIPER-Opinión 03.08.2023], retomo el problema de la congestión vehicular en nuestro país, y además doy cuenta de la contradicción institucional que existe entre los dos ministerios involucrados en el tema de transporte, el MOP y el MTT. Además, exploro la relación entre la movilidad en automóvil y la vida en los suburbios, un asunto de importancia para la planificación urbana. Para terminar, propongo una nueva mirada sobre cómo abordar la movilidad en nuestras ciudades.
Hacer frente a los altos índices de congestión vial no es solo un desafío para la capital, sino también para otras comunas y ciudades chilenas en las que los habitantes se ven expuestos cotidianamente a un escenario estresante y agobiante desde hace al menos diez años, pues así sucede en Iquique, Antofagasta, Viña del Mar, Concepción, Los Ángeles, Valdivia, Puerto Varas y Puerto Montt. La insatisfacción ciudadana por la calidad del transporte público tensiona la relación ciudadanía-Estado, pues la gente espera recibir una calidad de servicio y de infraestructura que le dé dignidad día a día, y eso no está sucediendo en general en Santiago ni en las demás ciudades de nuestro país.
Cabe preguntarse, entonces, no sólo sobre aciertos y errores en el tratamiento de los temas de movilidad desde la política pública, sino también si acaso conviene mantener la ambivalencia de enfoque que ya parece asentada. Lo que está en cuestión es el enfoque de la planificación y los criterios que orientan la toma de decisiones.
En mi opinión, mantener lo que hoy sigue vigente reduce los beneficios de lo hecho hasta ahora en movilidad colectiva y activa, e impide que se desarrollen con más recursos la gestión y construcción de infraestructura para el transporte público y los modos activos; que además de disminuir la congestión vial mejoran la salud de las personas, usan eficientemente el espacio vial y reducen las emisiones de gases de efecto invernadero.
Las autopistas, que muchas veces son presentadas por privados ante la Dirección General de Concesiones del MOP, se instalan como la gran solución a esa demanda automotriz por más espacio vial para circular. Pero si tanto queremos ser desarrollados como país, debiéramos actualizar la mirada sobre la movilidad tal como lo está haciendo Gales, donde expertos recomendaron desistir de varios proyectos de autopistas y ampliaciones debido a su alto costo ambiental, al fomentar la congestión vehicular a largo plazo y perjudicar la meta de emisiones netas cero en el sector transporte para 2050 (objetivo que también nos autoimpusimos en Chile con la Estrategia Nacional de Electromovilidad).
Pero los autos eléctricos no eliminarán la congestión. Pienso que nuestra política de movilidad urbana debiera internalizar los costos que conlleva circular en vehículo por la ciudad (contaminación y congestión), y a su vez fortalecer el transporte público con integración modal y tarifaria e infraestructura acorde, así como los modos activos (con buenas ciclovías, conectadas entre sí, y un estándar que dé seguridad a quien circule en bicicleta). Deben existir también adecuado pavimento en las calles, veredas de un ancho razonable para la caminata (con rebaje en esquinas) y baldosas podotáctiles que hagan a las personas sentirse más confiadas en las ventajas de dejar de usar el automóvil.
Esto requiere que la movilidad se entienda como un derecho; una práctica cotidiana que implica moverse en el territorio, tanto urbano como rural, para satisfacer necesidades básicas. Es imperativo que los proyectos de infraestructura respondan a una visión de sostenibilidad, inclusión, eficacia y equidad, para que así exista unidad entre todo el aparato del Estado a cargo de la titánica tarea de proveer infraestructura vial, ferroviaria, fluvial y aeroportuaria que garantice bienestar por igual a la población. Sin embargo, lo que vemos hoy es que mientras el Ministerio de Transportes y Telecomunicaciones (MTT) incentiva usar los ciclos y regula su relación con los modos motorizados, fomenta el transporte público y genera políticas de seguridad vial como Ley CATI, el MOP sigue dándoles cabida a las autopistas urbanas, principalmente por ser vistas por sus autoridades como un objeto de inversión que renta rápido para el privado y posiciona bien al país en los ránkings mundial de competitividad, además de estimular el crecimiento económico y crear puestos de trabajo. Recordemos que la primera autopista urbana a concesionar fue la Costanera Norte, en 1996. Se ignora —o se descarta— que todo lo anterior también lo podría conseguir la apertura de unas cuantas estaciones intermodales en espacios estratégicos de nuestras ciudades; inaugurar o remodelar puertos, caletas o bahías para el transporte fluvial; tener nuevos corredores ferroviarios (como ramales o la rehabilitación de tramos de la Línea Central en el sur para aumentar los servicios regionales e interregionales, tal como lo hubo hasta la década de 1970); y mejorar sustantivamente la infraestructura y gestión de buses urbanos. Es, a mi entender, un tema de voluntad, que no ha existido a nivel presidencial ni ministerial en este gobierno ni los anteriores.
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Esta mirada tan a favor de las autopistas urbanas tiene otra repercusión, que es promover solapadamente la exclusión social de grupos de ingresos medio alto y alto, los cuales cambian su lugar de residencia en el centro para irse a vivir a suburbios [POLESE 2001], como lo demuestran hoy los habitantes de Chicureo, Pudahuel Poniente o Nos que disponen de vías de tránsito rápido para conectarse con el centro de la ciudad, y cuya única forma viable de movilidad es el automóvil particular. Sin embargo, la señal que se nos entrega remite a una rotunda contradicción de prioridades entre dos organismos del Estado, el MOP y el MTT. No se trata de estar en contra de la inversión en infraestructura de transporte, pues es necesaria, pero no da lo mismo cualquiera. Detrás está, en parte, el modelo de sociedad que buscamos desarrollar; ya sea una más individualista, basada en la segregación voluntaria de la vida en comunidad, o de integración social, con barrios conectados entre sí.
En el caso de Santiago, lo curioso y lamentable es que luego de recuperada la democracia se hicieron cambios normativos al PRMS de 1994 para permitir la autosegregación de sectores de ingreso alto e ingreso medio-alto. El MINVU dio origen a las ZODUC (1997) y ZUC-ZURC (2003) donde se han desarrollado condominios cerrados (tipo suburbio estadounidense) con calles cul-de-sac que hacen inviable el tránsito de locomoción pública y, en consecuencia, convierten a sus residentes en cautivos del uso del automóvil. Esto ha constituido una expansión de la ciudad de manera fragmentada y discontinua [DIETERICH 2013] que también se ve en los barrios del pie de monte en Peñalolén, La Florida y Puente Alto, los que han sido concebidos bajo una lógica de mercado en que las inmobiliarias proyectan las calles y loteos tipo suburbios, lo que contrasta al tejido urbano de cuadrícula que tiene el centro, las comunas como San Miguel, Pedro Aguirre Cerda, Ñuñoa e Independencia, y los barrios circundantes a algunas plazas comunales como sucede en Maipú y San Bernardo. El modelo de suburbio viene de la mano con autopistas urbanas. Los inversionistas proponen autopistas al MOP para responder al incremento del uso del auto, como es el caso del proyecto Costanera Central que iría desde la Autopista del Sol, pasando por el Zanjón de La Aguada y continuando por el eje La Florida-Camilo Henríquez hasta Las Vizcachas; el cual sigilosamente espera concretarse desde 2009, pese a que mantiene resistencia social por la transgresora inserción que implica. Lo obsceno es que las autoridades del MOP piensen igual que los privados, ya que el rol público es velar por el bien común, y no el de unos pocos. Proyectos como este también se buscan materializar en Valparaíso, Concepción y Puerto Montt con, probablemente, el mismo análisis de base simplista que justifica disponer de una autopista, sin dimensionar (o ignorando) sus costos en la forma de habitar la ciudad.
Respetar la dignidad de las y los habitantes de las ciudades, sobre todo de quienes ven mermada su calidad de vida por una inadecuada movilidad, pasa por reenfocar la planificación de infraestructura de transporte hacia una visión más humana y justa, que supere el enfoque meramente rentable para algún fondo de inversión nacional o extranjero. El actual gobierno prometió en campaña no más autopistas urbanas, pero al final abrazó las propuestas que venían de tiempos del primer periodo de gobierno de Michelle Bachelet, muy probablemente por el mismo argumento que ha motivado a sus antecesores. Desde 1996, el año en que se anuncia la primera autopista urbana a concesionar, hacer estas vías de alta velocidad es visto como rentabilidad económica rápida, gatillante para incremento del PIB y la creación de empleos. Sin embargo, y a casi treinta años del estreno del sistema de concesiones del MOP, más ciudades chilenas están con congestión vial, por lo que seguir insistiendo en autopistas urbanas es absurdo. La degradación diaria de nuestra movilidad ha llegado a una situación crítica.
Es tiempo de un punto de inflexión. Tanto el Presidente Boric como los ministros Carlos Montes (MINVU), Jéssica López (MOP) y Juan Carlos Muñoz (MTT) debieran dimensionar la envergadura de este complejo problema. Es necesario repensar la institucionalidad y criterios con los que que se planifica la ciudad y la movilidad urbana —abordando, también, la relación de la infraestructura con el desarrollo urbano desde los usos de suelo—, con el objeto de garantizar en el largo plazo bienestar a las personas comunes y corrientes, pues también la movilidad y el transporte contribuyen a mejorar la convivencia social.