La inmortal Cecilia
26.07.2023
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26.07.2023
«El cariño que el pueblo chileno le está demostrando a Cecilia tras su muerte, el pasado lunes, revela, una vez más, que la música popular no se trata de éxitos, cifras ni reproducciones en streaming. Nuestro apego al género pasa sobre todo por canciones, quienes las escuchan y sus historias de vida. En todo eso, Cecilia también es incomparable.»
La carrera musical de Cecilia Pantoja (1943, Tomé – 2023, Santiago) fue bastante acotada: en un lapso de seis años, y hace más de medio siglo, grabó sus únicos cuatro discos largaduración, y fue fundamentalmente ese repertorio el que cantó hasta su muerte. Sin embargo, su partida ha remecido a los chilenos mucho más que la de nombres con trayectorias más contundentes y diversas que la suya. En estas horas, luego de anunciarse su fallecimiento por un comunicado en redes sociales, su figura ha sido saludada por músicos y artistas de todas las generaciones, y en su velorio en el Teatro Caupolicán se ha visto a cientos de personas llorando y cantando sus canciones, desde adultos mayores a jóvenes feministas que se retratan al lado de su féretro con el puño en alto.
En tanto, Tomé, su ciudad natal, anunció tres días de duelo comunal.
El cariño que el pueblo chileno le está demostrando a Cecilia revela, una vez más, que la música popular no se trata de éxitos, de cifras ni de reproducciones en streaming. Nuestro apego al género pasa sobre todo por canciones, quienes las escuchan y sus historias de vida. En todo eso, Cecilia también es incomparable.
Cecilia conoció el éxito, es verdad, y eso fue desde muy joven. Tenía 20 años cuando sus canciones sonaban en las radios, su cara estaba en las revistas, y multitudes de jóvenes acudían a sus presentaciones. Su popularidad transitaba por el camino que abrieron otros nombres de la Nueva Ola, aquel movimiento juvenil que se desarrolló en Chile en la primera mitad de los ‘60. Concebido por un ejecutivo discográfico, se trató, en esencia, de amplificar los esfuerzos de jóvenes cantantes chilenos que imitaban a los grandes del rocanrol.
Ese fenómeno, que hoy parece tan provinciano, no fue solo chileno. Con otros nombres, hubo también nuevaolas de la canción en Brasil, en Argentina y en México, así como en Europa y otras partes del mundo. El sociólogo israelí Motti Regev lo describe como un proceso mundial, al cual resume como «una mímica del rock anglosajón».
En el contexto de la Nueva Ola chilena, Cecilia era una joven de formación ajena a la gran ciudad, que en los estrechos confines costeros de Tomé había destacado tempranamente por una voz privilegiada. Pero no era eso lo que la distinguía de los demás nuevaoleros; donde, por lo demás, había bastantes mujeres (Fresia Soto, Glora Aguirre, Sussy Vecky), otros muchos provincianos (Danny Chilean era de Antofagasta; Luis Dimas, de Valparaíso; Gloria Benavides, de Loncoche; y Luz Eliana, de Quilpué) y todos —o casi todos— cantaban muy bien.
Pero si sus compañeros de generación se limitaban a la mímica de tendencias y repertorios de moda —«sucedáneos de las grandes estrellas», los llama el historiador César Albornoz—, Cecilia era diferente: grabó muy poco rocanrol y buscó, junto a una orquesta, canciones de otros orígenes. Describen González y Rolle en el segundo volumen de Historia social de la música popular en Chile:
El repertorio que grabará Cecilia abrirá una brecha con el pasado al interior de la Nueva Ola, ya que serán tangos italianos, foxtrots y beguines los que compartan y se mezclen en sus discos con las tendencias más modernas de la balada, el rock lento y el twist.
Aquella opción no fue una decisión que Cecilia haya tomado sola. Estaba detrás el entonces director artístico de Odeón, el argentino Rubén Nouzeilles, nombre fundamental en la historia de la música chilena, y que fue quien la convocó desde Tomé a una audición para luego resolver grabarla: «Tenía profundas convicciones con respecto a lo que le gustaba y lo que quería; como los grandes de su tiempo» diría el fallecido ejecutivo en una de las pocas entrevistas de prensa que concedió. Nouzeilles era un hombre culto, singular en la industria discográfica, que no simpatizaba con los imitadores del rocanrol. También fue él quien bautizó a Cecilia como «La incomparable», el apodo artífice para su carrera. No sólo comprendió su temperamento y su capacidad, sino que además supo poner delante suyo la música y los altos arreglos con los que destacar su voz.
De los tres LP que Cecilia publicó con Odeon, el tercero, Estamos solas, guitarra (1968), no tuvo la respuesta esperada. Así, sin más, la cantante decidió cambiarse de compañía, y pasar a ser parte del catálogo de la norteamericana CBS (que recién instalaba oficinas en nuestro país). Con ellos publicó dos años más tarde Gracias a la vida, un disco asombroso por la diversidad de arreglos entre temas, incluyendo dos inesperadas versiones para el tema de Violeta Parra que le da título y para “Plegaria a un labrador”, de Víctor Jara, en un inédito cruce de Nueva Ola y Nueva Canción Chilena que hasta hoy suena conmovedor, por la altura de sus arreglos.
«¡Ya está bueno que nos dejemos de remilgos y siutiquerías!», pidió en una entrevista de promoción para el álbum, según cita Cristóbal Peña en su biografía de la cantante. Ese terminó siendo su último disco de estudio, de impacto discreto en un contexto que ya priorizaba otros nombres y géneros musicales, y de turbulencias sociales entre las que la Nueva Ola ya no tenía lugar. Si el movimiento volvió más tarde a la atención masiva fue por lo que el británico Simon Reynolds llama «retromanía»: cuando llegó el momento de que los ex jóvenes convertidos en adultos («los lolos de ayer», se nos decía en Chile) volvieron a consumir música de su juventud. En parte por eso, hemos tenido a la Nueva Ola en sucesivas mareas de atención masiva, en programas de televisión, festivales, libros y hasta una película centrada en sus figuras.
Pero también en ese vaivén de nostalgia Cecilia marcó una diferencia.
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A partir de los años 70, el ‘éxito’ —palabra-muletilla de la televisión en estos días— fue esquivo para Cecilia. La cantante no triunfó en el extranjero, como algunos aseguran: es cierto que intentó una aventura en España al comenzar su carrera, en 1965, y que en 1970 también probó suerte en México, pero las cosas no se le dieron en ninguno de esos dos países. Bajo dictadura, su ambiente pasó a ser el de los locales nocturnos de las ciudades chilenas, donde compartió escena con vedettes y humoristas («ella se sumerge con naturalidad en la noche de los años venideros», describe Peña en su libro). El 11 de septiembre de 1973 Cecilia actuaba en la boite Manhatan, de Arica.
De su destino posterior, por muchos años apenas se supo. En diciembre de 1984, el joven director de teatro Vicente Ruiz la ubicó en una casa en Pudahuel para solicitarle poder ocupar sus canciones en una versión del mito griego de Hipólito que iba a montarse en El Trolley. Había tenido un par de apariciones en televisión, y, tal como cuenta una serie biográfica por estrenarse en TVN (Bravura plateada, de Vanessa Miller), pasó una dura temporada en la cárcel por delitos económicos.
No era entonces un nombre popular ni requerido. Recién en 1995, un cuarto de siglo después de su último disco, el sello EMI llevó veinte canciones suyas al formato CD para una antología titulada La incomparable. Resultó un superventas, con cincuenta mil copias despachadas en un año. Casi en simultáneo, la versión de Javiera y Los Imposibles para su tema “Compromiso” destacó otra vez el valor de su repertorio. Así, cuando Cecilia se reencontró en 1997 con el escenario del Teatro Caupolicán (para entonces, Teatro Monumental), más de cuatro mil personas llegaron a escucharla. Había entre ellas, cómo no, «lolos del ayer», pero también punkies, homosexuales y todo tipo de jóvenes. La voz de La Incomparable no estaba dispuesta sólo para la nostalgia.
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En su vida y su trayectoria profesional, Cecilia tuvo mucho en común con los primeros y más grandes rocanroleros. Estuvo presa, como Chuck Berry. Mostró opciones sexuales disidentes, como Little Richard. Tomó malas decisiones de representación, como Elvis Presley. No respetó los cánones de moralidad, como Jerry Lee Lewis. Fue terca en su carácter, como Eddie Cochrane. Vivió situaciones de tristeza, como Roy Orbinson. Y además se acercó a las drogas y el alcohol como… tantos otros.
Aunque el rock no fuese para ella el principal género de referencia, su actitud sí tributaba los códigos de una rockstar. No sólo el libro de Cristóbal Peña establece que con el lado B de su primer single para Odeón, en 1963, «el rock femenino se declara inaugurado en Chile», sino que su decisión de cantar siempre con pantalones, usar el pelo corto y fumar en público le granjearon fama de insolente. En comparación a otras figuras del canto de su generación, Cecilia era una mujer atípica, que sobre el escenario se movía a su modo, no tenía problemas en discutir con los periodistas y no mostraba interés en hablar sobre su vida sentimental.
Más tarde, con la pérdida de su popularidad y el inicio de su devenir por la noche y la bohemia, su estampa rebelde y provocadora no haría más que consolidarse. El siglo XXI la encontró con una agenda artística reactivada, aunque ya entre problemas de salud, dicción dificultada y menos soltura sobre el escenario. De todos modos, forjó un nuevo público que valoró la belleza de su estilo, y resignificó todo aquel viejo repertorio que desde esta semana constituye su legado.
En algunas entrevistas se permitió hablar de su soledad y de sus estrecheces económicas, al mismo tiempo que no dejaba de recibir premios y homenajes de músicos más jóvenes —de hecho, su última grabación es un dúo junto a Mon Laferte—, y hasta adherir a la causa feminista con pañuelo verde al cuello.
Es todo lo anterior lo que hoy impide despedir a Cecilia como tan sólo una figura de la Nueva Ola, ni como una cantante de una gloria asociada a una generación. Sus canciones, su historia y su estilo son inspiración para las vidas privadas de mucho/as chileno/as, que como ella han tenido altos y bajos, han sufrido y se han rebelado, han conocido la incomprensión y se han enamorado; y es a ella a quien recuerdan si a medianoche ven la luna sobre el mar.