#Voces1973: Días cortos y noches largas
23.07.2023
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23.07.2023
Hasta septiembre, la sección de Opinión de CIPER comparte una serie de columnas con recuerdos y reflexiones de testigos vivenciales del Golpe de Estado de 1973 en Chile, con lo vivido en esos días por ello/as y su círculo cercano. Son reconstrucciones personales, que privilegian la memoria íntima y la descripción de una cotidianidad alterada, por sobre el análisis político o el recuento histórico. A cincuenta años del quiebre democrático en el país, CIPER contribuye así a darles diversidad y emoción a las voces de nuestra memoria social. [#Voces1973]
Recordar esos días, meses y luego años suele ser un ejercicio de nunca acabar. A partir del martes 11 de septiembre de 1973 largó algo así como un tiempo alterado: días cortos y noches largas. Se alteraron también los sonidos, los colores y los ritmos de la rutina diaria; incluso las palabras y las sensaciones más pequeñas. El escalofrío te recorría el cuerpo.
El ruido de los camiones por las solitarias calles presagiaba alguna detención. A través de bandos, los militares buscaban a sus próximas víctimas. Los allanamientos se volvieron habituales. Uno pensaba: tal vez nunca volveré a casa (o tardaré años en hacerlo). ‘Asilo’ era una palabra repetida cuando se cantaba el himno nacional, pero era un sustantivo lejano. Lo de «detenidos desaparecidos» empezó a ser, lamentablemente, familiar.
Cursábamos el segundo semestre de Sociología en la Universidad del Norte, en Antofagasta. Yo tenía 18 años, militante desde la Media en las Juventudes Socialistas. Ese martes 11, apenas nos enteramos del asalto a La Moneda en Santiago nos tomamos la universidad provistos de piedras para defendernos. La llegada de dos tanques apuntándonos bastó para deponer la ingenua resistencia y abandonar el recinto de la Avenida Angamos. Una compañera me iba a recordar, décadas más tarde, que incluso nos subimos a un bus —ETCE— de ese entonces a repartir panfletos contra el Golpe. Ahora me doy cuenta de que nos impulsaba una esperanza de revertir las cosas que no tenía ningún lugar en esas circunstancias. Nos tomó un rato darnos cuenta de que habíamos quedado en la orfandad más grande.
Vivíamos en una pensión. Apenas llegamos esa tarde, la señora a cargo nos dice: «Tomen sus cosas y se van, de lo contrario los denuncio». Tuve que quemar mi pequeña biblioteca de libros Quimantú. El ¿Qué hacer? de Lenin mostraba cabalmente su inutilidad para las circunstancias. En un patio enterramos muchos de esos libros (los arqueólogos tienen tarea). Después supimos que la señora de la pensión fue una de las primeras personas en donar sus pocas joyas para la llamada «reconstrucción nacional» a la que llamaba la Junta Militar. ¿Habrá sabido alguna vez dónde fue a dar su argolla de matrimonio?
Aún no sé cómo, aquella noche de 1973 nos refugiamos con otros cinco compañeros en un departamento. Pasamos la noche despiertos. El cielo se iluminaba por el vuelo de helicópteros que disparaban contra todo aquello que se moviera. A la mañana nos encontramos con un dirigente que nos dice: «Váyanse para sus casas y esperen instrucciones». Ha pasado medio siglo desde entonces. Las instrucciones nunca llegaron.
Que la vida cotidiana empezaba a cambiar fue algo que detectamos de inmediato. Mi vecino y yo nos convertimos mutuamente en sospechosos. Más de dos en la calle o en la esquina del barrio era señal de subversión. Los hippies de la época fueron objeto de escarnio, ya que en plena calle se les cortaba el pelo. Las plazas, símbolo del espacio público, quedaron vacías.
En mi casa en Iquique yo mantenía dos grandes afiches: uno del Che y otro de los Beatles. Mi padre quemó primero el del Che, y al poco rato hizo lo mismo con el de los de Liverpool: «Uno nunca sabe» le dijo a mi madre. Mi tío, sin embargo, mantuvo en su living la foto del Quilapayún que aparece en la carátula del disco de la Cantata popular Santa María de Iquique, con Héctor Duvauchelle en el relato y el iquiqueño Luis Advis como autor.
La fotografía era y es desafiante. «Quizás mañana o pasado, / o bien en un tiempo más, / la historia que han escuchado / de nuevo sucederá…», cantaban allí, como presagiando lo que se nos venía encima.
Recuerdo que en la radio “Algo de mí”, de Camilo Sesto, se alternó con las noticias de los Consejos de Guerra. Y que sonaba “Detalles”, de Roberto Carlos, cuando me enteré de los fusilamientos por intentos de fuga desde Pisagua. Escuchar hoy esas canciones es convivir con una mezcla de placer y de dolor. Las canciones, bien se sabe, dependen del contexto en que son escuchadas. “El enviado del amor”, de Los Ángeles Negros, aparecía de pronto como una plegaria a «el libertador»:
Por el cerro se regresa
el jinete en su corcel,
su alegría es grande.
¡Hoy mi pueblo canta
en un himno a la paz!
Como en el viejo Far West, en lugares como las oficinas de Correo aparecieron afiches con los «se busca». La mirada de esos compañeros en las fotos parecía reconocerte. Uno de ellos, amigo mío, eludió el cerco y logró llegar a Tacna, y de ahí viajar a Santiago, donde vivió largos años en la clandestinidad, con otro nombre y otro pasado. En los años 90 le confesó a su hijo que su nombre verdadero era otro al que hasta entonces usaba.
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El cerco informativo se rompió por primera vez con el programa “Escucha Chile”, de radio Moscú. Aprendimos a manejar la onda corta, y la voz de Katia Olévskaya se nos hizo familiar. Luego descubrimos la radio Tirana, de un país del que no se hablaba en clases de geografía: Albania. La escuchábamos a bajo volumen, no vaya a ser cosa que la vecina…
La leyenda de la resistencia contaba del avance del general Prats con regimientos leales desde Concepción. La primera señal de que aún había esperanza en medio del dolor y del miedo fue cuando apareció la R encerrada en un círculo. Sin embargo, y casi al mismo tiempo, «La Caravana de la Muerte» empezaba su vuelo al Norte.
Pisagua se nos convirtió entonces en una sucursal de la pesadilla; al igual que Chacabuco e Iquique, lugares de detención y de tortura. El paso previo a la prisión en Pisagua era el Regimiento Telecomunicaciones, desde donde, y con lo puesto, los presos eran subidos en pesados y toscos camiones para seis horas de viaje sin regreso. Muchos quedaron en una fosa clandestina, y otros fueron ejecutados bajo el pretexto de la ley de fuga. A la mayoría de ellos yo los conocía: eran chicos como yo entonces, de un promedio de edad de 25 años.
La radio Centinela del Norte —ex Radio Esmeralda, para entonces ya expropiada al Partido Socialista— tocaba marchas militares y anunciaba los fusilamientos.
En Iquique nos enteramos de tres detenidos desaparecidos antes de que terminara el año. Uno de ellos era el actor William Millar, quien cada 18 de septiembre recitaba en público en la maestranza del ferrocarril el poema de Victor Domingo Silva Al pie de la bandera. A otro, Marcelino Lamas, maestro albañil con quien trabajamos en el verano de 1972, lo recuerdo con la canción: «Han crecido violetas aquí…», en la voz de Nicola di Bari. El Chico Marín, el tercero, pagó cara su prematura condición de dirigente.
No había cómo no saber de estos u otros casos. Si no se veía era porque no se quería ver.
En Iquique ayudaron y celebraron «el pronunciamiento militar» muchos civiles que a fines de los años 60 habían compartido con Pinochet cuando estuvo destinado un par de años a cargo de la VI Comandancia del Ejército (hay quienes creen que fue entonces que consolidó su temple fascista). Son los mismos civiles que en 1988 lloraron cuando ganó el No, y que el año pasado volvieron a celebrar con el triunfo del Rechazo.
Si el Norte Grande es visto hoy por los historiadores como la cuna del movimiento obrero, también lo ha sido, lamentablemente, de buena parte del fascismo.
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Las calles empezaron a cambiar de nombre. La Avenida Elías Laferte fue rebautizada como Avenida Soldado Pedro Prado, en homenaje a un conscripto muerto a tiros poco después del 11 de septiembre, en condiciones extrañas y que nunca se han aclarado. Esa misma calle hoy se llama Salvador Allende (ésta parece ser una constante en nuestra historia nortina: las calles peruanas cambian de nombre, Baquedano fue Huncavélica, Tacna es hoy Obispo Labbé).
Pisagua está envuelta en una paradoja. Es un puerto bello. Cuando se llega por el desierto impresiona cómo el mar dialoga con los cerros y con el cementerio de tiempos del salitre, hecho con pino oregón y mármol. Sobre un cerro, un reloj que se detuvo quién sabe cuándo. Pero esa belleza tiene a la muerte colectiva como su contraparte. El corazón de la muerte está en la fosa clandestina donde fueron enterrados los cuerpos de 21 compañeros.
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Ese martes 11 de septiembre de 1973 nos cambió buena parte de nuestras vidas. Tuvimos que esconder nuestro pasado, barajar las causas de las derrotas, preguntar por la suerte de los que ya no estaban. Especular acerca del infiltrado en nuestras filas que nos delató. Negarse a cantar la estrofa de los «valientes soldados». Distribuir en forma oral los chistes sobre la Junta de Gobierno. Hablar en susurro.
Pero, a pesar de tantas muertes y de tanto dolor, como exclama Víctor Heredia: «… todavía cantamos».