Libros: Cursi fantasía
23.07.2023
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23.07.2023
Sobre Algo temporal, de Paula Carrasco (Hueders, 2023).
El título de la tercera novela de Paula Carrasco (Santiago, 1967) designa no solo un enorme diluvio que trastoca por completo a un Santiago muy actual y a un microcosmos familiar (el de Ana y Pedro, y su hija Rebeca) que por efecto de este queda atrapada en su casa, en un camino montañoso. Bajo la otra acepción del término (un suceso restringido en el tiempo) cabe la llegada de Vicente, sobrino de Ana y nieto de exiliados, quien ha pasado toda su vida en Francia y está de visita en Chile en busca de sus raíces. La aparición de este último gatilla una rememoración radical y de consecuencias no demasiado felices en la vida de Ana, atenazada por un pasado que le impide mirar adelante. Todo esto, además, se intensifica al verse forzados a convivir en la casa asediada por el mal tiempo, sin luz ni conexiones con el exterior. Pese a su cuidado lenguaje, al vínculo con los debates en torno a los 50 años del golpe y a una narradora que, desde su primera persona, bien podría haber mantenido el pulso a una historia no exenta de tensión dramática y de misterio, la novela naufraga al hacer interactuar a los personajes en diálogos hiperexplicados y poco verosímiles, lo que condiciona todo el desarrollo de una acción que ciertamente tenía potencial para mucho más.
El quid de la obra se teje alrededor de la historia familiar de Ana, la protagonista y narradora. Diseñadora de oficio y con una vocación artística frustrada —«en Chile no había manera de solventarse una vida como artista», afirma para explicar su giro profesional—, es hija de Eva, militante del MIR durante la Unidad Popular. La historia de su madre concentra sobre sí el peso de la tragedia chilena vivida hace medio siglo: poco después del Golpe de Estado es detenida junto a su marido, quien muere a causa de las torturas y será parte de los cientos de detenidos desaparecidos por el régimen; su hermano Daniel, a su vez, se exilia en Francia, sin regresar nunca a Chile. Esta infausta genealogía producirá en Ana que una serie de heridas se vayan reabriendo a lo largo del relato pues, como se preocupa de enfatizar una y otra vez la narradora, ese Chile de rascacielos y desarrollo económico está fundado sobre el olvido, la traición y el expolio de un territorio seco que hoy ve caer sobre sí un diluvio de proporciones bíblicas. Pero si su pasado es difícil, el presente no es mucho mejor: su matrimonio con Pedro transita por un estrecho desfiladero, y la llegada de Vicente tensiona al máximo su relación al obligarlos a mirar unos fantasmas más complejos de lo que la misma Ana estaría dispuesta a aceptar.
Luego de alcanzar a mostrarle unos pocos lugares turísticos de Santiago —en los que pueden verse de manera diáfana la desigualdad, el desempleo y la inmigración, todo en una misma cuadra— y de conversar acerca de Mahler, de videoarte contemporáneo, de Pascal Quignard y de muchas otras referencias cultísimas y sofisticadas, vuelven a la casa en que los pilla la tormenta y quedan aislados. Y ahí, cuando debiera comenzar a elevarse la tensión entre los personajes y dosificarse la entrega de información para dar cuenta de una historia dolorosa y quemante, la novela avanza a trompicones a causa de sus personajes que no logran encarnar aquello que debieran mostrarnos. La relación entre Ana y su sobrino está tan cargada de alusiones a la alta cultura —y cruzada, además, por una creciente tensión sexual—, que pareciera ser un modo de ufanarse de una ilustración superior antes que una manera creíble de delinear los conflictos de su estirpe compartida. Vicente, sobre todo, con sus juicios acerca de Chile, su habla rígida y explicativa, su actitud soberbia y entrometida —«Ana, ¿sabes?, no me aflige el tiempo. Nada me apura. Sé esperar. […]Porque hay acciones y decisiones que deben crecer en uno antes de executarlas. Esa maduración demanda mucho tiempo de concentración y reposo. Y tú, ¿por qué vives tan rápido?»— es un personaje tan detestable que no se entiende la atracción que ejerce sobre Ana y Rebeca, y uno como lector tiende a empatizar más con la reacción escéptica del pobre Pedro, en quien tampoco abundan los rasgos demasiado simpáticos, pero que queda en un segundo plano ante esta catástrofe familiar.
Hay, por último, un asunto particularmente delicado en esta novela, que tiene que ver con el modo de abordar la memoria del pasado reciente. En una frase que atribuía a Stendhal, José Donoso decía: «Detalles, detalles, detalles y más detalles. La realidad no es tal sin un acopio de detalles». Aquí, sin embargo, todo está dibujado con trazos gruesos: el exilio del tío Daniel, la detención y asesinato del padre, la militancia política en el MIR, la enemistad entre la abuela y sus hijos… De este modo, lo que debiera haber introducido motivaciones, miedos, deseos u odios, está puesto del modo más general posible, lo que no abre preguntas ni dota de profundidad los actos de los personajes, sino que los arroja como figuras a los que la historia les pasa por encima. No solo sus propias historias, sino también la historia de un Chile que no tiene motivos para haber sido, durante las décadas del sesenta y setenta, un hervidero de ideologías y proyectos políticos que marcaron a fuego la vida de tantos.
Algo temporal tenía material de sobra para llegar a buen puerto: el paisaje de montaña, el símbolo ambiguo del agua —que puede lavar y renovar, pero también, en su exceso, puede destruir y arrasar—, la memoria de un pasado doloroso, la maternidad que permite observar los vínculos heredados y aquellos del porvenir, las pertenencias interrumpidas por el exilio, entre otros. Lo anterior, además, estructurado en torno al encierro involuntario que obliga, narrativamente, a resolver el desequilibrio, ya sea recuperando el orden o destruyéndolo del todo. Sin embargo, lo que debiera ser una sutil exploración de unos personajes enfrentados a su pasado, termina siendo un melodrama cuyos secretos más recónditos son, en verdad, predecibles con muchas páginas de anticipación. Y aquello que no es predecible, sobre lo cual está estructurada parte importante de la trama, se resuelve de manera forzada en las últimas páginas, por lo que no alcanza a iluminar al modo de un misterio que hace calzar todas las piezas del puzle, sino que termina por hacernos agradecer, al menos, que el asunto haya terminado.