«Por la razón o la fiesta»: el folclor en celebración oficial
04.07.2023
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04.07.2023
Dos hitos en torno al folclor se sucederán este mes de julio: el Día Nacional del Cuequero y la Cuequera (4) y el Día del Payador Chileno (30). Hace unos días (29 de junio) se brindó por el «Día del Folclor Urbano Roberto Parra». Y está también el Día del Roto Chileno, además de la serie de fiestas religiosas que en el país permiten el encuentro de tradición y devoción. Esta columna para CIPER habla de aquellas fiestas populares certificadas como tales desde el Estado, en lo bueno y en lo no tanto: «Si la naturaleza de un pueblo es su pluralidad, ¿hasta qué punto los decretos oficiales tratan de contener esa ebullición, esa energía que, desbordada, se teme que socave nociones como las de “orden” e “institucionalidad”?».
Roberto Parra, «el Tío Roberto», es sin duda un ícono cultural. Su nombre se asocia al Día del Folclor Urbano, ya por edicto oficial cada 29 de junio desde 2021, y que recoge una parte de la ebullición artística y popular que tiene como hito y antecedente La Negra Ester, obra que Andrés Pérez levantó a partir de unas décimas escritas en 1971, y que desde 1988 no se ha dejado de representar con numerosos y notables elencos, en las calles, en las carpas, en los teatros, canchas y donde se pueda, a vista y goce de todos los que quieran.
Sumado a lo anterior, tenemos su pieza musical guitarrera «jazz guachaca», concepto acuñado por Nicanor Parra cuando la escuchó por vez primera, y que de algún modo es la versión chilena del jazz manouche francés o gypsy jazz, como lo llamó el belga Django Reinhardt en los años 30. Además, es de destacar en él un estilo particular de la cueca a dos voces, guitarreadas, como si el pulso cuequero rural volviera a las ciudades, con letras cuyas enunciaciones se sitúan desde los márgenes sociales urbanos y porteños; y que, si llegan a ser prostibularias, no son las de salón, sino que de un poco más abajo.
El Día del Folclor Urbano viene a incrementar otros motivos de conmemoración e identidad popular, como el Día Nacional del Cuequero y la Cuequera, a partir del 4 de julio de 2018, y en homenaje al natalicio de Hernán Nano Núñez. Se reconoce con él un despertar festivo y empoderado de lo popular que ya se gestaba en los años 90, y que hasta hoy prosigue con fuerza (si alguien, alguna vez, llamó a ello una moda, creo que es la moda más longeva y vital que he conocido y experienciado). Como bien lo afirmó hace años Rodrigo Miranda, la cueca es «una fiesta interminable».
También desde 2018 se reconoce por decreto el Día del Payador Chileno (30 de julio), tradición poético-musical que cada vez toma más fuerza entre organizaciones, escenarios y transmisión. Y una efeméride que, de algún modo, es germen de las mencionadas existe desde 1939: la celebración en el Barrio Yungay cada 20 de enero del Día del Roto Chileno, dignificación y hasta cierto punto estereotipo de un sujeto histórico utilizado y menoscabado, modelo del soldado victorioso en la Guerra del Pacífico, sin ser militar de carrera, y de un desarraigado sin pertenencia en una idea de sociedad hegemonizada por una cultura clasista, racista y de privilegios.
Luego de la tiranía cívico-militar, estas tradiciones son señales de un país que empieza a recuperar su memoria histórica y espiritual, incluso en medio de la mercantilización a mansalva. No es que vengan a redimirnos del sistema con el que hoy convivimos, sino que navegan también en ella y a pesar de ella. Hablan de comunidades que empujan su visibilización y reconocimiento. No son movimientos de masa, pero muestran, por medio de estos decretos, un cierto grado de atomización de las tradiciones populares, expuestas a ser también ellas mercantilizadas y manipuladas, en lo económico y discursivo. Cada cual con su negocio; la libertad es libre.
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Volviendo a lo de la atomización, asoma una pregunta: ¿el folclor es folclor o acaso se subdivide en oposiciones, tales como urbano/rural, nortino/sureño, isleño/continental? Una respuesta posible es que todo pueblo está integrado por muchos pueblos y, por ende, múltiples tradiciones. Ahora, si la naturaleza de un pueblo es su pluralidad, ¿hasta qué punto los decretos oficiales tratan de contener esa ebullición, esa energía que, desbordada, se teme que socave nociones como las de «orden» e «institucionalidad»?
¿Acaso darles cartas de ciudadanía a estos hitos culturales de lo popular abre la puerta a que se diluya este empuje al ser cooptados en las lógicas de la cultura de masas, comercializables, estereotipables? Difícil saberlo. No arriesgaría una respuesta, y menos en este caso, pues, por ejemplo, el folclor urbano está frente a conceptos comerciales como «música urbana», la cual entra por circuitos de masificación de un producto de consumo creado con fuertes auspiciadores, modelos de forma de pensar y sentir estandarizados, marketizados.
Empero, lo importante es que en conmemoraciones como estas se da la oportunidad para que grupos de base organicen sus fiestas y celebraciones, con bandas cuequeras, formaciones orquestales de cumbia, de repertorio de géneros populares como el vals, el bolero, el tango, el canto a lo poeta; instancias para bailar, comer y beber, compartir, equipararnos en la juerga de vivir, en la casa, en el barrio, en la ciudad, en el país, en el mundo. Una chance para desmentir ese lema traicionero del escudo nacional, y que en cambio rutile desde el cóndor al huemul como «Por la razón o la fiesta».
Porque si no somos capaces de entendernos, mejor que le entremos al carnaval, de igual a igual: con la misma oportunidad para nuestros ángeles y nuestros demonios.
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¿Cómo serían la urbe y la ruralidad si tuviésemos un carnaval en el que desfilaran escuelas cuequeras, de organilleros, de chinchineros, de los oficios, huasos y rotos, devociones; cada cual con trajes multicolores y fantasiosos, preparándose un año entero para esos días con letras, músicas y bailes? Los únicos desfiles que tenemos son los de las «Glorias del Ejército»: siempre el mismo paso, siempre la misma música, derechitos e imperturbables.
Desde 1810 en adelante —y a pesar de que en un principio el proceso independentista fue un asunto de los criollos, de las familias detentoras de la tierra y con acceso a educación y a la incidencia política—, la gallada salió a las calles con lo que tenía, que no eran tierras, dinero ni influencias, sino que su propio lenguaje: sus cantos y bailes, sus oficios y habilidades, sus cuerpos dispuestos a la marcha y los combates.
Nada tenían que perder. Más bien, ganar una libertad con la cual, desde sus propias carencias, se atrevían a deliberar, a dar rienda suelta a su propia épica. Eso no ha muerto, ni siquiera cuando esas fiestas fueron suprimidas o quedaron reducidas en nombre de «la productividad». Pero los pueblos producen más y mejor cuando son capaces de construir su propia felicidad, con sus propios códigos y parámetros, y no con la idea de prosperidad impuesta desde arriba, de acuerdo a la conveniencia de unos pocos que tienen la sartén por el mango.
Lo mejor es salir al encuentro de la urbe y observar lo que hay, más que dejarnos capturar por una idea de lo que vamos a encontrar. Abandonarnos a la posibilidad de sorprendernos entre rincones y recovecos, esquinas y cruces. Donde esté la luz encendida, pasar y saludar. Recibir y ofrecer. Y si se oye música, ¿qué podríamos temer? De eso se trata la urbanidad.
Los días oficiales dedicados a nuestro folclor nos permiten chasconearnos, un poquito que sea. Algo de lo irracional y espontáneo despierta entonces los entramados de un espíritu que no por apaleado se echará a morir sin antes elevar su brindis y su canto por la simple alegría de ser. Si el Tío Roberto, el Nano Núñez o el roto chileno son próceres de la república plebeya por su coraje libertario y festivo, hay que prenderles velitas para seguir llenando el vaso (y, de paso, también despeinar un poco el retrato que les han hecho). De más que lo agradecen: nada ni nadie tiene siempre el mismo rostro; y si toca dar la cara, aunque sea como mero recuerdo entre los vivos, ¡muévanse!, para que no le tapen el sol. Así que, ojo, chaucha chauchera: cambio y fuera.