La economía política del gas
08.06.2023
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08.06.2023
Acudiendo a principios de teoría económica, los autores de esta columna para CIPER, académicos en Economía, explican por qué, en el caso del «gas a precio justo» el gobierno de Chile debió atender las recomendaciones de la FNE de reformas al mercado, antes que la aventura —«romántica», en sus palabras— de emprender por sí mismo la provisión del servicio.
Aunque el plan del gobierno para el «gas a precio justo» y su fallido programa piloto ha vertido ya bastante tinta, son escasas las ideas de economía política elaboradas con seriedad para tratar de entenderlo. Da la impresión de que ni siquiera nuestras autoridades —entre quienes se cuentan personas con conocimientos, maestrías y doctorados en economía— entienden las implicancias de su aproximación a los desafíos económicos. Incluimos en esto último declaraciones recientes sobre el tema tanto del ministro de Economía, Nicolás Grau, como de Mario Marcel, ministro de Hacienda.
Acaso lo que ha sucedido con el «gas a precio justo» indique un problema mayor, de carácter epistémico: el gobierno muestra, a nuestro juicio, una forma sistemática de aproximarse erróneamente a los problemas económicos de la sociedad. Proponemos por eso en las siguientes líneas ciertas aclaraciones elaboradas desde la economía política.
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Comencemos con recordar que el proyecto de «gas a precio justo» nació producto de un informe de la Fiscalía Nacional Economica (FNE) de 2021, el cual señalaba serios problemas de competencia y de eficiencia en el mercado del gas. Se indicaba allí que en los mercados del gas natural y gas licuado los distribuidores mayoristas han aumentado sus márgenes de ganancia desde el año 2014, hasta llegar hoy a cerca del 50-55%. El resultado de esta falta de competencia, argumenta la FNE, es una pérdida de bienestar (welfare loss) de US$181 millones por año; lo cual se traduciría en un sobreprecio estimado de un 15% adicional por cada balón. La FNE entonces propuso medidas de reforma para: i) desconcentrar el mercado del gas; ii) incrementar la competencia y iii) liberalizar el mercado de los minoristas, al permitir que los distribuidores pequeños pudieran elegir libremente a qué mayoristas comprar gas, evitando los actuales «amarres» que utilizan los mayoristas para distorsionar el mercado. Con estas reformas, aumentaría la competencia, se mejoraría el mercado, bajarían los precios y el país se beneficiaria, al mejorar «la mano invisible» en el mercado del gas.
El único problema con el anterior diagnóstico es que, al parecer, el actual gobierno no cree en los mercados y en la posibilidad de mejorarlos para que funcionen por el bien común, como diría el Premio Nobel de Economía Jean Tirole [TIROLE 2018]. Lo concluimos por el modo en que esta administración reaccionó al informe de la FNE y las reformas propuestas: en vez de seguir las sugerencias del citado informe, se prefirió darle la espalda al ajuste de mercado y en cambio abrazar al Estado como panacea, persiguiendo aquel unicornio del «Estado empresario», y así ponerle gorros rosas a los balones de gas para promover un presunto «precio justo». En vez de potenciar las comprobadas virtudes de los mercados competitivos para bajar los precios y proveer bienes y servicios de calidad, se prefirió usar al Estado de manera ineficiente e insostenible para subsidiar el precio de un bien popular, y así maximizar réditos políticos en el corto plazo. Al fin, la estrategia benefició a un grupo concentrado (aquellas familias que accedieron al balón rosado), en desmedro de todos quienes subsidiamos indirectamente este proyecto fallido. Veamos ahora las tres lecciones de economía política que podemos derivar de los balones rosa.
(1) Sobre el concepto de «precio justo»: es un concepto extraño, que induce a muchos errores y ha sido un tema recurrente a lo largo de la historia económica (desde los debates sobre los precios en la antigua Grecia hasta las controversias actuales sobre los precios de medicamentos, viviendas y, recientemente, el gas). El debate sobre el «precio justo» fue un pilar en el desarrollo de la ética y teoría económica desarrollada por la Escuela de Salamanca y la filosofía escolástica durante los siglos XVI y XVII. Precio justo para los filósofos españoles de la época era el precio que permite al productor vivir dignamente con su actividad y a la vez permite que el bien o servicio que oferta pueda estar al alcance del consumidor que lo necesite. Dicho en simple, el «precio justo» —y tal como indicó hace unos días Ignacio Briones— no es nada más ni nada menos que el precio dinámico determinado en un mercado competitivo.
No obstante, cuando las autoridades en Chile se refieren a «precio justo», parecieran desestimar la ciencia económica y estar aludiendo a la idea de un precio inferior al «precio de mercado», fijado por el Estado, y que sea justificable bajo su propia concepción ya no económica sino que ética. El problema es que distintas personas y distintos políticos mantienen, como es obvio, diferentes opiniones sobre lo que es «justo» o «menos justo» en la economía. De hecho, Gabriel Boric y compañía utilizaron un argumento moralista sobre «precio justo» durante la campaña del pasado plebiscito constitucional. La oferta de «aliviarle el bolsillo» a los chilenos suena noble, pero los medios empleados a través del Estado para ello pueden terminar dañando y perjudicando a las personas a las cuales se desea ayudar. Prueba de lo anterior es, precisamente, el reciente plan piloto de la ENAP: se entregaron a particulares 5.743 balones subsidiados a «precio justo» de $15 mil, pero que, debido a las bajas escalas de la iniciativa, al menos en esta etapa de la implementación le costaron en realidad al Estado $117 mil cada uno, generando un uso ineficiente de los recursos que es equivalente a $591 millones. Moraleja de la fábula: a veces lo «justo» puede hacernos daño.
(2) Sobre las «fallas del Estado» en Economía: ¿puede un gobierno mandatar la producción de un bien de manera más eficiente que aquellos actores privados en el mercado; es decir, «corrigiendo» una «falla de mercado» a través del aparataje estatal? Esta es la visión estándar, aunque un tanto ingenua, que se explica en cualquier curso de introducción a la llamada Economía del bienestar: cuando los mercados fallan y son incapaces de proveerles a los ciudadanos un «precio justo» a determinados productos y servicios, el rol del Estado es intervenir para poder resolver el problema (¡como por arte de magia!). La debilidad de esta lógica es que no considera lo que se conocen como las «fallas del Estado», que pueden ser aún más profundas que las del mercado [PANIAGUA 2022]. De hecho, existe una corriente ancha de pensamiento económico conocida como Elección Pública (Public Choice), con tres premios Nobel de Economía (Buchanan, Stigler, Ostrom), que se ha dedicado a estudiar cómo el Estado falla sistemáticamente en proporcionar soluciones económicas a los problemas de la sociedad.
La «fallas del Estado» se refieren a situaciones en las que la intervención del gobierno o la acción estatal no logra alcanzar los resultados deseados o tiene efectos perjudiciales en la economía, sobre todo porque la creación de una burocracia estatal para solucionar dichos problemas genera problemas de incentivos y de conocimiento. Uno de los principales mensajes de las «fallas del Estado» de la Public Choice es que debe verse al Estado y la política sin romanticismos; en otras palabras, debe asumirse realísticamente que utilizar al Estado para tratar de resolver problemas en los mercados frecuentemente abre una puerta para que los recursos sean utilizados de manera ineficiente con fines políticos y electorales. Es uno de los principales problemas del llamado «Estado emprendedor»: la (in)compatibilidad de incentivos entre los objetivos de corto plazo (populismo) de los políticos y lo óptimo para el bienestar social. Tal incompatibilidad puede terminar estableciendo burocracias apernadas que, en vez de resolver el problema de los mercados, los exacerba, despilfarrando además recursos públicos. Todo esto la teoría económica ya lo predijo hace cuatro y cinco décadas [TULLOCK 1965; STIGLER 1971; KRUEGER 1974]. Sin embargo, nos dice el ministro Giorgio Jackson, «cuando se quiere, se puede».
(3) El problema del conocimiento: otro problema enorme relacionado con las intervenciones estatales en los mercados se refiere al uso del conocimiento en la sociedad y a los problemas que tiene el Estado en poder recopilar toda la información necesaria para ser eficiente en la economía [HAYEK 1945]. Cuando el ex ministro Ignacio Briones advirtió que el gas a precio justo podía terminar con «un costo (que) sea mayor que el precio», iba al corazón del problema del conocimiento indicado por el Hayek: en las economías complejas y dinámicas es imposible conocer ex ante la verdadera estructura de costos de producción y de distribución de los bienes, ya que la única forma de descubrirlas es a través del proceso de descubrimiento que generan los mercados a través de la competencia. El mercado competitivo, entonces, es un verdadero proceso de descubrimiento [HAYEK 1968], en el que las empresas van conociendo sus estructuras optímales de costos de producción y de distribución. Hayek sostiene que ninguna entidad como el Estado puede tener acceso completo y directo a toda la información relevante en una economía compleja, pues la información está fragmentada entre millones de personas que poseen conocimientos especializados sobre circunstancias locales, necesidades, habilidades y preferencias. Según Hayek, esta información descentralizada es vital para la coordinación eficiente de los recursos en una sociedad. Al eliminar los mercados, la competencia y las fluctuaciones de precios, el Estado está destruyendo el sistema de generación y de comunicación del conocimiento económico en la sociedad, lo que lo podría conducir a tomar decisiones catastróficas en lo económico y dilapidar recursos escasos en malas asignaciones de estos, tal como ha sucedido en el comentado caso de los balones rosados.
En su célebre ensayo El significado de la competencia (1948), Hayek sostenía que los mercados fomentan la innovación y el descubrimiento. Al permitir la competencia entre múltiples agentes económicos, se crea un entorno propicio para la experimentación y la mejora continua con recursos propios y no públicos. Los emprendedores tienen la libertad de buscar nuevas oportunidades y soluciones, lo que impulsa el progreso tecnológico y el crecimiento económico. En síntesis, lo ventajoso del proceso de descubrimiento es que, al descentralizarlo y privatizarlo, podemos ampliar nuestro proceso de exploración, permitiendo descubrir cuáles estructuras productivas de costos y de operaciones son más eficientes para producir recursos como el gas (¡y todo esto sin necesidad de poner recursos públicos!). En otras palabras, no necesitamos gastar recursos de todos ni tener doctorados en Economía para poder conocer el «costo justo» de producción y distribución del gas, ya que todo esto lo podría haber hecho el mercado competitivo con las reformas sugeridas por la FNE, sin que nosotros hayamos tenido que desperdiciar $591 millones para aprender algo tan obvio como que el Estado no es un buen minorista de bienes de consumo.
Tan sólo estas tres lecciones de economía política le proporcionan directrices útiles a cualquier gobierno, también al de nuestro país. Si utilizamos de forma correcta al Estado y a instituciones como la FNE para reformar y hacer que los mercados sean más competitivos y transparentes, los mercados mismos nos podrán luego resolver el problema del «precio justo al «costo justo»; ahorrando además recursos públicos y mejorando de verdad el bienestar de todos los chilenos. Creemos que, más allá del caso que hoy se discute, se trata de una tarea pendiente de educación económica.