Fuerza policial: entre el deber y el poder
02.04.2023
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02.04.2023
«Debemos ser enfáticos y claros: la delincuencia particular es en Chile una realidad, pero los derechos humanos y los derechos fundamentales están ahí para protegernos a los y las ciudadanas principalmente de afectaciones estatales, no particulares.»
Es preocupante (aunque no sorprendente) la celeridad con la que una vez más se formulan y aprueban normas penales en respuesta a casos de alto impacto mediático, como hemos visto en el reciente debate de la llamada Ley Naín-Retamal. La agenda antidelincuencia se ha utilizado políticamente durante siglos, pero el mundo digital ha acelerado su propagación en cuanto a infundirle miedo a la ciudadanía. Es difícil determinar qué es más peligroso: si la delincuencia misma o su percepción por parte de las personas, con constantes llamados a la justicia por mano propia, la «funa» digital, cuestionar al Sistema Judicial exigiendo más velocidad y «mano dura», etc. Este temor y desconfianza de la población en las instituciones —así como el parlamentarismo reaccionario, irreflexivo y violento que los alienta— evidentemente no contribuyen a adoptar las decisiones más instruidas o efectivas a mediano y largo plazo.
El debate de la Ley Naín-Retamal, que debe su nombre a dos tragedias que afectaron a la institución policial, surge en un contexto lamentable en Chile: el panorama de la delincuencia ha cambiado, con nuevos tipos y formas delictivas, nuevo perfil delincuencial, etc. Junto con ello, circunstancias sociales como la pandemia, el estallido social y los numerosos casos de corrupción conocidos han mermado la percepción institucional de organismos tan esenciales como las fuerzas policiales y de las autoridades en general. La manida frase de que «las instituciones funcionan» parece una ironía en la realidad política e institucional que vivimos hoy.
¿Es realmente necesaria una ley que extienda y refuerce las potestades de Carabineros? ¿O es más sensato realizar una interpretación razonable de las normas existentes que les son pertinentes, junto con políticas públicas para su mejor formación? Y, en particular referente a las normas de este proyecto de ley: ¿tienen derecho las fuerzas policiales al uso de legítima defensa (conforme al art. 10 N°4, 5 y 6 del Código Penal), sin lo cual estarían en peor situación jurídica que sus conciudadanos? ¿O es que no tienen este derecho, pues precisamente las y los carabineros no son ciudadanos comunes, sino personas entrenadas para el uso de la fuerza?
En otras palabras: ¿se debe dejar al carabinero en peor situación legal que al ciudadano común porque está más preparado? ¿O se lo debe dejar en una mejor situación, precisamente porque enfrenta más riesgos que personas no uniformadas?
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Entendiendo que históricamente las policías han encarnado el monopolio de la fuerza estatal y que, en cierta medida, ello diferencia al estado de naturaleza del estado civil, no existe un uso de la fuerza más legítimo que el que ellas ejercen. ¿Implica esto que este uso de la fuerza es ilimitado? Por supuesto que no, al contrario: el uso de la fuerza por su parte sigue siendo esencialmente defensiva, y, en esos términos, sus limitaciones deben ser estrictas y claras, dos características que hoy no existen en nuestra realidad jurídica, ni de lege lata (bajo la ley existente) ni lege ferenda (bajo la ley que se pretende que exista).
¿Aporta claridad y certeza el proyecto de ley que hoy se discute en el Congreso? Evidentemente no: señala que «se presumirá legalmente» que concurren las circunstancias previstas en los números 4, 5 y 6 del artículo 10 del Código Penal, relativo a la legítima defensa propia, de parientes o de terceros extraños. Las circunstancias que se presumen son: la agresión ilegítima, la necesidad racional del medio empleado para impedirla o repelerla, y la falta de provocación por parte del que se defiende.
Además de presumir estas circunstancias —ya sumamente difíciles de probar en casos que involucran a civiles , y cuyos presupuestos son sumamente discutidos interpretativamente a nivel de doctrina y jurisprudencia—, el proyecto habilita a las «Fuerzas de Orden y Seguridad» a usar su arma letal (capaz de provocar la muerte de una persona en su uso primario) si en el ejercicio de sus funciones rechaza: 1. la agresión mediante uso o amenaza de uso de arma blanca, armas de fuego o cualquier otro objeto cortante o contundente que sea apto para provocar la muerte o lesiones corporales graves al funcionario policial u otra persona; 2. la agresión perpetrada mediante vías de hecho, por un grupo de dos o más personas, en que el funcionario estime razonablemente que el acometimiento tiene potencialidad mortal o lesiva; 3. para impedir o tratar de impedir la consumación de ciertos delitos violentos.
El uso de los términos por parte del legislador es lamentable. Basta leer rápidamente el numeral 1 para ver que una amenaza con un objeto contundente (no necesariamente un uso efectivo del mismo) es suficiente para que un policía pueda provocar la muerte o lesiones corporales graves. Es decir, basta la habilidad del objeto (no de la circunstancia), cuestión que, eventualmente se podría suplir por la prueba de las exigencias de la legítima defensa estándar: «racionalidad del medio empleado para impedir o repeler», pero en vista de su presunción, carece de esa exigencia.
Pero es el numeral 2 el que más preocupación genera, pues se trata de uso de vías de hecho; es decir, agresiones no constitutivas de lesiones (agresiones menores que ni siquiera requieren de un grado grave de lesividad). Bastaría, según la letra de la ley, una eventual acción lesiva incluso leve para justificar el uso de arma letal. ¿Quién determina esta potencial lesividad? En el caso concreto: solamente la razonabilidad de la persona con uniforme de turno. Evidentemente no se trata de un referente objetivo, sino adaptado a las circunstancias; es decir, la razonabilidad que se requiere viene de la figura del «policía ideal» y cómo éste hubiera actuado en el caso concreto. ¿Cuál es el problema con eso? Que cada día se duda más de la existencia esa razonabilidad y de la formación de las policías.
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Así, parece que el problema de fondo es mucho más administrativo que penal. ¿Cuál es la real formación de las policías en Chile? ¿Cuánto saben de Derecho, de derechos humanos y civiles? ¿Basta simplemente con un conocimiento operativo y funcional para ejercer el monopolio de la fuerza estatal? A la luz de las reuniones privadas de policías con personas de alta connotación pública, por ejemplo, pareciera que poco se cuida la responsabilidad y probidad administrativa. En este sentido, un buen ejemplo a seguir es la ley alemana de Polizeirecht, una norma integral que regula la función administrativa, penal y procesal penal de las policías. Un equivalente funcional a nivel nacional permitiría compilar y concordar la información que ronda en circulares o reglamentos internos de estas instituciones a la luz de las normas penales, procesales y constitucionales, a fin de proteger tanto a miembros de la institución policial como a civiles. ¿No es mejor esto que crear una ley como tantas otras que han establecido nuestros parlamentarios, con nombres y reaccionaria a casos concretos? Debemos ser enfáticos y claros: la delincuencia particular es en Chile una realidad, pero los derechos humanos y los derechos fundamentales están ahí para protegernos a los y las ciudadanas principalmente de afectaciones estatales, no particulares.
Las fuerzas policiales están obligadas a actuar en determinadas situaciones peligrosas; de lo contrario estarían incurriendo en eventuales delitos de desobediencia o insubordinación. Evidentemente, hay que protegerlas y resguardarlas, porque el Estado de Derecho no sería posible sin ellas. Pero esto no se logra con normas que les den facultades irrestrictas en temas tan complejos como la legítima defensa. Carabineros de Chile cuenta ya con el art. 10 N°10 del Código Penal, relativo al cumplimiento de un deber como causal de justificación, o al eventual art. 410 del Código de Justicia Miliar, que establece normativa particular que se ha hecho extensivo muchas veces a Carabineros.
Este debate pierde aun más el sentido si viene acompañado de una agenda que pretende agravar las penas de ciertos delitos, para así garantizar a la ciudadanía una seguridad que, sabemos, no va a llegar. ¿Qué estudio empírico —o, a lo menos, ejemplo del Derecho comparado razonable y respetuoso de los derechos humanos— ha mostrado que mayores penas son efectivas en la prevención del delito? ¿Hasta dónde se deben alargar los castigos? Parece que nuestros parlamentarios guardan silencio ante estas interrogantes. Por desgracia, no existe en el actual Congreso una voz sensata, que traiga a la discusión algo de tranquilidad y madurez. Por una parte, si se trata de delitos de género: que se endurezcan las penas lo más posible y se quiten beneficios penitenciarios, lo contrario sería una insensatez; por la otra, que se endurezcan todas las penas que protejan a funcionarios policiales, pues lo contrario sería una insensatez.
La falta de preparación y farandulización de nuestro Congreso y su agenda nos alejan cada día más de la mesura institucional, y de contar con leyes maduradas de países de avanzada a los que alguna vez Chile aspiró a imitar de manera real.