Resiliencia constituyente. El debate en las comisiones que redactaron las Constituciones de 1833 y 1925
16.02.2023
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«Aunque las fórmulas específicas han variado, el principio se mantiene incólume: las élites ilustradas son las llamadas a diseñar los destinos de la patria. […] Lo interesante del momento actual es que vivimos el espacio más democrático y abierto de la historia republicana chilena, lo cual tensiona de sobremanera esta forma históricamente elitista de definir un acuerdo de convivencia constitucional. Por lo mismo, el desafío principal para esta nueva propuesta será el de legitimar socialmente dicho texto.» [más de CIPER-Opinión, en #NuevaConstitución]
Existen ciertos patrones para el modo en el que históricamente se han escrito las Constituciones en Chile. En general han sido textos que responden a la crisis política que inmediatamente les precede, que tienden a enfrentar dos o tres «demonios» que en ese momento acechan al debate general, y que han puesto atención a lo que se denomina la «sala de máquinas del poder» (en particular, a la distribución del poder presidencial).
En este artículo revisitaremos dos momentos constituyentes particularmente relevantes de la historia republicana: la Constitución de 1833 y la de 1925. Se trata de esos momentos fundantes (o refundantes) de la historia republicana, que abrieron intensas discusiones sobre lo que es o debería ser la sociedad. Resulta muy pertinente revisar tales momentos a la luz de lo que se está viviendo en la actualidad en nuestro país, pues revelan una impresionante repetición de argumentos y situaciones. Sorprende el tenor de las formas y de los debates, que hacen evidente la inercia del juego político aprendido generación tras generación.
Aunque hoy las circunstancias del proceso son muy diferentes a las que acompañaron entonces el debate constitucional, resulta curioso observar cómo en 1833 y en 1925 los actores políticos acudían a las élites especializadas para resolver esta cuestión.
En 1833 se convocó a una Gran Convención de carácter mixto, compuesta por dieciséis representantes de la cámara de Diputados y veinte ciudadanos «de conocida probidad e ilustración» ,según dice el decreto que la convocaba. El mismo Congreso Nacional eligió a estos ciudadanos ilustres por mayoría.
En 1925, en tanto, fue el presidente Arturo Alessandri [foto superior] quien convocó a una Comisión Consultiva de poco más de un centenar de personas. Una pequeña subcomisión de quince personas —principalmente, representantes de los partidos políticos— trabajó codo a codo con el mismo Alessandri en la elaboración de un borrador de Constitución que luego fue sometido a plebiscito el 30 de agosto de 1925.
En un magnífico documento de 1901, Valentín Letelier sistematizó las deliberaciones de la Gran Convención de 1831-1833, incluyendo un recuento de sesiones y artículos de opinión de la prensa de la época. El encuentro entre diputados en ejercicio (entre otros, Joaquín Tocornal, Manuel Camilo Vial, Juan de Dios Vial y Juan Francisco Larraín) y ciudadanos «probos e ilustres» (Mariano Egaña, Manuel Gandarillas, el obispo de Cerán) dejó el testimonio de crónicas suyas para prensa que permiten detectar el clima predominante del momento. En 1831, Chile aún acusaba recibo de la guerra civil que conservadores y liberales habían librado hasta hacía dos años antes (y que culminó en 1829 con la Batalla de Lircay y el triunfo de los primeros). Para superar la Constitución liberal de 1828 —un texto relativamente breve que, según los conservadores, había llevado al país a la anarquía— una Comisión de siete miembros escindida de la Gran Convención redactó el borrador que sería finalmente aprobado por la Convención en 1833.
Tres cuestiones llaman la atención del debate de entonces: el diseño del régimen de gobierno, la habilitación de la ciudadanía y el derecho de propiedad, precisamente los tres pilares que sostenían las fuentes de poder de la naciente república. El diseño final establecía un presidencialismo fortalecido, que, en palabras de Joaquín Prieto, aseguraba «el orden y tranquilidad pública contra los riesgos de los vaivenes de partidos a que han estado expuestos. La reforma no es más que el modo de poner fin a las revoluciones y disturbios a que daban orijen [sic] el desarreglo del sistema político que nos colocó el triunfo de la Independencia».
Así, la Constitución de 1833 estableció un sistema presidencial con un mandato de cinco años y la posibilidad de reelección inmediata (el mismo candidato podría ser reelecto por una tercera ocasión, pero mediando cinco años entre la segunda y tercera elección). El Presidente tenía la facultad de nombrar ministros, diplomáticos, intendentes, gobernadores, jueces de la Corte Suprema y de primera instancia. En acuerdo con el Consejo de Estado, podía declarar Estado de Sitio en cualquier parte del país.
El Congreso tenía atribuciones más limitadas de las que conocemos hoy; de hecho, se reunía a sesionar en forma ordinaria solo tres meses del año. Reservaba para sí, empero, el poder de la acusación constitucional.
El debate de esos tiempos se agitaba también por asuntos como la edad apta para acceder al derecho a voto («es una verdad que ni el matrimonio ni el servicio de guerra son pruebas de una sensatez anticipada», se advertía), que al fin estableció condiciones más exigentes que las entonces vigentes: podrían votar los chilenos hombres mayores de 25 años si eran solteros y mayores de 21 años si eran casados; que supieran leer y escribir; que estuviesen registrados en el registro de electores; y que cumplieran con alguno de los siguientes requisitos: tener una propiedad inmueble o un capital invertido, el ejercicio de algún arte o empleo, o la renta o usufructo que guardara relación con la propiedad que se tenía.
En cuanto al derecho de la propiedad, el texto final aprobado por la Gran Convención establecía que nadie podía ser privado de su dominio sino en virtud de sentencia judicial «salvo el caso en que la utilidad del Estado, calificada por una ley, exija el uso o enajenación de alguna; la que tendrá lugar dándose previamente al dueño la indemnización que se ajustare con él, o se evaluare a juicio de hombres buenos». Con esto se eliminaba la función judicial de definir la expropiación y se la trasladaba al Congreso, que sería la institución que por ley debería definirla. Además, se indicaba que le correspondería al juicio de «hombres buenos», definidos como tales por una ley.
Arturo Alessandri había sido electo en el año 1920, pero en septiembre de 1924 se produjo una intervención militar que disolvió el Congreso y estableció una Junta de Gobierno. Alessandri renunció a su cargo y se autoexilió en Argentina. Pocos meses más tarde, en marzo de 1925, se le pidió al Presidente que regresara al poder para terminar su mandato. Ante la crisis que vivía el país, Alessandri convocó a una Comisión Consultiva cuyo resultado original sería establecer una Asamblea Constituyente. Luego se establecieron dos subcomisiones, una para tratar el proyecto de reforma (de quince personas, incluyendo al propio Presidente), y otra para ver el mecanismo (y que luego de tres reuniones, no alcanzó un acuerdo).
El 7 de abril de 1925 el presidente Arturo Alessandri inauguró las sesiones de la Comisión Consultiva, entre cuyos 118 convocados figuraban Domingo Amunátegui, Luis Barros Borgoño, Francisco Bulnes, Agustín Edwards, Luis Galdames, Antonio Huneeus, Germán Riesco, Ismael Valdés, Carlos Vicuña y Eliodoro Yáñez. En sus palabras durante la sesión inaugural, Alessandri reconocía la crisis política y social por la que pasaba el país («una situación de cierto desaliento», en sus palabras), y que a su juicio requería de un nuevo régimen institucional estable para Chile.
Para acabar con las rotativas ministeriales que desde 1891 venían generando un grave problema entre los poderes del Estado, sugería el Presidente escoger para esos cargos a «altos funcionarios administrativos, que tengan la eficiencia necesaria para resolver y tratar los negocios de Estado», impugnando aquellas prácticas que hacían que «los representantes de los partidos políticos que están en el gobierno […] desarrollan su acción teniendo más en vista los intereses de sus propios partidos que los del Estado».
El llamado que hacía Alessandri era a equilibrar dos poderes del Estado que estaban en crisis, estableciendo una división funcional, con un Presidente de la República que pudiese administrar la designación de sus colaboradores y con un Congreso que, además de legislar, ejerciera poderes de fiscalización sobre el Ejecutivo:
«Tengo el deber de hablar con franqueza —decía el Presidente en la citada sesión—; y perdónenme los representantes de los partidos políticos si les digo, con todo el respeto que me merecen sus opiniones, que dentro de mis doctrinas y en la situación que los hechos han creado a la República, no puedo reconocer a los partidos políticos derecho alguno para intervenir mientras yo esté en este puesto, en las gestiones ministeriales».
Alessandri entendía que no sería posible generar gobernabilidad en el país si no se alteraba el sistema de gobierno a uno presidencial. Así, condicionaba el proceso constituyente a un asunto particular que consideraba vital para la sobrevivencia de la república. Tan esencial era el asunto, que el mandatario se encargó de presidir él mismo la subcomisión de reforma constitucional, la cual comenzó sus deliberaciones el 18 de abril de 1925 con una quincena de invitados. Tres cuestiones le importaban al Presidente: el régimen de gobierno, la descentralización administrativa del país y la separación de Estado-Iglesia: «No debe producir extrañeza el hecho de que trate de que dichas reformas estén encuadradas en mi manera de pensar, y de acuerdo con las ideas que están profundamente arraigadas en mi espíritu», creyó necesario definir Alessandri.
En las más de treinta sesiones que siguieron se fue ajustando el articulado de lo que sería la Constitución de 1925. Al fin, se retornaría a un régimen presidencial en el que el Presidente tendría la supremacía en el nombramiento de su gabinete y se establecería un procedimiento de acusación constitucional, aunque no se aceptaría la propuesta original de Alessandri del control mutuo de disolución del Ejecutivo/Legislativo. Finalmente, se establecería que solo el Ejecutivo podría presentar proyectos de ley de suplementos a las partidas de presupuesto, y que si a los cuatro meses de discusión del presupuesto de la nación no se había logrado un acuerdo, iba a regir el presentado por el Ejecutivo.
La idea de ratificar el texto mediante una Asamblea Constituyente no prosperó, y el 30 de agosto de 1925 se convocó a un plebiscito que finalmente ratificó la propuesta de la subcomisión, con un 94,84% de los 134 mil participantes (un 45,4% del padrón) dándole su voto a la cédula de color rojo: «Acepto el proyecto de Constitución presentado por el Presidente de la República sin modificación».
Aunque la Historia adopta diferentes formas, tiende a repetirse una y otra vez. No debiésemos sorprendernos que ante el reciente fracaso de la Convención Constitucional en Chile, los actores políticos hoy recurran a fórmulas que han sido frecuentes en la política de nuestro país. Se cuentan, entre ellas, convocar especialistas, reducir los espacios de decisión, convocar a los partidos incumbentes para alcanzar acuerdos, etc. Aunque las fórmulas específicas han variado, el principio se mantiene incólume: las élites ilustradas son las llamadas a diseñar los destinos de la patria. Cabe advertir que, mirado en retrospectiva, esta fórmula ha sido eficaz en permitir diseños institucionales que han perdurado en el tiempo.
Lo interesante del momento actual es que vivimos el espacio más democrático y abierto de la historia republicana chilena, lo cual tensiona de sobremanera esta forma históricamente elitista de definir un acuerdo de convivencia constitucional. Por lo mismo, el desafío principal para la generación que escribirá esta nueva propuesta será el de legitimar socialmente dicho texto. La generación del 33 no requería dicho acto legitimador, pues controlaba todos los espacios de poder; y la del 25 contaba con un Alessandri que se encargó de negociar con las «fuerzas vivas» de la república una salida constitucional. Hoy, en cambio, no existen ni el control absoluto ni el líder carismático que encauce aquella discusión.
Una segunda cuestión —crucial en la hora presente— es que los actores que han definido las Constituciones lo han hecho pensando en la crisis política y social que enfrentaban en ese particular momento. Los conservadores de 1833 buscaban evitar una nueva irrupción liberal, lo cual los llevó a pensar en un diseño con un presidente que concentrara altísimos poderes de decisión respecto de la función legislativa y administrativa de las provincias e incluso de las magistraturas. El principal demonio para Alessandri fueron las rotativas ministeriales y la incapacidad de aprobar presupuestos. Entre abril y agosto de 1925 se encargó de asistir a cada sesión de su Comisión Consultiva para asegurar que tendría un modelo de gobernabilidad con una presidencia fortalecida.
Así, cada generación examinada ha enfrentado sus propios demonios. Si existe un demonio común que reaparece en los momentos constituyentes nacionales es aquel referido a «la sala de máquinas del poder» [GARGARELLA 2014]. El momento de crisis de representación política actual, de todos modos nos llevará a una discusión sustantiva sobre la manera de acomodar los equilibrios de poder entre el Ejecutivo y el Legislativo, cómo evitar la fragmentación del actual sistema de representación, y cómo se organizará el diseño de poderes del centro y las regiones.
Sin embargo, y como los actores políticos responden a los problemas que inmediatamente les preceden, muy probablemente observaremos muchos debates con referencias negativas a las decisiones tomadas por la pasada Convención Constitucional. Muy probablemente, en el Consejo Constitucional se definirá un sistema presidencial, con iniciativa exclusiva de gasto, con un Congreso Nacional muy similar a lo que hoy conocemos y en el marco de un modelo de Estado que tiende hacia el centralismo. El modo en que se desencadenaron las deliberaciones en los últimos dos años ha dejado muy poco espacio político como para innovar en la sala de máquinas del poder.
Entonces, ¿cuál será el demonio que buscará enfrentar esta generación? Muy probablemente, éste estará referido al modo en el que los derechos sociales se consagren en el texto constitucional. El rol del Estado y del mercado en la provisión de derechos sociales será la cuestión principal que movilizará a los actores en el ciclo que se avecina. ¿Le cabe un rol a los privados en la provisión del derecho a la salud, a la educación, a la vivienda? ¿Cuáles son los límites que la norma establecerá para la participación de privados en estas materias? ¿De qué modo se expresará el acceso a derechos en la Constitución?
La historia es resiliente. Se repite una y otra vez porque somos una especie de costumbres. El nuevo intento constituyente es reflejo de esta resiliencia en la que los dispositivos utilizados en el pasado recobran vida. Veremos si esta élite ilustrada será capaz de responder a la exigencia de un nuevo tiempo, el cual demanda legitimidad, responsabilidad y, muy probablemente, una alta cuota de sobriedad en las deliberaciones que se avecinan.