Una educación autoritaria es contraria a la democracia
14.02.2023
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14.02.2023
Toda sociedad necesita normas y jerarquías, «pero nada de eso implica autoritarismo», recuerda el autor de esta columna de opinión para CIPER, académico experto en temas de educación.
En entrevista reciente con otro medio, el médico psiquiatra Otto Dörr, Premio Nacional de Medicina 2018, entre otras declaraciones levanta una particular postura frente a la crisis de educación escolar que hoy vivimos en nuestro país. Según él, uno de los problemas centrales con los que convivimos es que «a los niños ya no se les enseñan normas», y añade en su diagnóstico que «la educación no autoritaria es lo peor que se ha inventado».
Según el profesional, «el niño debe aprender a respetar a sus padres y a sus profesores, y luego respetar las normas que se le imponen […], conocer los límites y las formas mínimas de comportamiento». En el marco de la serie de problemas vigentes hoy en Chile, Dörr advierte que «una sociedad anómica termina autodestruyéndose».
Sin duda vivimos tiempos relativamente —y solo relativamente, a mi parecer— anómicos, característicos de las épocas de cambio cultural profundo. Pero la equivalencia que algunos establecen entre la enseñanza del respeto a las normas y la conveniencia de una «educación autoritaria» es sorprendente, pues son dos cosas tan distintas que casi llegan a oponerse. La primera es fundamental para una democracia; la segunda, precisamente su opuesto.
En realidad, desde la tradición democrática la educación nunca puede ser autoritaria. Por supuesto que la autoridad docente o parental es importante en un proceso educativo, y que toda sociedad requiere de una jerarquía de poder y un determinado orden regulatorio para mantenerse. Pero nada de esto implica autoritarismo. La autoridad democrática no es un punto de partida impuesto por unos a otros, sino un logro cívico que debe coconstruirse y mantenerse día a día. En virtud del principio de soberanía popular, el pueblo, que es el soberano, le entrega el ejercicio de la autoridad democrática a los gobernantes, que podrán ejercer esa autoridad siempre y cuando se mantengan dentro de los límites establecidos, por ese mismo soberano, en la Constitución y las leyes.
De manera análoga, una comunidad educativa democrática puede (y debe) otorgar a padres, madres y otros/as educadores/as la autoridad necesaria para implementar procesos educativos (incluyendo la enseñanza de normas), pero esto también implica un proceso de coconstrucción, tanto de la autoridad como de las normas, entre los miembros de ese colectivo.
Cuando la autoridad se construye así, democráticamente al interior de una comunidad, se hace posible el surgimiento de esas relaciones horizontales (no jerárquicas) entre educador/a y aprendiz en las que Paulo Freire veía una de las piedras angulares de la educación para la libertad. Este tipo de relaciones están además en el corazón de las ideas de justicia epistémica y paridad participativa, ambas fundamentales para responder a los desafíos de las democracias contemporáneas y de la educación inclusiva.
La existencia de una autoridad construida colectivamente sobre relaciones más horizontales tiene variadas ventajas para los procesos educativos. Una de ellas es que abre la puerta al aprendizaje mutuo: tanto quienes educan como quienes aprenden pueden aprender unos de otros. Otra, es que permite el reconocimiento de saberes y otras producciones culturales que en contextos más jerárquicos se pasan por alto o sencillamente se anulan, como ocurrió por ejemplo en los procesos históricos de colonización, y como ocurre en realidad todavía en buena parte de nuestro sistema escolar. De ahí los esfuerzos de tantos/as educadores/as por buscar estrategias pedagógicas en las que los saberes de los y las estudiantes y sus familias puedan ser incorporados en el currículum escolar (un ejemplo muy prometedor de esto son las pedagogías basadas en «fondos de conocimiento»).
Un tercer beneficio de la interacción horizontal o paritaria es su tremendo potencial no solo para favorecer la buena convivencia al interior de las comunidades, sino también para superar la anomia social. El respeto por las normas es crucial en una democracia, pero el autoritarismo normativo no puede ser el camino, ni en política ni en educación (al menos para quienes creemos que la educación está al servicio de la democracia). Una alternativa mucho más democrática es trabajar colaborativamente por el establecimiento de relaciones paritarias en las que toda la comunidad participa en la construcción de su propia normatividad, de modo que cada uno de sus miembros ha tenido algún grado de involucramiento en ese proceso. Naturalmente, el mundo adulto tendrá un grado y un modo de involucramiento bien distinto al que podrá tener el mundo infantil. Buscar formas para que niños y niñas tengan participación efectiva en sus comunidades les exige a educadores y educadoras un gran esfuezo de creatividad, el que podemos ver en distintas propuestas contemporáneas (un ejemplo claro es el Índice de Inclusión, instrumento desarrollado precisamente para explorar formas de potenciar la participación al interior de las comunidades educativas).
Pero por difícil que sea darles a niños y niñas espacios genuinos de participación (o de «agencia», si se prefiere), nuestro deber cívico en una democracia es abrir y multiplicar esos espacios.
Nuestro sistema escolar, sumido hoy en una crisis de convivencia profunda, necesita con urgencia democratizarse; en particular, avanzar hacia la construcción colectiva de comunidades educativas en las que la autoridad docente no se ejerza desde la imposición de relaciones jerárquicas y de dominación, sino desde la paridad participativa, la justicia epistémica y, de modo más general, el reconocimiento y la valoración de la diversidad. La autoridad docente no tiene por qué ser más autoritaria que la de un gobernante democrático. Por mucho que necesitemos de normas —y claro que las necesita cualquier sociedad y cualquier comunidad educativa—, su aprendizaje no puede llevarse a cabo a costa de los ideales cívicos que lo motivan. No hay caminos para la democracia: la democracia es el camino.