«Urbanos»: No sólo se trata de música (ni de ‘likes’)
25.01.2023
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25.01.2023
En 2022 la música urbana chilena se consolidó como un fenómeno de alcances asombrosos: decenas (a veces, centenares) de millones de reproducciones en plataformas, presencia en grandes escenarios ante audiencias masivas y hasta programas de televisión dedicados a celebrar con entusiasmo su éxito. Sus protagonistas son ya figuras de las cuales conocemos conquistas y también errores. Pero en su ascenso no todo es tan novedoso —ni tan liviano— como parece. El trap, el reggaetón y sus satélites son una expresión que, sobre todo, habla del Chile del siglo XXI.
La música urbana chilena inició su historia más conocida en 2017-2018, con los primeros éxitos de gente como Marlon Breeze y Gianluca. Hoy, seis años más tarde, ya es un género enorme y diverso, aunque hay al menos cuatro rasgos que se mantienen desde esos orígenes: sus mayores exponentes son jóvenes nacidos alrededor del año 2000, y que crecieron en los barrios populares de las grandes urbes; las canciones con más éxito son las que se pueden bailar; sus letras en general se refieren a sexo, lujos, drogas o violencia (aunque hay cada vez más canciones de amor); y entre los nombres más populares las mujeres son una notoria minoría.
Entendemos por «música urbana» —un concepto que comenzó a usarse en Estados Unidos en los años 70 para calificar expresiones de barrios populares en las grandes ciudades— lo que caiga en la deriva que llevó el hip-hop a fusionarse con el reggaetón (nacido en Centroamérica, en los 90) y luego el trap (con origen en Atlanta, en los 80), con variantes cercanas al merengue urbano (que algunos llaman mambo), el dancehall jamaiquino y otros géneros que han viajado y se han mezclado gracias a las olas migratorias y a la difusión digital. Es música con pautas rítmicas similares entre canciones (cadencia agitada y pulsos entrecortados), y que no siempre se ajusta a la estructura convencional de una canción pop; por eso, no siempre lleva estribillo. Su base instrumental se construye principalmente con recursos digitales, entre los que se incluyen el procesador autotune, que afina la voz de quien canta.
En Chile, así como en buena parte de América Latina, la generación nacida en torno al año 2000 escuchó «música urbana» primero junto a sus padres, pero luego accedió a ella ilimitadamente desde sus teléfonos. Muchos jóvenes reconocen que se trata de la única música que han escuchado en sus cortas vidas.
Según los informes anuales que cada año publica la SCD (País de Músicos), desde 2019 la llamada «música urbana» es por lejos el tipo de canción chilena más escuchada en streaming (plataformas de reproducción de audios en línea tipo Spotify, y otras) y en YouTube. Las estadísticas muestran cifras de difusión muy por encima de cualquier otro género, incluso del pop o el rock clásico. En 2022, por ejemplo, el reggaeton “Una noche en Medellín”, del serenense Cris MJ, se convirtió en la canción chilena más escuchada en la historia de Spotify, con 503 millones de reproducciones (al 31 de diciembre de 2022). Desplazó de ese lugar a otro título del género, “Tak Tiki Tak”, de Harry Nach, que en 2021 fue un viral mundial en TikTok, y que en el mismo diciembre de 2022 completaba 255 millones de plays. “Ultrasolo”, de Polimá y Pailita, lleva sumadas 452 millones entre su versión original y su remix. Y el reggaeton “Cochinae”, de Julianno Sosa, contaba al cierre del año 110 millones.
En el contexto de la música chilena, estas son cifras insuperables. “Gracias a la vida”, por ejemplo, no llega aún a los 16 millones de reproducciones en Spotify; y “Todos juntos” tiene menos de tres.
Es por eso que en torno a esta expresión ascendente hay una nueva modalidad de negocio, que, como nunca antes en la historia de la música popular, convierte a los músicos en beneficiarios principales de su trabajo. La difusión digital hizo a un lado a los otrora todopoderosos sellos discográficos, dejando el camino libre para nuevos agentes y ejecutivos; en general, amigos de confianza de los propios músicos. Convenios con marcas y canje de productos, entre otros emprendimientos, han permitido que los nombres más exitosos de este género musical muestren orgullosos en redes sociales sus nuevos autos, departamentos, viajes, etc.
La difusión internacional es otro de los códigos de esta nueva forma de negocio, porque en la frecuente modalidad del featuring —lanzar una canción firmada por dos o más nombres— el cruce entre músicos de distintos países representa un mutuo beneficio. De esta manera, los chilenos se han codeado con las figuras internacionales del género: Paloma Mami con C. Tangana y con Ricky Martin; Pablo Chill-E con Bad Bunny y Duki; Polimá Westcoast, con J. Balvin; Kid Tetoon tiene un remix de su tema “Iluminati” hecho por Ozuna.
Incluso con la consabida interrupción del estallido y la pandemia, en torno a los músicos urbanos se ha consolidado en pocos años un circuito de managers, festivales, alianzas, productores y medios de comunicación que ya merece llamarse industria.
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Recién desde 2022 en adelante, la música urbana chilena ha llegado a medios y escenarios de masividad transversal, como los de la Teletón y el Festival de Viña (la venidera programación en la Quinta Vergara incluye como invitados a Polimá Westcoast y Paloma Mami), además de reconocimientos relevantes en los premios Pulsar y Musa.
En televisión, el hito más visible es la serie Urbanos. Del barrio al éxito, que TVN emite desde el 30 de noviembre todos los miércoles en «horario estelar» [foto superior]. En cada episodio, la animadora María Luisa Godoy contacta a un nombre famoso del género y sigue su rutina cotidiana, mientras le pregunta sobre su vida e intereses. Juntos visitan las espaciosas nuevas residencias de cada uno; figuras que hasta hace poco eran reticentes a los medios, pero ahora abren sus puertas y corazones. También hablan sus madres para describir las comidas que les gustan y revelar aspectos de su intimidad. Hemos visto a Marcianeke llorando al hablar de sus problemas con las drogas, a Forest pedirle matrimonio a su novia arriba de un escenario, y a Pablo Chill-E, prócer del género, comentar su interés por hacer «musica más piola» («ya no estoy escribiendo tanto trap, porque a las finales no estoy ahí en el trap, estoy más tranquilo en la casa. No puedo estar cantando de esas cosas porque no las estoy viviendo ahora»).
Emitidos ya ocho capítulos, es justo hacer notar que se aprende mucho sobre la biografía de los invitados, pero casi nada sobre sus métodos de trabajo o decisiones creativas. Cada capítulo parte con un desfile de sus cifras-récord en redes sociales y plataformas, y luego se muestran sólo extractos de sus canciones. En realidad, en Urbanos se habla de muchas cosas menos de música. Quizás porque, para la televisión, ésta es algo secundario frente el fenómeno de precoz éxito y supuesto ascenso social que marca la historia de todos ellos.
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Por mucho que hoy los matinales, portales de internet y los medios en general se deslumbren con el fenómeno, conviene decir que una moda así de impresionante no es nueva en la historia musical chilena. Ha pasado antes. Y muchas veces.
Cris MJ, por ejemplo, tenía 20 años cuando lanzó “Una noche en Medellín”, y es la misma edad con la que contaba Jorge González en 1984 y se hizo conocido con el disco de Los Prisioneros La voz de los 80. O la de Luis Dimas en 1963, año en que se popularizó su “Caprichitos”. Paloma Mami llegará al próximo Festival de Viña del Mar con 23 años, uno más que los que tenía Myriam Hernández en 1989, cuando debutó en ese mismo escenario, ya precedida por sus primeros lugares en los ránkings de la revista Billboard.
Otra comparación que tal vez resulte perturbadora: Polimá Westcoast tiene 23 años, los mismos que Alberto Plaza en 1985, cuando también estuvo en el Festival de Viña y fue luego el artista del año con su canción “De tu ausencia”.
En resumen, no es atípico que artistas jóvenes la estén «rompiendo», ni tampoco lo de su trascendencia internacional. Chile cuenta con decenas de figuras musicales —acotándonos sólo a la canción popular— que remecieron otros mercados: Lucho Gatica, Monna Bell, Los Ángeles Negros, Inti-Illimani, Los Prisioneros, La Ley o, más recientemente, Mon Laferte. Por supuesto, de ellos y ellas conocemos mucho más que su juventud o sus conquistas y sus logros económicos. En la dinámica de la música popular —la de las canciones y la forma que las personas las consumen— hay historias de vida, retratos de entornos sociales, espacios de identidad y convivencia, sueños generacionales, formas de relacionarse con el cuerpo, idearios políticos, etc.
También hay ejemplos de esto en el género «urbano» chileno. En “Facts”, comparte Pablo Chill-E: «Vengo del Chile, del Chile feo / donde niños nacen solo pa ser reos / pa’ ser de la constru’, pa ser de la calle/ Le pido a Dios que la suerte no falle». Y la siguiente es una cita a “Por dinero”, de Julianno Sosa: «Dejé la escuela por money buscar / A los 12 sabía qué era robar / A los 13 yo ya compraba el pan / Ayudé en la casa, y nunca fui de hablar».
Pero el mayor sello lírico del género transita por referencias a otros temas. Muchas canciones están centradas en marcas de ropa, de zapatillas, de autos y de joyas. Hay muchas y evidentes menciones drogas altamente dañinas (como “Tussi code mari”, de Marcianeke), que se celebran y se tratan con total naturalidad. También letras violentas, de evidente misoginia o al menos «poco apropiadas» para referirse a otras personas. “Pégate”, de Standly, es un reggaetón publicado en abril de 2022 por un chico de Santiago de 20 años de edad, y que para el 31 de diciembre pasado era la cuarta canción chilena más escuchada del año en Spotify, con 144 millones de reproducciones. Esto dice parte de su letra: «Y le pegué al TikTok, ahora se cree bailarina / Le pasé yo mi Glock, ahora se cree asesina / Mis boxers son top y ella es tremenda mina (ja) / Si fuera por mí, le rompo la vagina» .
El género muestra además composiciones de ataques entre músicos, apologías al robo, el uso de armas o al narcotráfico, y saludos a familiares en la cárcel. Es llamativo que vienen de figuras que en sus redes no hacen alusión a ningún tipo de debate social o político —ni siquiera al estallido de 2019—, y que tampoco estuvieron en las campañas por una nueva Constitución. Se hace difícil, por eso, entender al género urbano como una expresión antisistema, o al menos crítica, del modelo que impone la profunda inequidad que caracteriza a la convivencia en Chile.
Al fin, que “Ultrasolo” sea el título de una de las canciones más escuchadas del año en que un plebiscito derrumbó muchos sueños colectivos tal vez sea simbólico. Habla del país del siglo XXI y sus prioridades. Dice el estribillo: «Y aquí estoy, ultrasolo / Pensando en que me cambiaste por otro / Pensando en cómo lo perdimos todo / Pensando en cómo lo perdimos todo…».
Es común escuchar comentarios despectivos hacia un género que no sólo presenta letras y temas muy lejos de los que hasta ahora acostumbraba la canción popular chilena, sino que además se levanta con recursos musicales que podrían calificarse como limitados, de mucha tecnología y poca técnica instrumental, además de una estructura simple. Pero similares cosas se dijeron alguna vez del rock, así es que no parece inteligente mirar esta moda sin la debida atención. De quienes sí lo hacen hay cosas que aprender: medios especializados (como el podcast Microtráfico), conductores que entienden el fenómeno (como Diego González, que hoy tiene un atractivo programa en la señal en línea de Chilevisión) e interesantes columnas de análisis que a veces aparecen en medios como La Cuarta o portales especializados de música. Existe, además, un libro esencial: Historia del trap en Chile, de Ignacio Molina (2020).
La moda de la música urbana, como todas, va a pasar. Pero sus temas, así como los conflictos y motivaciones que los inspiran, seguirán vigentes en nuestra sociedad. Para entender el Chile del siglo XXI, en lo que nos gusta y en lo que no, conviene poner atención en serio a la música urbana.