El verdadero tabú sobre la reforma previsional: una respuesta
23.01.2023
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23.01.2023
«Es cierto que el sistema fue corregido en forma importante en los últimos años, a través del pilar solidario y de la reciente pensión garantizada universal (PGU), dando dignidad para aquellos que no lograron generar un fondo que les asegure esquivar la miseria en la vejez. Pero aún tenemos pendiente como país la discusión sustantiva: ¿queremos un sistema que compense las desigualdades justas e injustas? ¿O acaso sólo las justas? ¿O que, como en el sistema actual, solo asegure un piso mínimo y se despreocupe de las desigualdades?»
La siguiente columna responde a «El tabú del cambio de la edad legal de jubilación para mujeres», texto de Elisa Cabezón publicado en CIPER-Opinión el 17.01.2023
En el siglo XVIII, la esperanza de vida en Gran Bretaña no superaba los treinta años, y la situación era aun más grave en los grandes centros urbanos, como Londres o Edimburgo. Dos pastores escoceses, Robert Wallace y Alexander Webster, buscaron junto al matemático Colin Maclaurin la forma de compensar, en la vida de su viuda e hijos, el infortunio de la muerte prematura de un pastor. El sistema vigente consistía en fijar una cuota individual que conformara un fondo colectivo para pagar directamente a la familia del fallecido. Si bien este fondo ayudaba el primer año, condenaba a la familia del difunto a la miseria el resto de la vida. La propuesta de estos escoceses consistió en ocupar las cuotas como un fondo de inversión que permitiera financiar a los familiares tanto con el capital como con la rentabilidad obtenida [FERGUSON 2008]. Nació así, en 1748, el primer seguro catastrófico de la modernidad.
Habiéndose definido el objetivo del instrumento —compensar a la viuda e hijos de un pastor que fallece prematuramente, evitando su subsistencia en la miseria—, la genialidad de estos escoceses consitió en hallar la técnica que permitiera su sustentabilidad:
Cada pastor había de pagar una prima anual que iba de 2 libras con 12 chelines y 6 peniques a 6 libras con 11 chelines y 3 peniques. Luego se empleaban los ingresos para crear un fondo que pudiera invertirse de forma provechosa a fin de que rindiera las ganancias suficientes para pagar a las nuevas viudas anualidades de entre 10 y 25 libras en función del nivel de prima que se hubiera pagado, y para cubrir los costes de gestión del fondo [Ibid.].
La solución fue técnicamente tan buena, que el fondo aún sigue vigente y otorgando pensiones y coberturas ante catástrofes (se le conoce como «fondo Scottish Widows»).
Ciento treinta años más tarde, en 1880, Otto von Bismarck aplicaría estos conceptos en Alemania, conformando el primer sistema de seguros públicos que compensara los infortunios de una vejez sin recursos, una enfermedad catastrófica o una muerte prematura. Para Bismarck, lejos de representar una reivindicación socialista, aplicar en forma general estos seguros iba a permitir «engendrar en la gran masa de los desposeídos el estado mental conservador que brota del sentimiento de tener derecho a una pensión» (ibid.). Veintiocho años más tarde los ingleses replicarían los mismos seguros públicos, lo que les valió la denominación de los primeros «Estados de bienestar».
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En nuestro país, los seguros catastróficos y la seguridad social tienen una larga historia, de debates públicos, foros académicos, definiciones ideológicas y anécdotas. En un famoso texto de 1927, quien fuera el gran promotor y defensor de los derechos de los trabajadores con discapacidad física provocada por accidentes laborales, doctor Ezequiel González Cortés, declaraba:
Ha sido inspirado este nuevo esfuerzo en el anhelo ferviente de crear, a las clases laboriosas de la sociedad, el bienestar indispensable a la vida humana de que han carecido hasta hoy, proporcionándoles el mínimum de seguridades contra la miseria, la necesidad, y el alivio en las horas de prueba, a fin de hacer posible la perpetuación de esta raza chilena, legendaria por su vigor y patriotismo, aunque tan desventurada que aún espera las medidas de salvación y de dignificación a que debe proveer el Estado en toda sociedad civilizada. [GONZÁLEZ 1927]
Las iniciativas legales que comenzaron a consolidar el sistema de seguridad social en Chile, desde 1924 en adelante, permitieron, al igual que la fórmula escocesa 176 años antes, financiar colectivamente a aquellas personas que sufrían infortunios asociados a la enfermedad, a una vejez sin recursos o una muerte prematura. Las personas que enfrenten estas dificultades no estarán nunca más solas: el Estado, a través de sus instrumentos y soluciones técnicas, les permitirá evitar la miseria y la necesidad. Nuestra solución técnica consistió en un sistema de reparto que, a la postre, sin mejoras ni actualizaciones adecuadas (como nos ocurre actualmente) fue acumulando hasta 1980 un déficit de financiamiento que implicó una importante carga fiscal.
El 4 de noviembre de 1980 la Junta Militar publicaba el Decreto Ley 3.500, creando un nuevo sistema de pensiones que daría un giro radical en la forma de entender la seguridad social en nuestro país: cada individuo obtendría una pensión que reflejase los éxitos o fracasos cosechados en su vida laboral (sistema de capitalización individual), y el seguro catastrófico solo aplicaría en caso de invalidez laboral. Esta simple idea fue tan revolucionaria, que marcó un hito en las políticas públicas de finales de siglo XX en todo el mundo.
¿Por qué resultó ser tan revolucionaria? Por su inspiración radicalmente individualista: el monto de la pensión de vejez reflejará lo que cada persona logre ahorrar, y punto. Los más exitosos, sea por mérito o azar, tendrán mejores pensiones; y los menos, sea por falta de mérito o infortunios, tendrán una baja o nula pensión.
A la tragedia de una vejez sin recursos no se le da cobertura; es más: es una solución posible del sistema. Así, una mujer que debe postergarse laboralmente entre sus hermanos para cuidar a una madre con mieloma múltiple tendrá una menor pensión. Un hombre con déficit cognitivo y problemas para insertarse laboralmente estará condenado a la miseria. Una mujer dependiente de la pasta base y con problemas de inserción social estará condenada a una vejez en la pobreza. Un colectivero que no se impone tiene un viaje seguro hacia un envejecimiento con necesidades materiales.
La reforma chilena de 1980 tiene una diferencia importante con la originada en Escocia 232 años antes: moralmente no tiene inconvenientes con la miseria, no busca corregirla, asume que quien ahorra menos es simplemente menos meritorio. A diferencia de los filósofos de la justicia (de Kant a Rawls), la solución previsional de la dictadura ni siquiera distingue entre las desigualdades que son originadas por el esfuerzo (desigualdades justas), de aquellas que no lo son —como el infortunio de una enfermedad— (desigualdades injustas).
Sea cuidadora de una madre con cáncer o un trabajador informal, tenga déficit cognitivo, pierda sus años labores superando una adicción a una droga, o cualquier otra causa, no nos importa: ahorra menos tiene menos pensión.
¿Por qué aquella reforma ideada por José Piñera marcó un hito en las políticas públicas en todo el mundo? Porque sus supuestos son tan radicales que pocos países podrían democráticamente optar por ella. En nuestro país no hubo deliberación democrática y, como es de público conocimiento, la promoción del régimen hacia la reforma se hizo a través de fantásticos argumentos técnicos, todos de corte utilitaristas a-la-Bentham (la maximización del bienestar social es la sumatoria del bienestar individual). Por ejemplo, con la promesa de una tasa de reemplazo cercana al ciento por ciento, dado el vigor, en esa década, de los activos de renta variable en el mundo. De más está decir que aquello no ocurrió.
Es cierto que el sistema fue corregido en forma importante en los últimos años, a través del pilar solidario y de la reciente pensión garantizada universal (PGU), dando dignidad para aquellos que no lograron generar un fondo que les asegure esquivar la miseria en la vejez. Perfecto, un piso mínimo. Pero aún tenemos pendiente como país la discusión sustantiva: ¿queremos un sistema que compense las desigualdades justas e injustas? ¿O acaso sólo las justas? ¿O que, como en el sistema actual, solo asegure ese mínimo y se despreocupe de las desigualdades?
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El problema con quienes, como Elisa Cabezón, reducen este debate sólo a sus aspectos técnicos, es que, si bien suman aportes al diagnóstico, lo hacen siempre como condición de segundo orden, y esquivan la discusión sustantiva. Su columna habla de «el tabú» que es discutir el aumento de la edad de jubilación de las mujeres chilenas a los 65 años. Pero el tabú es otro, no nos perdamos. Es cierto que «una mujer que logra cotizar la misma cantidad de años y por el mismo sueldo que un hombre, tendrá una pensión un 42% menor que la de él» —nadie lo duda—, pero el problema sustantivo en nuestro país es que muchas trabajadoras no logran cotizar la misma cantidad de años que los hombres debido a desigualdades justas e injustas (flojera, talento, suerte, cuidado de terceros, discriminación laboral, entre otras), y que a nadie parece importarle.
¿Cómo compensamos, como sociedad, a las mujeres que por cuidar a hijos, madres, padres, tíos o tías no lograrán juntar lo suficiente para obtener una buena pensión? ¿Permitiremos que aquel que se dedica toda su vida a retirar la basura de nuestras casas reciba una pensión mínima o, sea cual fuere su situación de vida, lo compensaremos por hacer esta dura función? ¿Compensaremos a aquellas personas que, por falta de inteligencia (acaso no existe una desigualdad más injusta) han tenido trabajos más precarios y lagunas más largas, y para quienes la pensión mínima es la única opción?
Hace un par de años, en un foro denominado «¿Hay realmente injusticia en la desigualdad?», Patricio Fernández reivindicaba del siguiente modo a las víctimas de las desigualdades injustas: «Solo un canalla prefiere al hijo rubio que al moreno, al sano que al enfermo, al robusto que al patuleco». En la discusión previsional debemos comenzar a preguntarnos lo mismo, tal como hizo John Rawls en su Teoría de la Justicia (1971), aburrido del utilitarismo en boga. ¿Generamos un sistema de pensiones que maximice el bienestar de cada individuo, sin mirar a quién está detrás del velo; sea rubio o moreno, sano o enfermo, robusto o patuleco, inteligente o lento? ¿O nos limitamos solo a corregir las desigualdades injustas? ¿O acaso cada uno debe financiar su pensión sobre la base de sus éxitos o fracasos, sin importar el origen y la justicia que hay en ello?
Una vez que deliberemos aquello —que es lo sustantivo, el verdadero tabú—, recién, y al igual que los escoceses, podremos hablar de lo técnico: expectativas de vida, tablas de sobrevivencia y edad legal de jubilación.
Que no se me malinterprete: sé que la columnista hace rogativas para mitigar a algunas desigualdades injustas; por ejemplo, cuando señala que «se debe avanzar en corresponsabilidad; el cuidado de hijos y del hogar debe ser compartido entre hombres y mujeres de forma equitativa». Pero, valiéndome de su definición, exijo romper el tabú con mucha más fuerza y ahínco.
Primero, no podemos esperar que el mercado laboral corrija sus propias distorsiones; eso sería tirar la pelota para el siglo XXII. Y, segundo, exijo un debate que incluya a Kant, Bentham, Pareto, Kaldor y Rawls, entre otros; es decir, debatir y contrastar todo el espectro de posibilidades en materia previsional, desde un sistema de pensiones completamente utilitarista, como el de 1980, pasando por el actual (utilitarista corregido o utilitarista con dignidad), uno de compensaciones cruzadas (compensamos a los débiles, menos talentosos, sacrificados, cuidadores o desafortunados), e inclusive un sistema fuertemente igualitario, en el que se permitan desigualdades y acumulación en la vida laboral activa, pero con flujos de pensiones igualitarios en la vejez. No tengamos miedo: estamos en democracia, llevamos 42 años con un sistema defectuoso y nos encontramos ad portas de iniciar un nuevo proceso constituyente. ¿Qué mejor momento, entonces?