Año nuevo, fuego nuevo
31.12.2022
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31.12.2022
«Los incendios nunca se extinguen, nunca estamos totalmente a oscuras ni por completo iluminados; un calor gélido consume incesante el suelo que pisan los años que se van.»
Desde que Prometeo robó el fuego a los dioses, los incendios no paran. Los intencionales o los negligentes, me refiero. Fuego hubo antes y habrá después. El planeta se formó a partir de una masa incandescente que luego comenzó a enfriarse para que la vida surgiera y prosperara. El actual cambio climático favorece siniestros casi en todo el mundo. Descontando lo anterior, como un ejercicio de imaginación tratemos de vislumbrar al primer humano que ve caer un rayo del cielo y combustiona un árbol, o parte una roca con su filo de luz: difícil dimensionar el estremecimiento de una experiencia como aquella. Sabemos que el fuego pasa a ser uno de los grandes símbolos de poder, ciencia y religión, como en el zoroastrismo. La alimentación cambió y la armamentística, también, merced al arte de los herreros. Al año cero del calendario de nuestra era, no sabemos si pasaron quinientos mil o hasta dos millones de años desde la domesticación del fuego, y el Evangelio de Mateo (3:11) pone en boca del ermitaño Juan que el que viene bautiza con fuego. Más incluso, Jesús dice que él no trae la paz, sino que la espada (Mt, 10:34), y las espadas se forjan y templan previo caldeo en la fragua.
El mito de Prometeo alude también a la renovación ritual del fuego. El fuego sagrado de la polis no se alimenta con un madero cualquiera, con nada que sea impuro, y según también nos cuenta Louis Séchan, «todo acto culpable realizado en su presencia revestía carácter de sacrilegio»; asimismo, a su alrededor se llevaba a los recién nacidos. Pero una vez al año es apagado, todo queda a oscuras. Se vuelve a encender en un rito de renovación, y se aviva con incienso, aceite, grasa de víctimas propiciatorias y se invoca su protección. Este fuego renacido se compartía a cada familia y grupo para encender cada hogar nuevamente. En América, tan dada al culto solar, aún persisten ceremonias de acuerdo a los solsticios y equinoccios.
De toda esa riquísima memoria mítica, vestigios nos quedan en nuestros ritos de fin de año como comprar ropa, una cena de año nuevo, supersticiones, voladores de luces, y abrazos muchas veces obligados entre la jarana y la borrachera. En Chile, ya comenzó la temporada de incendios, casi siempre en la Región de Valparaíso, y las pérdidas y el dolor no se apagarán con las lágrimas ni con la verborrea de los balances postreros de otra vuelta planetaria. Los incendios nunca se extinguen, nunca estamos totalmente a oscuras ni por completo iluminados; un calor gélido consume incesante el suelo que pisan los años que se van. «Un año más, ¿qué más da? / ¿Cuántos se han ido ya?». Años de cambio, ¡qué duda cabe! Cambios sin transformaciones.
La domesticación del fuego la hemos perdido, la distinción entre lo sagrado y lo profano. He visto a parrilleros avivar la flama con colillas de cigarros, envases de plástico y aluminio. Los focos incendiarios jamás desaparecen, y de vez en cuando se expanden como turbas incandescentes; y una cosa es apagarlos, pero muy otra extinguirlos. A lo más son «controlados», como los estallidos sociales o las revueltas ciudadanas o los desmadres del lumpenaje. Las raíces de nuestras vidas de hoy siguen ígneas bajo la ignorancia, el discurso moral, el resentimiento y los buenismos bienpensantes. Si Nikos Kazantzakis declaró que «no amo al hombre, sino la llama que lo devora», ciertamente, no se refería a ninguno de los siniestros incendiarios que saco a colación, ni a los literales ni a los metafóricos, porque lo que hoy nos consume el corazón no es un fuego, sino que un gélido deseo de tener el privilegio del que otro goza con productos de estatus y promesas espurias.
El fuego del corazón, el incendio de la sed de vivir, está controlado con un acceso al consumo que hipoteca la libertad de ser, vía tarjetas, deuda, robo o estafa, da igual. Lo importante es tener, y eso está por encima de cualquier otra consideración al otro. Y esto no es autoflagelarse, simplemente es así, no hay que escandalizarse. Hay que ver las cosas cómo son, cómo están siendo; más que pueblo, somos parte de una masa sin mayores lealtades ni adscripciones, de allá para acá según los estímulos de las manos que nos «amasan», un volumen sin rostro definido ni estructura ósea que nos sostenga.
Mientras la clase empresarial (de los grandes empresarios, de los que cortan el queque) hace sus balances en torno a la competitividad, productividad y de la que nos salvamos gracias al rechazo del 4 de septiembre —fecha en que antaño se realizaban los comicios presidenciales, en memoria y homenaje al primer grito de libertad independentista de Carrera en 1811 (tomándose el poder sin disparar un solo tiro)—, y las calles se atiborran de comercio ambulante, lanzas y pendencias a la sombra de nuevas mafias, vuelvo a un poemario de 2020 de Marcelo Uribe L’Amour: Incendio controlado momentáneamente:
Algunos hacen de sus hijos
padres peores de los que ellos huían:
los adulan o los abandonan,
los dejan sin palabras
o no les enseñan qué significan.
Esta es la genealogía que hemos construido; la divina cólera de Aquiles hoy éste «la hunde en otro hijo… La ira les da su apellido / y los adopta». Nuestra barba de viejos «choca por nosotros / contra ese pedazo candente de la realidad que se llama…» ceniza (con perdón del poeta que eligió otro vocablo: ‘dolor’).
Pienso más bien en la ceniza, en el rescoldo, porque ahí aún no se apaga el fuego, y hay que hundir la mano ahí para que duela, con los ojos en sístole y diástole feroces, la única forma en que se pueda entrar por la mirada del galán: «¿Quién podría atravesar esa escotilla fría y ligera, / esa pupila inconclusa, ese imposible cristal? / Hasta ahora, perrito, la tecnología no lo permite». O también darle con «una ortiga blanca sobre el párpado» para que pueda ver «lo que nos dejan los sueños: / escombros, basura a fin de cuentas», en una naturaleza muerta con tele a tubos, como titula un poema, donde «se prohíbe botar escombros. / Pero lo espiritual de esta generación es la basura», remate que parafrasea un verso de A. R. Ammons.
¿Y si en verdad estamos parados sobre un basural, un vertedero o un escombraje de discursos, eslóganes, consignas, cuentos mal contados, de historias perdidas en el tiempo y el espacio, de memorias que nada nos dicen o de plano mienten? Sucede que ya no hay dónde meter más basura. Habrá que quemarla entonces. ¿Dónde hallar el fuego nuevo para una tarea de ecología humana como esta? Difícil, cuando tantos focos aún perviven; las llamas promiscuas de otros incendios no dan la chispa prometeica. Pongamos que así sea nuestro mundo, y los versos dan aliento:
Esta es mi casa. El río habla
y su incipiente alfabeto me incita a sonreír,
aunque casi toda la evidencia de este mundo
me incite a lo contrario. En la ropa que cuelga recién lavada
se reflejan las desnudeces y los quebrantamientos de la nación.
La casa es la palabra, el lenguaje; y el río de su habla es, si no para la risa, estímulo a sonreír. Nos vestimos de discursos; las palabras se han lavado, se acabó lo de «Plaza Dignidad», se lavó ese espacio y vuelve a ser Plaza Italia o Baquedano; las paredes se han remojado y los grafitis se diluyen o se pinta encima; no hay «presos de la revuelta», sino que saqueadores y delincuentes… Si tomamos todos los enunciados a partir del octubrismo —de uno y otro lado, de todas las orillas—, y los echamos a la lavadora, o se lee otra cosa o no se lee nada; ni la revuelta se sostuvo ni el establishment comprende lo que sucede. Y los que viven lejos y protegidos de estos desórdenes, abanicados con un poder sin contrapeso, hacen su negocio con la inseguridad y las peleas: hay que mover el saco para que los ratones peleen y no horaden su prisión.
Y vuelvo a ese verso de Enrique Lihn: «De la ropa sucia, que se lava en casa, no se puede hacer una bandera blanca»; pero a lo menos servirá de mantel para la cena de Año Nuevo, donde derramaremos los tragos, la comida, y a hurtadillas nos limpiaremos la jeta con él, y capaz que también para bailar cueca lo usemos, mientras suena la Canción Nacional, y Tommy Rey entra con “Un año más” y “El galeón español”, porque en esto que hace, Tommy Rey es el rey, con clase, alegría y amor. Y afuera, revientan los fuegos artificiales a falta de los fuegos naturales del corazón que pocos quieren despertar. Pero despiertan alguna vez.
Sé que despiertan esos fuegos, la llama nueva en personas entregadas en cuerpo y alma a un anhelo, un sueño; que a su vez encienden otros fuegos en quienes los rodean. Quizás en estos momentos hay niños como el niño Gunther Uhlmann hoy de 70 años, un matemático chileno cuyos hallazgos se aplican en la tomografía y los estudios sismológicos; o aquellos que el 13 y 14 de enero próximo en el Caupolicán harán que por vez primera se escuche en vivo en Santiago la Octava Sinfonía de Mahler. A todos ellos, en cada uno, hay un fuego que los devora, una sagrada llama que, quiérase o no, renueva la convivencia del hogar, la calidez y la luz en un mundo ciego ante sí mismo, donde «un niño le anuda los cordones a su hermano chico… Y los hermanos siguen ahí en medio nuestro, / calcinando el odio de los demás».
¿Cómo robar ese fuego sagrado?
Ahora que todavía es tiempo.
Ahora que tu cara es suave y redonda
y solo ha chocado con padres inconclusos,
ahora que no conoces el dolor
que endurece lo de adentro
ni has tocado con los ojos la aridez humana.
Ahora es tiempo para añadir
una hora al abrazo
para rendir las circunstancias
al país de la ternura:
un país —por el momento— efímero.
Una península que podrá
ahogarse en la memoria
y resistirá, sin embargo,
a lo largo de tu vida.
Ahora que todavía es tiempo.
¿Qué padre les hablará así a sus hijos? Feliz Año Nuevo.