«Acuerdo por Chile»: la eterna transición
22.12.2022
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22.12.2022
Diversos resguardos ante el nuevo acuerdo constitucional presentan las autoras de esta columna para CIPER. Una conciencia democrática y feminista no puede dejar de estar alerta a las renuncias que el nuevo proceso ha impuesto como marco del debate: «Si la resolución de esta crisis se juega exclusivamente en una correlación de fuerzas institucional inclinada fuertemente de manera contingente a conservar lo que existe, podremos obtener una Constitución escrita en democracia, pero no una solución ni un alivio a los numerosos males y urgencias.» [más de CIPER-Opinión, en #NuevaConstitución]
La dificultad de interpretar y la imposibilidad de atribuir una orientación común a la compleja configuración subjetiva de las inmensas capas ciudadanas que tomaron parte de la revuelta social antes y que concurrieron a las urnas en sufragio obligatorio después es un problema del conjunto del espectro político chileno, partidario y no partidario. ¿Qué opinan de este nuevo «Acuerdo por Chile» las mayorías no organizadas en partidos ni movimientos, esos millones de gentes de a pie? ¿Cuál es la centralidad y la capacidad que le atribuyen en general a la deriva constitucional en la resolución de la crisis? ¿Cómo se manifiesta y a qué elementos contingentes y estructurales atribuyen las mayorías la crisis misma?
Son preguntas complejas que no parece prudente ni suficiente responder desde los términos binarios propios de un plebiscito. En las respuestas a esta pregunta se juega mucho. Por más que se excluyan del nuevo proceso los mecanismos de autorrepresentación extrapartidarios y que se incorporen tutelas y amarres varios, será en última instancia el conjunto de la población la que decidirá mediante el voto el destino de la propuesta que emane el nuevo órgano constitucional. Más allá del texto constitucional, de estas respuestas dependen también las configuraciones y orientaciones políticas en curso.
Hemos dicho ya en otros momentos que el nuevo proceso constitucional no representa una continuidad del proceso anterior, sino su negación. Las llamadas «doce bases constitucionales» son, quizá, una de las mayores expresiones de ello. En estas bases queda de manifiesto lo que a ciertos sectores de derecha y del oficialismo les resultó más doloroso e inaceptable de la propuesta rechazada el 4 de septiembre. En ellas no se asoma la cuestión de la propiedad de la vivienda ni la heredabilidad de los fondos de pensiones, pues los ámbitos de su interés no son ni fueron nunca esos. En cambio, se hacen allí presentes resguardos que pretenden impedir transformaciones al sistema político, afirmando por ejemplo la vigencia de la institucionalidad impugnada (el Senado, la iniciativa exclusiva del Presidente, el Estado de Emergencia, Carabineros) y de sus marcos históricos (la existencia de una única nación chilena). Sin embargo, fuera de estos aspectos, la mayor parte de estas «bases» propuestas son, por sí mismas, lo suficientemente ambiguas y generales como para cumplir el propósito, deseable para la élite, de otorgar la certeza de continuidad institucional y al mismo tiempo dar lugar a una diversidad de interpretaciones posibles. Es precisamente para introducir una prevención adicional ante esta última posibilidad que el acuerdo contempla una de sus mayores joyas antidemocráticas: el Comité Técnico de Admisibilidad.
Este Comité Técnico es, en un sentido muy preciso, un Tribunal Constitucional inserto en medio del nuevo proceso. Dotado de la facultad de interpretar las bases constitucionales, retiene una de las principales potestades de cualquier proceso constituyente: decidir en última instancia las normas que harán parte del proyecto constitucional. Este Comité Técnico de Admisibilidad no sólo está habilitado para desarrollar, a la luz de las normas aprobadas por el Consejo Constitucional, una interpretación de las bases constitucionales, sino que tiene la facultad de hacer prevalecer ante todo y de manera inapelable dicha interpretación, pudiendo echar abajo una norma aprobada por una súper mayoría del órgano constituyente y, así, excluirla definitivamente del debate.
El Comité podrá pronunciarse a requerimiento de una quinta parte de los electos o dos quintas partes de los designados. Podrá argumentarse, por ello, que en tanto no actúa de oficio sino que su funcionamiento es el resultado de una decisión política de los integrantes de estos órganos, podríamos estar frente a una instancia que no sea nunca convocada, sino que opere del mismo modo en que lo hizo la Corte Suprema en el proceso anterior: bajo la eficacia de la amenaza. Esto es posible. Pero son sus facultades antidemocráticas, el riesgo de legitimidad que podría suponer su accionar, lo que convierte al Comité, ante todo, en una herramienta destinada a garantizar la hegemonía de las fuerzas políticas que suscribieron el Acuerdo más allá de la composición democrática eventual del órgano constituyente. Es a partir de esta dinámica, hecha posible por la relación entre las instancias que define el acuerdo en un contexto desfavorable de correlación de fuerzas para los sectores transformadores, que podemos anticipar que, en gran medida, los contenidos de la propuesta constitucional están ya determinados.
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En los días en que el alargue del Acuerdo hacía pensar en la posibilidad de que éste pudiera no concretarse, el presidente Gabriel Boric declaró que era preferible un acuerdo imperfecto a no tener ninguno, y conminó a los partidos a entregar certezas a la ciudadanía. Ahora que el Acuerdo se ha cerrado y que su diseño está a disposición para ser revisado, podemos comprender a qué refiere esta certeza: la certeza de continuidad, no del proceso constitucional anterior, sino de la estructura política, el andamiaje institucional que entró en crisis y que, en los términos del acuerdo suscrito, parece reiniciar el camino de una permanente transición. Es posible identificar aquí un punto medular de consenso entre oficialismo y oposición. En el último tiempo, tanto el Partido Republicano como los partidos de Chile Vamos, que jugaron un rol de oposición durante los gobiernos de la ex Concertación, se han presentado como los grandes defensores de la transición democrática. Recientemente el presidente Gabriel Boric ha afirmado con fuerza un relato en la misma línea. La idea de la transición como un eterno presente que se va paulatinamente ajustando, hasta acercarnos en una progresión infinita y a paso de tortuga a mejores condiciones de vida, parece contener la idea de que es posible generar esas mejoras sin que haya ningún salto histórico, ningún quiebre. Esta lectura de la transición omite que ella misma estuvo empujada por gigantescas protestas populares en el contexto dictatorial —a las que no se rinde ningún homenaje—, y omite también que su sostenibilidad puede ser muy difícil de mantener en un contexto nuevo, marcado ya no por la necesidad de contar con un régimen democrático, sino por tendencias crecientes al autoritarismo e ideologías de odio gestadas en el marco de esta democracia.
La discusión pública respecto del acuerdo ha tenido en su centro esto, la cuestión de la democracia, y es claro que tal noción encierra sentidos muy distintos en el debate. Quienes defienden el carácter positivo del Acuerdo lo hacen ante todo señalando que, atendida la desfavorable correlación de fuerzas, este permite al menos cumplir el objetivo de dotarnos de una constitución escrita en democracia. Sin embargo, en la defensa de esta noción de la democracia se respalda al mismo tiempo un evidente e indiscutible retroceso democrático en términos del proceso que dará lugar a dicha propuesta.
En este marco de retroceso general, pareciera ser que el único elemento democratizador que se ha permitido que subsista en el nuevo proceso es la cuestión de la composición paritaria, tanto del Consejo Constitucional como del Congreso de Expertos (y, eventualmente, del Comité Técnico de Admisibilidad).
En el contexto del Acuerdo firmado el 15 de noviembre de 2019, la cuestión de la paridad como principal horizonte feminista respecto del proceso constituyente apareció como un problema para diversos sectores en el movimiento, que remarcamos la importancia de no agotar allí los horizontes del feminismo en un proceso que adolecía también de un gran defecto democrático: la continuidad del terrorismo de Estado como respuesta del régimen frente a la revuelta abierta, y la impunidad de las violaciones a los derechos humanos y sus responsables políticos. Es que, aislada, la paridad es contradictoria: es indudablemente un testimonio de la fuerza política del movimiento feminista y, al mismo tiempo, un elemento capturado para la validación pública del Acuerdo. Esto subraya la relevancia de que las feministas podamos enfatizar la necesaria relación entre este piso habilitador y aquellos otros elementos que han configurado los mínimos democráticos que hemos defendido, pues es el aislamiento de estas conquistas lo que bien puede allanar —-ya lo hemos visto— el camino hacia su rápida despolitización, así como la posibilidad de su cooptación.
En un escenario en que estos mínimos ya no son defendidos transversalmente como tales, el «realismo político» [ver «Acuerdo Constituyente: el retorno del realismo político», en CIPER-Opinión 14.12.2022] parece ordenarnos asumir estos retrocesos como si fuese una alternativa viable prescindir de la democracia del proceso en pos del fin que se busca. ¿Qué hacer ante un escenario que demanda una renuncia semejante? Si se funda esta orden de renunciar a la democracia del proceso en la correlación de fuerzas con la que contamos, ¿qué han hecho las fuerzas oficialistas para cambiar esta desfavorable correlación de fuerzas y qué podrían hacer? Y, siendo evidente que las fuerzas que participan en esa correlación de fuerzas no son sólo aquellas que están en el gobierno, ¿qué cartas tenemos para tomar en este asunto las fuerzas políticas transformadoras que hacemos parte del movimiento social?
Como integrantes del movimiento social y como feministas tenemos la convicción de que el conflicto social abierto en nuestro país encuentra sus causas profundas en la precarización generalizada de las condiciones de vida de las mayorías, en la estructural desigualdad social en todo orden —sexual, económica, racial, de poder—, y en las formas institucionales y jurídicas que las sostienen y reproducen. Si la resolución de esta crisis se juega exclusivamente en una correlación de fuerzas institucional inclinada fuertemente de manera contingente a conservar lo que existe, podremos obtener una Constitución escrita en democracia, pero no una solución ni un alivio a los numerosos males y urgencias. Desde el campo de acción que nos es propio, tenemos numerosos desafíos. Si antes del 4 de septiembre era común atribuir a las movilizaciones masivas de manera más o menos transversal una expresión de la voluntad mayoritaria, después del plebiscito estas demostraciones no se asumen como algo incontestable. El papel de la denominada «calle» ha sido y es tan central como irremplazable, pero insuficiente para la magnitud de los desafíos abiertos. Es necesario movilizarnos, pero no basta. Requerimos hoy avanzar en la construcción de una andamiaje organizativo estable y de amplia inserción social por abajo, que sepa combinarse con las herramientas comunicacionales que permitan difundir masiva y articuladamente las propuestas transformadoras, las alternativas programáticas construidas desde abajo, que permitan combatir las mentiras y fisurar, con alcance, el monopolio comunicacional hegemonizado por quienes detentan el poder económico y político. Esas tareas urgentes orientan, en lo que viene, los esfuerzos de nuestro actuar.