La escuela en crisis y la opción de la educación alternativa
12.12.2022
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12.12.2022
No sólo las secuelas de la pandemia amenazan hoy a la educación escolar chilena. En columna para CIPER, un especialista en el área observa más detenidamente que la escuela, como espacio de formación y comunidad, puede estar pasando por el momento más difícil de su historia: «La crisis es compleja y su solución pasa por muchas acciones en distintos niveles. Una de ellas es mirar lo que ya están haciendo las escuelas que proponen alternativas a la escolaridad tradicional.»
Hace veinte años, y tras una revisión de las tendencias económicas, sociales, políticas y culturales más relevantes para el mundo de la educación, expertos de la OCDE se dieron a la tarea de proyectar escenarios en los cuales la escuela podría encontrarse veinte años después (o sea, hoy). Dentro de esas proyecciones, se consignaron dos posibles escenarios de «desescolarización», descritos así porque suponían un declive de la escuela en tanto institución social: la escuela dejaba de ser la institución principal de socialización de la ciudadanía y era reemplazada por otras formas de educación masiva.
Uno de estos dos escenarios de desescolarización proyectaba la posibilidad de que el lugar de la escuela fuese tomado por una «sociedad de las redes» (network society), en la que los estudiantes dejarían de asistir a lugares físicos llamados «escuelas» y su aprendizaje ya no estaría a cargo de profesionales de la enseñanza llamados «profesores». Los ambientes virtuales se tomarían la escena educacional. El otro escenario posible de desescolarización se describía como «catastrófico», y estaba asociado a un «éxodo de profesores» que obligaría a las escuelas a cerrar o, alternativamente, a continuar operando con sustitutos sin formación pedagógica idónea.
Si bien ninguno de estos dos escenarios temidos se ha hecho realidad en Chile, el estado actual de nuestro sistema educativo —sobre todo, tras la pandemia— mantiene intacta la amenaza sobre la legitimidad e incluso la existencia misma de la escuela. Considérese, por ejemplo, el hecho de que tenemos cada vez menos postulantes a las carreras de pedagogía, así como una tasa preocupantemente alta de abandono de la profesión docente. Si esta tendencia se perpetúa (y hasta ahora no hemos logrado hacer nada para impedirlo), llegará un momento en el cual no habrá suficientes profesores para todas nuestras escuelas. De hecho, en la actualidad ya ocurre que muchas de nuestras aulas no están a cargo de profesionales con la preparación idónea para enseñar lo que enseñan.
Pero la continuidad y, sobre todo, la legitimidad de la escuela en tanto espacio genuinamente educativo se ve amenazada además por otras razones, dentro de las cuales se cuentan el alza creciente de la violencia escolar, el deterioro de la salud mental al interior de las comunidades educativas, la brecha de aprendizajes entre los grupos socioeconómicos, la lentitud recalcitrante de la innovación educacional y la falta de reconocimiento a saberes y otras producciones culturales excluidas del curriculum escolar. La pandemia y la pospandemia nos ha obligado a enfrentarnos cara a cara con estos problemas, pero se trata de deudas que la escuela arrastra desde hace tiempo, incluso desde sus orígenes. Hay, por cierto, quienes han perdido toda esperanza de que la escuela pueda realmente responder a estos desafíos, acaso porque se han convencido de que cualquier tipo de escolaridad es intrínsecamente negativa para la sociedad. Desde esta óptica, no hay nada que podamos ni debamos hacer para salvar la escuela. Honestamente, no sé si se pueda decir algo para cambiar esta manera de ver las cosas. En esta columna, sin embargo, les hablo más bien a quienes siguen creyendo en las posibilidades de la institución escolar como herramienta para el florecimiento humano: a quienes, sin negar que la escuela puede estar atravesando por el momento más difícil de su historia, mantienen la convicción de que es posible y deseable salvarla del colapso total.
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Naturalmente, en el espacio de esta columna de opinión no puedo abordar en profundidad ninguno de los problemas antes mencionados. Quiero focalizarme solo en un fenómeno que, a mi juicio, podría ayudarnos a ir un poco más allá de los diagnósticos y ofrecernos algunas acciones concretas para poder realizar las transformaciones profundas que nuestro sistema escolar necesita.
Me refiero al fenómeno de la educación «alternativa»; y, en particular, a las así llamadas «escuelas alternativas», que en los últimos años han venido apareciendo con fuerza no solo en Chile sino en varios países. Este auge de lo alternativo impulsó, en 2012, la creación de REEVO, un proyecto colectivo internacional que promueve la construcción colaborativa de conocimientos y redes de educación alternativa, y que a la fecha ha registrado la existencia de más de 1.300 experiencias educativas alternativas en América Latina, España y Portugal [1].
Los proyectos educativos de las escuelas alternativas pueden ser muy diferentes entre sí, pero todos ellos ofrecen formas pedagógico-curriculares bien diferentes a las que encontramos en la mayoría de las escuelas «oficiales» (es justamente esto lo que las convierte en escuelas alternativas). Se trata de propuestas que, de un modo u otro, desafían los supuestos habituales respecto de cómo deben operar y estructurarse los espacios educativos. Por eso es que tenemos que aprender de ellas si de verdad queremos avanzar en los desafíos de transformación escolar tan urgentemente demandados en la actualidad. De hecho, históricamente algunas reformas educacionales que se han podido llevar a cabo provienen precisamente de prácticas nacidas en escuelas alternativas.
En línea con lo anterior, algunos investigadores han señalado recientemente la necesidad de que el estudio de las escuelas alternativas tenga más espacio en la investigación educacional contemporánea, toda vez que sus prácticas pedagógicas constituyen «elementos innovadores que dan respuesta a los vacíos que la escuela convencional deja al no responder a las necesidades humanas y sociales que crea el nuevo orden mundial en la era de la globalización», lo que resulta especialmente significativo «en un momento en el cual se cuestiona la institución escolar» [GARAGARZA, ALONSO, AGUIRREGOITÍA 2020]. Si queremos una escuela diferente, partamos por aprender de las escuelas que han intentado algo realmente diferente. La crisis escolar es compleja y su solución pasa por muchas acciones en distintos niveles. Una de esas acciones —de ningún modo la única, pero sí una muy importante a considerar— es mirar lo que ya están haciendo las escuelas que proponen alternativas a la escolaridad tradicional.
En Chile hay al menos 30 de estas escuelas alternativas, que atienden a cerca de 3.000 estudiantes. Los enfoques pedagógicos más comunes son el Waldorf y el Montessori, pero también hay experiencias basadas en Reggio Emilia, Lefebre-Lever, Pikler y Matríztica, entre otros. Hay asimismo algunos proyectos más experimentales, que están en proceso de exploración de nuevos marcos pedagógico-curriculares. Algunas de estas instituciones alternativas, en conjunto con la Pontificia Universidad Católica de Chile y con el patrocinio de la UNESCO, organizaron en enero de 2020 el Primer Congreso Latinoamericano de Educación Alternativa, bajo el lema: «Otra educación para otra sociedad» (lema que, dicho sea de paso, destaca el enorme potencial que la educación alternativa tiene no solo en lo que respecta a la transformación educacional, sino también a la transformación social que se puede hacer con ella).
En 2017 la Cámara de Diputados emitió una resolución en la que diagnosticaba que «el cauce educacional nacional se basa en un estándar miope para la consecución de sus fines»; y que, en consecuencia, «hacen falta modalidades alternativas educativas que modifiquen, truequen o complementen el sistema actual». El documento proponía explícitamente tener en cuenta los aportes de las pedagogías Waldorf, Montessori y Freinet, así como de «otros sistemas que se basan en metodologías educacionales alternativas».
Esta resolución abrió una luz de esperanza, pero por desgracia su impacto ha sido prácticamente nulo. En su gran mayoría, los proyectos educacionales alternativos de nuestro país siguen operando sin tener reconocimiento oficial por parte del Estado, abandonados a una suerte de submundo pedagógico al que acceden principalmente los sectores socioeconómicos más acomodados. No porque sean proyectos «elitistas», sino porque la falta de reconocimiento priva a estos proyectos de la posibilidad de acceder a la subvención estatal, lo que los obliga a cobrar aranceles que, ciertamente, la gran mayoría de las familias de nuestro país no está en condiciones de pagar. Esto sin duda que aumenta aún más la brecha de aprendizajes entre los distintos grupos socioeconómicos. Pero la responsabilidad de esta negligencia estatal no puede atribuirse a las escuelas alternativas, toda vez que estas no podrían subsistir de otro modo. Es el Estado el que falla en reconocer oficialmente los esfuerzos realizados por escuelas que trabajan por ofrecer alternativas educacionales transformadoras. Corregir esta falla sería, pues, un paso adelante en temas de reconocimiento y equidad, y podría ser también una acción concreta para empezar a recomponer la legitimidad de la escuela como institución social educativa.
[1] REEVO impulsó la realización del documental «La educación prohibida», que a septiembre de 2019 contaba ya con más de 15.000.000 de reproducciones en internet.