1976 vs. 1985: el cine político chileno y su divorcio de las grandes audiencias
21.11.2022
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21.11.2022
Dos cintas de estreno reciente abordan un período político similar en los contextos particulares de Chile y Argentina. Una está en clave íntima, la otra se ha convertido en un fenómeno de impacto transversal. A partir de las similitudes y diferencias entre Argentina, 1985 y 1976, el autor de esta columna para CIPER reflexiona sobre la conflictiva relación del cine de nuestro país con los relatos de vocación masiva.
«Argentina, 1985: la vergüenza de no habernos asomado siquiera a un momento así. Otro gallo cantaría». El pasado 23 de octubre, la escritora y actriz Nona Fernández reflexionaba en su cuenta de twitter acerca de la película de Santiago Mitre sobre el juicio que, a poco andar del retorno de la democracia en el país trasandino, permitió condenar y encarcelar en un juicio civil a los uniformados responsables de las violaciones a los derechos humanos, logro inédito que el filme ha revivido con gran éxito de público [ver más en comentario del abogado Luciano Fouillioux; CIPER-Opinión 28.10.2022].
No es excepcional escuchar o leer sobre la desazón que en Chile produce que la búsqueda de justicia en estas materias ha parecido ser «en la medida de lo posible»: lenta, engorrosa, sin coraje y sometida a ese manto de impunidad que, hasta el día de hoy, nos tiene con el alma lacerada de indignación. Pero es una reflexión que también deja entrever otra deuda asociada: la que posiblemente el arte chileno en general, y el cine en particular, mantienen con la representación de episodios importantes de la lucha contra los crímenes de esos años.
Porque, digámoslo claramente: el éxito de público y el impacto emocional generados por Argentina, 1985 (aún en salas y disponible también en Amazon Prime) tiene mucho que ver con su factura de cine clásico, de inspiración hollywoodense, con narración transparente y emocionalidad directa. No es este un listado de virtudes predeterminadas —de hecho, la cinta tiene varias inconsistencias de guión y falencias en el desarrollo de personajes—, pero su impacto masivo ha sido, de todos modos, un acontecimiento cultural, que ha despertado una vez más la vieja querella de por qué el cine chileno no se ha asomado a hitos de nuestra historia reciente con toda la masividad, alcance comercial y aspiración de transversalidad que, al parecer, los argentinos sí logran con fluidez.
Casi al mismo tiempo que Argentina, 1985, se estrenó en salas el filme chileno 1976, el debut en la dirección de la actriz Manuela Martelli. Es la historia de una mujer burguesa (Aline Kuppenheim) a quien se le pide cuidar a un joven herido escondido en la parroquia de una localidad costera, y que presumiblemente es un combatiente contra Pinochet. Ella, quien es parte de una clase alta que no se ha expuesto al costado más oscuro y violento de la dictadura, se encuentra por primera vez con la realidad de quienes organizan la resistencia al régimen, e intenta ser funcional a ellos.
Precedida de algunos premios en festivales, 1976 es un relato en clave íntima de una realidad que emerge áspera en los intersticios de un mundo férreamente normalizado, que hace caso omiso a la represión latente extramuros, y donde esta dueña de casa —segura de sí misma, educada y con conciencia solidaria con las clases populares— se ve enfrentada al peligro del silencio y lo clandestino. Es una cinta sombría y por momentos hermética, con notorios problemas de guión y progresión dramática, que repite la fórmula que ya conocemos del cine chileno reciente que aborda temas políticos: narraciones más bien ensimismadas, de buena factura, pero con pocas ambiciones de constituir un «espectáculo masivo». Es, como se dice habitualmente, «una película de festivales».
La reflexión cobra sentido desde ese irreconciliable divorcio con el público que el cine local arrastra como pecado, y que se hace más nítido con el reciente impacto transversal de Argentina, 1985. ¿Es este, efectivamente, un problema de narración, de cómo se estructuran ciertos discursos que podrían o no tener impactos amplios? ¿O es un problema del público local y de la distribución, que no apuesta comercialmente por un «cine de autor» que parece ser el sello más visible de la cinematografía local?
Hace casi dos décadas, en la revista de crítica Mabuse, creada con un grupo de colegas, nos preguntábamos justamente por qué el cine chileno no abordaba filmes de narración clásica, de inspiración hollywoodense sin complejos en su aspiración de llegar al gran público. Y entre las muchas respuestas posibles estaba el que los realizadores no narran de forma «clásica» porque no saben hacerlo; no está en el ADN del cine local una tradición de cine comercial, masivo y con sentido del espectáculo. Lo «clásico» en el cine chileno es apenas un puñado de cintas que sobreviven desde los años ‘20 a ‘40, de José Bohr o de Miguel Frank, que no logran dar cuenta de un período fértil en creatividad o madurez. Quizás por esa ausencia, el cine chileno pasó de su origen a la adultez casi de un solo golpe, cuando a inicios de los ‘60 los impulsos modernistas (los de Chaskel, Ruiz, Littin, Francia y muchos más) se convirtieron en el paradigma dominante. De hecho, la generación conocida como «novísimo cine chileno», en la primera década de este siglo (la de Sebastián Lelio o Alicia Scherson), reconocía como sus padres a aquel grupo de los ‘60.
Entonces, ¿cómo reconocer una herencia clásica si te saltaste la infancia y nunca conociste a tus abuelos?
En Argentina, la historia es diametralmente opuesta. Hay una larguísima tradición de cine clásico, de género y popular, consolidado ya en los años ‘30, y que en la década siguiente alcanzó un esplendor técnico y narrativo sin precedentes (Del Carril, Christensen, Fregonese). Esa asentada tradición permite que filmes recientes como El secreto de sus ojos, Nueve reinas o Argentina, 1985 se vean narrativamente tan fluidos, y sin complejos sobre una idea de lo que puede ser un cine popular.
Salvo excepciones —como la estupenda Los perros, de Marcela Said—, el cine chileno ha abordado episodios de la dictadura de manera intimista y a veces críptica, replegado sobre sí mismo, lo que podría explicar su poco impacto en la taquilla (Matar a Pinochet o La mirada incendiada son dos ejemplos recientes). Incluso títulos de condiciones más internacionales, como Post mortem (2010; dir.: Pablo Larraín), presentan este intimismo como sello primordial. Quizás han sido Machuca (2004; dir.: Andrés Wood) y NO (2012; P. Larraín), las cintas que, con grandes diferencias en su foco y estilo, mejor han unificado un relato emotivo y de buena factura, a la vez fácilmente reconocible. Pero no hay mucho más que rescatar en este subapartado de cine político chileno pensado para audiencias más amplias que las de jurados y especialistas. Muchos casos de episodios significativos de la represión en dictadura y la lucha por justicia permanecen sin llegar a la pantalla, pese a que quizás podrían conectar transversalmente a la emoción y apelando a la memoria histórica con un «cine político para masas». Pienso en los llamados Caso Degollados y «Caravana de la muerte»; el asesinato de Rodrigo Anfruns, el trabajo del juez Juan Guzmán Tapia o la detención de Augusto Pinochet en Londres.
Que no se malentienda: no se trata de instalar temas porque sí. La reflexión apunta a preguntarse qué ha faltado en esa conexión entre el cine chileno y el público a propósito de nuestro pasado reciente. El caso de Argentina, 1985 vuelve a evidenciar una ausencia de relatos históricos que, sin complejos, aborden una idea de cine comercial bien hecho, maduro y consistente en su narrativa, atractivo para todo público. El ejemplo reciente de Pacto de fuga (2020; dir.: David Albala), en su ágil recuento del espectacular escape de 49 presos desde la Cárcel Pública de Santiago en enero de 1990, demuestra que sí es posible un cine clásico que emocione y que sea irreprochable a nivel de guión. Por ahora, seguiremos añorando la figura de ese metafórico abuelo que nunca conocimos y del que poco y nada se habla.