Cómo el principio de subsidiariedad puede contribuir a la discusión constitucional
21.09.2022
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21.09.2022
Frente a la perspectiva de un nuevo proceso, el autor de esta columna para CIPER, abogado, comparte preocupaciones y advertencias al debate, vinculadas a lo que define como «la tensión entre libertad e igualdad» (o pluralismo y bienestar social). El texto subraya la importancia de las asociaciones intermedias para alcanzar un equilibrio entre ambas.
El resultado del plebiscito del 4 de septiembre puede explicarse (y justificarse) porque el texto propuesto por la Convención no superó los estándares mínimos de lo constitucionalmente razonable. Para superar esos estándares, lo primero que debía evitarse era concebir la discusión constitucional como el momento culminante de las disputas políticas desde el retorno de la democracia. Tal vez el mayor error que cometió la abrumadora mayoría de los convencionales fue, en efecto, hacer triunfar sus ideas políticas, plasmándolas en la propuesta. Que algunas de esas ideas hayan sido particularmente radicales sólo agravó la falta.
Aunque la prolongación temporal de este debate constitucional parece haber rebasado todos los límites razonables (considerando que pone en cuestión las bases jurídicas de nuestra sociedad), a mi juicio es conveniente continuar con el proceso y contribuir a su éxito. Existen, por cierto, precauciones y advertencias que pueden conducir mejor la enorme tarea por delante.
El primer desafío que debe asumir el órgano que reciba el encargo de redactar una nueva propuesta de texto constitucional es, ante todo, tomar conciencia de que la Constitución debe operar como un marco. Un marco tanto para el debate político como para el despliegue de la sociedad. La sabiduría política del constitucionalismo, que se erige sobre la base de la experiencia del abuso del poder público, es contraria a la idea de un texto constitucional que funcione —en palabras del historiador Maurizio Fioravanti — como una «directiva fundamental». La Constitución es una herramienta institucional que debe estar al servicio del florecimiento de una sociedad que le antecede; y no un acelerador que, con carácter coercitivo, la dirija a un fin que se encuentre prefigurado en la mente de sus redactores. Palabras como utopía o despotismo se encuentran en la raíz de esta última concepción.
La idea de la Constitución como marco, sin embargo, puede parecer a primera vista contradictoria con la exigencia de que el Estado asuma un rol social más preponderante. En otras palabras, ¿es posible concebir una Constitución que, sin olvidar el propósito de limitar el poder político, no se restrinja a ejercer un rol de mero garante de la libertad individual, sino que acoja también en su seno los anhelos de mayor bienestar social? La respuesta a esta pregunta no es fácil, aunque sí fundamental para trazar adecuadamente los desafíos constitucionales que aún tenemos por delante. En las líneas que siguen intentaré mostrar cómo el principio de subsidiariedad, correctamente entendido, puede ser de enorme utilidad para abordar esta interrogante.
Tradicionalmente el constitucionalismo se ha entendido de manera «negativa»; es decir, como una doctrina cuya finalidad consiste en limitar el poder y asegurar espacios de autonomía. Ello no debe extrañarnos, pues en sus orígenes este era su principal propósito. Aunque hoy pueda parecernos una finalidad que deja mucho que desear, la dimensión negativa del constitucionalismo debe considerarse toda una conquista de la civilización occidental, cuya historia bien valdría la pena repasar una y otra vez.
La historia, sin embargo, también nos muestra que el rol meramente abstencionista del Estado no parece ser suficiente para asegurar un mínimo de bienestar a la población. Incluso desde una perspectiva individualista, la idea de que el Estado sencillamente deje en paz al ciudadano es insuficiente. Las denuncias sobre la miseria social que emergen con mucha fuerza durante el siglo XIX, fundamentalmente por las condiciones de vida del proletariado, fueron el principal impulso para exigirle «algo más» a la autoridad pública. Y ese algo más terminó por configurar lo que hoy conocemos como el Estado social.
El Estado social no es una forma de Estado diferente al Estado democrático, porque no modifica su estructura. No influye en el modo en que se relaciona el Estado con la ciudadanía ni en la forma en que se distribuye el poder público a nivel territorial. La novedad que introduce la idea o principio del Estado social, como sostiene el destacado constitucionalista español Manuel Aragón Reyes, es la asignación de nuevas tareas al Estado, que se añaden (no sustituyen) a las tradicionales. Esas nuevas tareas lo que buscan es asegurar un mayor grado de igualdad social, protegiendo a los sectores más vulnerables. El concepto clave es el de «procura existencial». Aquí se podría situar la génesis de lo que luego será denominado por ciertos autores como la dimensión «positiva» del constitucionalismo, que subraya, en palabras de N. W. Barber, que la finalidad del Estado es promover el bienestar de los ciudadanos.
Ambas dimensiones del constitucionalismo no son necesariamente incompatibles, aunque en la práctica muchas veces lo han sido. Una de las modalidades del Estado social más extendida es la que hoy se conoce como «Estado benefactor». Su característica principal es que le asigna a la autoridad estatal el protagonismo en la tarea de satisfacer las necesidades públicas, algo que —matices más, matices menos— ha sido también impulsado por teóricos en Chile bajo ambiguos conceptos como el de «régimen de lo público». Ante ello, es normal que la reacción sea reclamar que tal concreción del Estado social atenta contra las libertades civiles y políticas. En efecto, si el Estado, por ejemplo, con el (loable) ánimo de asegurar una educación de calidad a toda la población, captura la provisión de los servicios educacionales, ya sea a través de la estatización directa de los centros, ya sea a través de una «estatización blanda» que impide la subsistencia de proyectos educativos diversos (como lo pretendía la propuesta de la Convención), la libertad de enseñanza o de asociación se ve fuertemente constreñida o aniquilada.
La mayoría de los debates sobre educación dicen relación con la tensión entre la dimensión de prestación y la dimensión de libertad. Lo mismo puede decirse de las discusiones en casi todos los ámbitos sociales. ¿Hay alguna alternativa que permita superar tal tensión? En otras palabras, y de un modo más general, ¿es posible conciliar los valores de la igualdad y la libertad?
La tensión entre libertad e igualdad puede también expresarse de otro modo, que tal vez conecta de mejor manera con los valores actualmente en disputa: «pluralismo» y «bienestar social». Poner el foco en el pluralismo y el bienestar social tiene algunas virtudes desde el punto de vista conceptual. De un lado, el pluralismo no es sinónimo de libertad sin regulación. Posiblemente sean muy pocos los que defienden que la iniciativa social, incluso en áreas muy relevantes como la educación, debe estar completamente desregulada. De otro, bienestar social tampoco es sinónimo de igualdad social absoluta. De la misma manera que ocurre con el valor anterior, es probable que muy pocos estén dispuestos a promover políticas que se orienten a establecer una igualdad total (no sólo de mínimos) en materia social.
Por lo general, todos estamos de acuerdo con valores como el pluralismo y el bienestar social. Sobre el pluralismo podríamos incluso decir que antes que un principio o un anhelo, es un dato. En efecto, basta asomar la cabeza por la ventana para darse cuenta de que vivimos en una sociedad diversa, donde las personas piensan distinto y aspiran a configurar sus vidas a partir de ideales que incluso pueden considerarse opuestos. Sin embargo, y aquí entra el valor del bienestar social, para que cada uno pueda aspirar a desarrollar sus proyectos vitales, es necesario contar con ciertos bienes básicos, como la educación y la salud. ¿Qué debe hacer el Estado frente a esta doble aspiración? ¿Debe intervenir para asegurar el bienestar o no-intervenir para que florezca el pluralismo? ¿De qué modo es posible articular ambos valores?
La respuesta del principio de subsidiariedad supone ambos valores: asume que la sociedad es sociológicamente diversa, y considera primordial la tarea de asegurar el bienestar social. En concreto, su propuesta consiste en la promoción de las asociaciones humanas que se encuentran entre el individuo y el Estado. Aquí reside el punto central de la subsidiariedad.
Las asociaciones humanas, como las escuelas, los sindicatos de trabajadores, los centros de estudio, los boys-scout, los clubes deportivos, las iglesias, las universidades, las juntas de vecinos, tienen una doble condición que encaja adecuadamente con los valores del pluralismo y del bienestar social. Por un lado, al ser manifestaciones originarias de iniciativa social (no surgen por delegación del poder público), son realmente la raíz del pluralismo en una sociedad. De poco serviría, por lo demás, que el pluralismo no tuviera una proyección institucional, lo que se ha denominado «diversidad estructural». Así, por ejemplo, el modo de hacer operativo un ideal o modelo educativo es a través de su materialización en un proyecto educativo institucional. Se podría decir, sin exagerar, que la pluralidad de visiones sobre la vida se canaliza en una sociedad, es decir, cobra vida institucional, precisamente a través de esas asociaciones.
Por otro lado, las asociaciones humanas (o gran parte de ellas) pueden ser adecuadamente concebidas y descritas —como a lo largo de la historia lo han hecho los teóricos que han contribuido a darle forma al principio de subsidiariedad— como «medios de ayuda o auxilio» para el individuo. Subsidiariedad proviene de la palabra latina subsidium que significa ayuda, y la ayuda que promueve el principio de subsidiariedad es la que brindan las asociaciones humanas. En esta línea, conviene destacar que uno de los antecedentes más inmediatos de la formulación del principio de subsidiariedad es un documento que defiende a los gremios de trabajadores precisamente por su rol en pos del bienestar de los obreros y sus familias. Así, el protagonismo en la consecución del bienestar social no está entregado exclusivamente al Estado. Como sugiere el destacado jurista alemán Josef Isensee, el principio de subsidiariedad «defiende la consecución descentralizada del bien común».
La respuesta que ofrece el principio de subsidiariedad puede ser objeto de fuertes reparos. Por de pronto, que, consideradas así las cosas, la operatividad de la subsidiariedad está condicionada por la existencia de asociaciones humanas. Sin embargo, esas asociaciones, precisamente por ser fruto de la libre iniciativa social, eventualmente podrían no existir. En esos casos, podría uno preguntarse, ¿Cómo se materializa la ayuda? Una segunda objeción es que, aún cuando existan esas asociaciones, la ayuda que brindan puede ser insuficiente, y no parece conveniente ni justo que quienes requieren ayuda social estén obligados a esperar pacientemente a que las circunstancias cambien. Hay todavía una última objeción, que se encuentra en la base de gran parte de las propuestas que —como la idea del Estado benefactor— militan contra el principio de subsidiariedad: ¿Cuál es el motivo que impide que el Estado, en vez de confiar el bienestar a las asociaciones humanas, lo asegure directa, universal y gratuitamente a todos?
La última objeción —tal vez la más importante— la trataré algunas líneas más abajo. Las dos primeras pueden ser respondidas, al menos inicialmente, del siguiente modo. El principio de subsidiariedad no supone que la consecución del bienestar social les corresponde «exclusivamente» a las asociaciones humanas. Si así fuera, no sería real el compromiso con el valor del bienestar social, y la articulación de la que estamos hablando entre ambos valores en juego, sería, a lo menos, cínica. Por el contrario, bajo la lógica de la subsidiariedad, el Estado comparte con las asociaciones humanas —siguiendo la lógica que inspiraba al principio del Estado social en sus inicios— el mismo objetivo en relación con el bienestar social. Precisamente por el compromiso con este valor, la subsidiariedad requiere (como una condición necesaria, no opcional, a pesar de que algunos de los defensores del principio jamás lo hayan comprendido así) que el Estado ocupe la posición de garante final del bienestar social. En este específico sentido, si las asociaciones humanas no son capaces de brindar la ayuda necesaria, el Estado deberá suplir esa incapacidad. El Estado —de acuerdo con la subsidiariedad— no se olvida del bienestar, pero tampoco ocupa el protagonismo que reclama el Estado benefactor.
En este sentido, podemos afirmar que, de acuerdo con el principio de subsidiariedad, el rol del Estado es ambivalente. Justifica —como lo destaca una y otra vez la filósofa francesa Chantal Delsol en su magnífico ensayo El Estado subsidiario— tanto la intervención como la no intervención estatal. Procura la no intervención para posibilitar el florecimiento del pluralismo y el despliegue de la ayuda por parte de las asociaciones humanas, pero interviene para asegurar el bienestar social. En otras palabras, amplía el concepto de bienestar social integrando el valor del pluralismo. Ambos valores los defiende, pues ambos son necesarios para el desarrollo personal (o la dignidad humana), que está en el centro. Por ello, aunque parezca paradójico, el mismo documento antes citado como antecedente del principio de subsidiariedad, a la vez que promueve las asociaciones humanas como medios de ayuda, argumenta a favor de la intervención social directa del Estado.
De ahí que, en caso de que en una sociedad no existan asociaciones humanas (lo que puede considerarse una contradicción en sus términos), el Estado tendría que hacerse cargo virtualmente de todo el bienestar social de los individuos (suplir todas las carencias), quienes terminarían dependiendo enteramente de él. En efecto, en los Estados donde la relación social se reduce a lo que el historiador y jurista inglés Frederic W. Maitland llama «Ticio y el Estado», la subsidiariedad, como criterio de distribución de competencias, carece de sentido. Por este motivo, y justamente para evitar tal escenario, la subsidiariedad reclama de iniciativas sociales, de solidaridad social. La errada comprensión de la subsidiariedad, que por mucho tiempo subsistió en el debate público chileno (y contra la cual la izquierda chilena razonablemente se opuso), justamente olvidó que la solidaridad social es condición de posibilidad de la subsidiariedad, al promover una concepción centrada únicamente en el mercado.
Ahora bien, el rol del Estado, de acuerdo con el principio de subsidiariedad, no consiste únicamente en el respeto al pluralismo y la suplencia frente a la incapacidad (o ausencia) de las asociaciones humanas para procurar el bienestar social. El mayor aporte de la doctrina de la subsidiariedad consiste en justificar una intervención del Estado que se orienta a ayudar (habilitar) a las asociaciones humanas para que sean ellas las que, cumpliendo sus propósitos en las diversas dimensiones de la vida social, asuman la responsabilidad por el bienestar de todos. ¿De qué modo podemos justificar esa intervención? Volviendo a la pregunta que dejamos sin responder, ¿por qué motivos el Estado debe procurar la subsistencia y prosperidad de esas asociaciones humanas, cuando él mismo podría hacerse cargo directamente del bienestar social?
Hay diversos modos de responder la interrogante previa, que desafía en el fondo a la propuesta de la subsidiariedad. En primer lugar, si uno acepta lo dicho hasta ahora, puede encontrar sólidos argumentos para justificar que el Estado ayude a las asociaciones humanas, incluso a través de recursos públicos. En efecto, si es verdad su doble condición antes analizada; a saber, que son instituciones fundamentales para el pluralismo social y que, a través de ellas, se satisfacen necesidades públicas, parece que existen razones suficientes para que reciban apoyo público, precisamente por el rol público que ejercen. A lo anterior se suma el hecho de que, muchas de esas asociaciones, no pueden subsistir sin ayuda del Estado. Es precisamente este conjunto de motivos lo que ha justificado que, en países donde la Constitución consagra la cláusula del Estado social, como España o Alemania, se garantice económicamente la subsistencia de escuelas de iniciativa social.
Otras razones son las siguientes. Las asociaciones humanas tienen normalmente un contacto más directo y personal con los individuos, que les permite conocer de modo más adecuado y preciso sus necesidades. Esta cercanía sin duda es una ventaja, y las sitúa en una mejor posición que la Administración del Estado para el propósito de procurar el bienestar social. Además, y esto muchas veces se pasa por alto, a pesar de su relevancia, ciertas necesidades que hoy se presentan en gran parte de la población, no dicen relación con la carencia de bienes materiales, sino con la ausencia de compañía. La soledad, en efecto, ha sido en reiteradas ocasiones considerada como una verdadera pandemia, que afecta sobre todo a los adultos mayores. Frente a ello, es dudoso que los funcionarios públicos puedan jugar el rol de compañía y afecto que se requiere; antes bien urge que la misma sociedad (amigos, familiares, vecinos) asuma el rol auxiliador que se reclama.
Desde el punto de vista del constitucionalismo «negativo», se podría también argumentar, de la mano de lo que han advertido tantos pensadores a lo largo de los siglos, que las asociaciones humanas son una resistencia o resorte eficaz frente a la amenaza de la expansión del poder estatal. En esta línea, y haciendo eco de lo que plantea James Madison en el famoso número 51 de El Federalista, únicamente parece que el pueblo puede funcionar como «freno primordial indispensable sobre el gobierno» si está organizado en asociaciones humanas.
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Todos estos argumentos, con todo, pueden seguir pareciendo insuficientes. Alguien incluso podría preguntar, a pesar de aceptar lo dicho hasta ahora, si acaso no hay algo más. ¿Se sacrificaría algo verdaderamente importante si, por imposible que fuera, el Estado lograra, a través de sus propias instituciones, asegurar el bienestar social y brindar apoyo cercano, sin que ello afecte el pluralismo ni amenace con ampliar ilimitadamente las esferas de dominación política? En la línea de lo que hemos expuesto, esta pregunta esconde una contradicción insalvable. Con todo, ella nos permite avanzar un paso más, y hacer dos observaciones finales.
En primer lugar, la constatación de que nuestras vidas se desenvuelven (son realmente vividas) en medio de asociaciones humanas. La existencia de los individuos en los Estados modernos está, por así decirlo, mediada por múltiples instancias intermedias, de diverso tipo, tamaño, naturaleza (como las arriba referidas), en las cuales la participación tiene diversos propósitos. Varios son los motivos que explican este dato de la realidad. Por un lado, lo que podríamos llamar la paradoja del esfuerzo humano: a la vez que las personas son capaces de proponerse metas y tomar decisiones respecto de sus vidas, muchas veces son incapaces de alcanzar esas metas y materializar esas decisiones sin la ayuda de otros, ayuda que se organiza (institucionaliza) en asociaciones humanas. Por otro, puede también existir un verdadero deseo de comprometerse con proyectos auténticamente comunes, donde incluso se considera que el bienestar personal de los demás es parte constitutiva del propio bienestar personal (esto ocurre centralmente en la familia). El punto por destacar, con todo, es el siguiente: para decirlo en términos constitucionales, el «libre desarrollo de la personalidad» se concreta, determina y lleva a cabo a través de la participación activa en esas asociaciones humanas.
En segundo lugar, el principio del libre desarrollo de la personalidad, que es uno de los fundamentos en que se asienta la legitimidad de los Estados sociales (v. gr. art. 10.1 de la Constitución Española; art. 2.1 de la Ley Fundamental de la República Federal de Alemania), supone que la autoridad pública no sustituye a los individuos en el ejercicio de su libertad, sino que apoya su despliegue, que muchas veces se materializa en compromisos asociativos. Aquí la subsidiariedad de nuevo cobra importancia (y el vínculo con el principio del Estado social se vuelve aún más claro), pues la idea que subyace a su compromiso con las asociaciones humanas es justamente el hecho de que el libre desarrollo de la personalidad exige que los individuos asuman sus responsabilidades sociales o, dicho de otra manera, como en otra ocasión intenté explicar [ver «Respuesta a #Constitucionalista: sobre Estado social y república solidaria», en CIPER 27.05.2022], que tal desarrollo implica, antes que recibir o exigir, hacer y dar.
Contra el libre desarrollo de la personalidad precisamente milita el modelo del Estado benefactor, que se funda en una concepción pasiva de la persona, absorbida por sus intereses particulares y sustraída de los asuntos públicos (indiferente frente a las necesidades sociales). Ello fue lúcidamente advertido por Benjamin Constant en su célebre discurso sobre la libertad de los antiguos y modernos, en el cual intenta advertir de la amenaza de una nueva esclavitud, donde la autoridad procura la dependencia de los ciudadanos, no ya a cambio de protección (como propuso Thomas Hobbes), sino a cambio de «evitar toda pena», de darnos la «felicidad». Su respuesta nos interpela especialmente en estos días:
«[N]o, señores, no dejemos que actúen. Por muy conmovedor que sea ese interés tan tierno, rogamos a la autoridad que permanezca en sus límites. Que se limite a ser justa, nosotros nos encargaremos de ser felices».