Blanco, azul y rojo
15.09.2022
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15.09.2022
«¿Por qué aquella chilenidad que se defiende tan encendidamente en discursos no se proyecta en una acción política concreta?»
Septiembre es un mes (y digo algo para nada original) que produce sensaciones ambivalentes. Escribo estas líneas desde la región de Magallanes, que por razones administrativas e históricas siempre ha tenido una relación compleja con la chilenidad. Sin embargo, ver las ciudades chilenas embanderadas y empapadas de algo que puede llamarse «espíritu patriótico» produce en mí a la vez una curiosa sensación de júbilo y melancolía. La potencia de los símbolos —a veces para bien, a veces para mal— adquiere en este momento una fuerza arrolladora.
La bandera de Chile actual es la tercera, considerando las anteriores que se enmarcan en los períodos conocidos como Patria Vieja y Patria Nueva. Afloran en sus colores lo telúrico de las nieves cordilleranas, lo rojo de la sangre de los próceres, el concepto de banda tricolor utilizado por los toquis mapuches durante la Guerra de Arauco contra los conquistadores españoles. A su estrella se la conoce como «solitaria», pues se trataría del lucero de la mañana o más bien Venus, ese astro que aparece un poco antes de la llegada del sol. Por ello es que su fondo es azul, y no negro.
Poco se ha dicho que, en la guerra de Independencia de Cuba, Carlos Manuel de Céspedes, en virtud del apoyo diplomático y estratégico de Chile a su lucha contra el imperio español, adoptó la bandera chilena con los colores invertidos. También hay quienes resaltan su parecido con la bandera de Texas, aunque no se han podido encontrar nexos demasiado claros. El hecho es que esa bandera ondea a lo largo y ancho del territorio nacional.
Más allá de cualquier oratoria patriótica, comparto la idea de Pedro Lemebel, de que estos emblemas fueron en algún momento secuestrados por el pinochetismo y el militarismo. Pero pese a esa carga sombría, renace en estas fechas esa alegría de percibir que incluso en los lugares más humildes del país, familiares y amigos se reúnen en torno a un asado y objetos tricolores. Una poeta de excepción, como Elvira Hernández, realizó en su libro La bandera de Chile (1981) una singular operación semiótica: deconstruir los significados autoritarios atribuidos a la iconografía de nuestra bandera, y reencontrarla con el espejo de su propio territorio y de su dimensión humana:
La Bandera de Chile es extranjera en su propio país
no tiene carta ciudadana
no es mayoría
ya no se la reconoce
los ayunos prolongados le ponen el pulgar de la muerte
las iglesias le ponen la extremaunción
las Legaciones serpentina y sonido de trompetas.
Tiendo a creer que cualquier nacionalismo desmesurado o regionalismo a ultranza está insuflado por una importante cuota de irracionalidad. «Nadie es la patria, ni siquiera el tiempo cargado de batallas, de espadas, de éxodos. Nadie es la patria, pero todos lo somos», escribió Borges; lo que no quiere decir, bajo ningún prisma, que debamos menoscabar el lugar en el que nacimos y donde hemos querido permanecer.
Asocio la reflexión a otras aristas. Es por lo bajo curioso escuchar en algunos sectores de nuestro país por un lado tanto patriotismo discursivo y, por otro, una entrega total y poco regulada de nuestros recursos al capital foráneo. Me resulta raro que así como afloran resquemor y desprecio por los países vecinos, dejemos al cobre, principal riqueza de Chile, mayoritariamente en manos de propietarios privados nacionales y extranjeros.
En otras palabras, ¿por qué aquella chilenidad que se defiende tan encendidamente en discursos no se proyecta en una acción política concreta?
Hace poco, y gracias al colectivo Las Indetectables, la bandera estuvo en el corazón de una enorme polémica y condena prácticamente transversal. Para llegar al fondo de qué es lo que nos altera como sociedad en torno a nuestros símbolos patrios, habría que analizar el dolor real de esa herida; o, más bien, y como dicen los especialistas, «interrogar al trauma». Me entero que el Partido Republicano propuso la sanción de pérdida de ciudadanía a quien ultraje la bandera y los símbolos patrios. No sé si calificaría de tal el torpe gesto de mal gusto de cuando hace unos años el ex presidente Sebastián Piñera fundió en la Casa Blanca nuestra bandera con la de Estados Unidos, casi como si fuésemos una colonia. O la vez en que la levedad de su tela fue consumida por las llamas del bombardeo a La Moneda.
En estos días, quizás debiese ondear en nuestra alma una bandera inclusiva y diversa, que haga flamear su estrella solitaria en el cielo de una chilenidad profundamente humana. Allí donde las palabras también pueden ser tan reales como un cuaderno en un colegio rural, un faro en la lejanía austral o un navío de pescadores desafiando el vaivén de las olas.