«Escándalo psiquiátrico» en Valparaíso: el punto ciego entre derechos fundamentales y ética profesional
24.06.2022
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24.06.2022
Más allá de la investigación en curso en torno a la denuncia de abusos contra pacientes en un hospital público, las explicaciones de los propios profesionales de la salud sobre el caso muestran fallas lógicas, estima el autor de esta columna para CIPER. Su reflexión vincula al ejercicio profesional vigente a carencias en la formación ética, y falacias en torno a la precariedad de las instituciones.
Para alguien sin familiaridad con el mundo de la salud, puede parecer extraño enterarse de que el concepto de derechos humanos está muy alejado del imaginario colectivo de las profesiones sanitarias, y más aun de su aplicación en el juicio profesional y en las decisiones que se toman a diario. Desde luego, la ética está presente en la formación, pero característicamente ésta se enfoca en la enseñanza de una deontología profesional, que puede resumirse en los «mandamientos» de una profesión; y que, como tales, son fijos: fáciles de memorizar y casi como escritos en piedra.
Pero sin contexto ni exposición a escenarios difíciles, la deontología queda ahí, sin ninguna pertinencia en el discernimiento ético, pues para discernir se requiere mucho más que memorizar y comprender. Es la capacidad analítica lo que define qué hacer cuando hay valores que colisionan, y por lo tanto se hace necesario un método de razonamiento.
Un ejemplo reciente de esos casos problemáticos ha sido el «escándalo psiquiátrico» en torno a abusos denunciados en un hospital público de Valparaíso, con prácticas que implicarían procedimientos irregulares que violan los derechos humanos de los pacientes (tales como la terapia electroconvulsiva, TEC, sin anestesia ni ajuste debido a la norma técnica).
Precisamente es la debida responsabilidad hacia la sociedad la razón por la cual en las organizaciones se contrata a profesionales, en tanto garantes de los intereses públicos. En principio, ellos/as están facultados para asumir situaciones que implican decisiones morales (como por ejemplo si un determinado procedimiento de salud debe o no realizarse en condiciones que no sean las óptimas, evaluar cuáles son sus consecuencias o qué principios inherentes se violarían en caso de hacerlo).
Es ahí donde hoy encontramos un primer problema ético en el discurso que ha emergido desde las profesiones sobre este caso [ver Declaración de la Sociedad Chilena de Enfermería en Salud Mental y Psiquiatría y declaraciones profesionales a prensa], el cual descansa en la idea de que la infraestructura sanitaria en psiquiatría es tan precaria, que obliga a realizar prácticas que transgreden los derechos humanos de quienes reciben los servicios. No estamos hablando de los derechos que más se mencionan en los entornos de salud, como los «derechos y deberes de los pacientes» (p.ej. que exista señalética en los hospitales o que se pueda recibir visitas, cosas así). Hablamos de los derechos fundamentales de los que somos titulares por nuestra sola naturaleza humana (como el derecho a la integridad física y psíquica, del cual deriva la prohibición de la tortura).
El razonamiento recién citado esgrime fallas estructurales como potencial justificación de procedimientos que se desvían de la práctica normal, y lleva a una actitud relativista respecto a los DD. HH. Por extensión, puede llevar a la conclusión (errada) de que realizar procedimientos bajo los estándares definidos tiene una justificación moral.
Aun siendo tan relevante para el ejercicio en las instituciones sanitarias, la perspectiva de los DD. HH. está en una posición muy periférica en la enseñanza médica, acaso apenas como un «eco» dentro de un plan formativo y un canon bibliográfico dominados por la clínica. Es más, la propia enseñanza de la ética tiene ya una posición bastante precaria en el currículo, con muy pocas horas (comparativamente) y sin la reputación de la que gozan los ramos «importantes», aquellos en los que más estudiantes reprueban los cursos de los que depende el acceso a otros cursos de continuidad, y los que en definitiva son centrales en la identidad profesional. Es más, restringimos la ética a la bioética, y más específicamente a una versión acotada de bioética clínica, con poco espacio para la deliberación y la integración de un método de razonamiento moral sistemático. Incluso encontrar docentes de ética en salud puede llegar a ser arduo, lo cual puede interpretarse también como reflejo de una actitud más distante hacia esta disciplina.
Sin duda, las bioéticas ofrecen herramientas aplicadas para la práctica directa y para la investigación biomédica, pero son insuficientes como dispositivos que sitúen a las profesiones en un marco de probidad y transparencia (dicho sea de paso, ambas surgieron en reacción a periodos históricos y acontecimientos específicos de malpraxis). Lo que este acercamiento convencional deja fuera es una referencia que permita dar sentido y conectar el trabajo profesional con contextos macrosociales y de cambio sociopolítico: una ética que podríamos llamar societal. Mientras que la bioética es para el ejercicio, la ética societal es acerca del ejercicio.
De hecho, una ética societal bien podría no tener aplicación directa a la práctica, pero sí nutrir y ampliar el arco de interpretaciones que las profesiones tienen de sí mismas en cuanto a su responsabilidad y, de esa forma, tributar a las decisiones clínicas. Pero en un sentido amplio, la ética societal constituye un elemento de la esfera de la justicia social; por tanto, más cerca del ámbito de la defensoría, la ciudadanía y, desde ahí, de un ethos colectivo. Con las profesiones sanitarias como fuerza intrínsecamente social, el carácter moral de la institución completa, su vocación y su cultura podrían elevarse a una filosofía en que la transparencia y la probidad se den de manera natural, entendiendo que la ética profesional abarca facetas muy difíciles de regular solo con leyes.
Un segundo problema en los discursos sobre el «escándalo psiquiátrico» es el supuesto de que, al haber fallos institucionales notorios y crónicos, a los profesionales no les cabe responsabilidad alguna. Pensemos por un momento en que para que un procedimiento pueda realizarse se requiere antes de una decisión individual, un razonamiento que pasa por la conciencia para decidir si el procedimiento debería efectuarse o no. Si la pregunta tan solo contiene la palabra «debería», es muy probable que se trate de una pregunta moral. Es por eso que, en el caso en cuestión, si bien es plausible que existan responsabilidades asociadas a la institucionalidad, el razonamiento moral es siempre del individuo, no de las instituciones. Las instituciones como tales no tienen conciencia, mas las personas, sí.
En caso de que un procedimiento de salud transgreda los derechos humanos, la duda sobre su realización no debiese ser muy difícil de resolver. Me atrevo a postular, entonces, que puede existir un «punto ciego» (blind spot) en la técnica del discernimiento moral, el cual, al no formar parte de la jerga ni de los conceptos habituales de las organizaciones, hace que los derechos fundamentales no sean asociados automáticamente a las decisiones individuales. Asumimos que las decisiones clínicas se toman racionalmente y que ese proceso siempre considera un punto de vista moral. Pero también en el campo de las profesiones podemos tomar decisiones faltas de ética cuando los enfoques con que contamos no cubren esta dimensión, sin ser conscientes de ello.
Una ética societal ―o ética pública― bien podría reconectarnos con sensibilidades humanas que subrayen una orientación más marcada hacia nuestros derechos fundamentales.