Sobre el cerco en la Convención: una respuesta política a Claudio Fuentes
14.04.2022
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14.04.2022
«… que el único modo de incidencia sea el voto es una noción bastante empobrecida frente a la magnitud del desafío deliberativo que la Convención tiene por delante. Además, es curioso que aunque siempre se nos haya dicho que lo importante era el proceso, ahora, de un momento a otro, pareciera que sólo vale el resultado».
La siguiente columna es una respuesta a «Cuando la derecha cruza el cerco», columna de Claudio Fuentes publicada en CIPER en abril de 2022.
Distintos motivos dejaron a la derecha como minoría en la Convención Constituyente (CC). Errores propios (una discreta selección de candidatos y mal despliegue territorial) y también ajenos (como las dificultades del gobierno anterior); sumados a las características del sistema electoral que conformó al órgano (y que incluyó escaños reservados y beneficios inusitados a independientes, entre otras innovaciones). Todo esto provocó que los candidatos de ideas asociadas a la derecha y centroderecha política no alcanzaran ni siquiera un tercio del total de constituyentes que hubiese permitido frenar o promover determinadas normas, ni tampoco los escaños necesarios para recurrir por sí sola a la Corte Suprema en caso de infracciones al proceso o al reglamento.
Pero si cualquier proceso democrático digno de ese nombre supone una mínima consideración con quienes se ubican en la oposición, un proceso constituyente llamado a generar un pacto constitucional duradero y legitimado implica incorporar con especial interés a quienes no alcanzaron las mayorías. Puede sonar extraño, pero es imprescindible: el problema constitucional no se resuelve en una elección ni en una coyuntura, sino que exige una mirada de largo plazo para que luego lo acordado pueda mantenerse en el tiempo con el beneplácito de las fuerzas políticas. Y eso exige considerar a todos los actores involucrados.
En su columna «Cuando la derecha cruza el cerco», el profesor Claudio Fuentes utiliza las votaciones del pleno (es decir, la instancia final del proceso de creación de normas), para intentar demostrar que la incidencia de este sector político ha sido mayor de la que se piensa, cuestionando así una hipótesis difundida por ciertos actores en torno a un supuesto veto a la derecha. A partir de una sistematización de los votos del plenario, el investigador establece que «…en el 81% de los incisos analizados al menos un convencional de derecha concurrió con su voto, mientras que en el 57% lo hicieron más de 6 convencionales de ese sector, y en el 35% de los incisos fue votado por más de la mitad del sector».
El análisis cuantitativo realizado en la columna es, a primera vista, interesante. Pero al mismo tiempo resulta insuficiente, pues no logra dar cuenta del desarrollo del proceso, en el que la derecha ha tenido un rol marginal y muchas veces vilipendiado. Lo esencial acá parece ser invisible a los indicadores.
El profesor Fuentes parece restringir la tarea del órgano constituyente a la votación de normas en el pleno y la redacción de una propuesta de Constitución para ser plebiscitada, lo cual por cierto es fundamental. El problema aparece cuando observamos el panorama completo, considerando las tendencias de votación dentro de las demás instancias en que se organiza el trabajo. En las comisiones, por ejemplo, solo se necesita de mayoría simple para la aprobación de una norma, lo cual explica —al menos en parte— que varios informes no hayan logrado concitar el apoyo requerido, e incluso hayan sido rechazados casi en su totalidad por el pleno.
Comparar el voto favorable hacia una norma es diferente a que el votante esté incluido y verdaderamente influya en el producto final (y que su punto de vista sea considerado). En este punto, el argumento del profesor Fuentes termina cerca de quienes piensan que el único modo de incidencia es el voto; noción bastante empobrecida frente a la magnitud del desafío deliberativo que la Convención tiene por delante. Además, es curioso que aunque siempre se nos haya dicho que lo importante era el proceso, ahora, de un momento a otro, pareciera que sólo vale el resultado. En una instancia deliberativa como la de la CC, la clave se juega en el modo en que esa discusión se lleva a cabo, y no solo en las conclusiones y acuerdos que salen de ella. De eso, nada dice Fuentes.
Por lo demás, hay artículos que son imprescindibles en cualquier Constitución. Es por eso que hasta los convencionales más críticos han aprobado algunas normas (Cantuarias, un 13%; Hube, 14%; Marinovic, 15%). Pero lo anterior dice poco y nada. Para probar el punto que Fuentes busca acreditar, lo primero sería calcular la estimación de todas las propuestas de norma presentadas en las respectivas comisiones por parte de la derecha y que han logrado llegar al pleno primero, y ser aprobadas en el borrador final de la Constitución después. ¿Cuántos artículos aprobados en comisiones y posteriormente en el pleno han sido propuestos por sus convencionales? ¿Cuántos se han rechazado? Mucho nos tememos que el porcentaje bajaría drásticamente, y que el panorama presentado en la columna sería bastante menos inclusivo (más aún, quizás, si vemos todo lo que permanece en la penumbra: conversaciones de pasillo, acuerdos previos antes de sesiones de la comisión, exclusiones del encuentro cotidiano, etc.).
Rescatamos del texto aludido algunas cosas relevantes. Reconocer la existencia de un problema siempre es importante para su solución y Fuentes admite que en la CC existe «un cerco». O sea, naturalmente, alguien lo puso ahí. Cualquier observador del trabajo diario de la Convención sospecharía de aseveraciones como aquellas de su presidenta, María Elisa Quinteros, desestimando algún tipo de veto hacia la derecha. Y las sospechas se confirman al ver que Andrés Cruz, convencional perteneciente al Colectivo Socialista, confirma en una entrevista: «No hay diálogo, la derecha ha sido vetada».
En una instancia de deliberación como la constitucional no debiesen haber paredes divisorias, sino un debate que al menos intente incluir seriamente a todos los sectores. Los procesos democráticos descansan sobre la premisa de que el diálogo con quien tiene posiciones diversas enriquece el espacio político compartido. Además, incorporar de modo honesto a la mayor cantidad de voces facilita la construcción de legitimidad duradera para el nuevo texto, una Constitución que, por fin, muchos podamos sentir como propia. De hecho, en cualquier configuración de la Convención, lo más razonable habría sido siempre construir los dos tercios desde el centro, nunca desde un extremo.
Por otro lado, incluir de verdad a un actor va más allá de pretender hacerlo partícipe de los procesos formales. Tómese como ejemplo el acuerdo por el sistema político: se comunicó como «transversal», pero en realidad fue un acuerdo de las izquierdas —del cual, dicho sea de paso, no quedaron actas para conocer motivaciones ni argumentos de los convencionales—, que, hasta el momento en que se escriben estas líneas, tambalea por su precariedad.
Esta exclusión de la derecha se ha empezado a convertir en un problema cada vez más notorio. Algo no anda bien, lo que se confirma en varias encuestas que han comenzado a mostrar un aumento en la opción de rechazar el 4 de septiembre el texto que salga de la Convención. Poco a poco algunos convencionales van recibiendo un mensaje que debieron haber tenido en cuenta desde el inicio: esto no se trataba de un ejercicio de revancha, sino de relegitimación. Y para eso, necesitábamos al menos posibilitar la incidencia de todos los actores. Celebrar la integración de la derecha con la aprobación de algunos artículos básicos y de carácter simbólico, como lo hace el profesor Fuentes, es, en ese sentido, insuficiente.
Lo aquí descrito refleja un problema profundo y arraigado en la sociedad chilena, que se podría resumir como una creciente moralización de las opciones políticas. En vez de considerar que estar a la derecha o izquierda del espectro es, en sí, igualmente válido, tales categorías terminan por confundirse con algo así como lo bueno y lo malo. Se trata de una suma cero que poco contribuye a la salida institucional que decidimos darnos ante la crisis, y se ve agravada por aquello que bien ha descrito Max Colodro en su libro Chile indócil (2020): es como si la izquierda considerara que la derecha no cuenta con legitimidad para participar ni del gobierno ni de la Convención [1]. En suma, quien manifiesta posiciones políticas contrarias, aunque puedan ser erróneas, se transforma de modo inmediato en culpable, y en razón de ello merece ser condenado y excluido de la discusión pública [2].
Por último, los investigadores deben contribuir al debate con la mayor meticulosidad posible. Ello implica recordar que hasta los mejores análisis estadísticos están fuertemente influidos por las premisas y la metodología empleada [3]. La selección de los datos y la información a mostrar también se enmarcan en un debate normativo más amplio que está lejos de la neutralidad. En último término, la columna del profesor Fuentes nos deja en el mismo lugar de antes. Para probar su punto, el análisis que se requiere es mucho más amplio y complejo. Falta —nada más y nada menos— que el elemento central: la política.
[1] COLODRO, Max (2020). Chile indócil. Huellas de una confrontación histórica (Santiago de Chile: Tajamar Editores).
[2] ARON, Raymond (2019). El observador comprometido. Conversaciones con Jean-Louis Missika y Dominique Wolton (Barcelona: Pagina Indómita).
[3] COWEN, Nick et al. (2017). «Randomized Controlled Trials: How Can We Know What Works», en Critical Review, 29:3: 265-292; MONTUSCHI, Eleonora (2014). «Scientific Objectivity», en Philosophy of Social Science. A New Introduction (Londres: Oxford).