Un país que no está en Santiago
08.04.2022
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08.04.2022
«A veces parece increíble que en un país tan centralista como en el que vivimos, gestores culturales y universidades regionales realicen una labor tan cardinal creando pensamiento.»
El mes de marzo me sorprendió aterrizando en el aeropuerto de Mocopulli, en la isla de Chiloé. Iba invitado al Congreso «Pensar lo invisible», iniciativa generada por la Red Patagonia Cultural. En el verdor de las ciudades, las solemnes iglesias chilotas donde la madera resguarda el paso del tiempo y la costa del Pacífico golpea con fuerza los roqueríos, transcurrieron los días aunando voluntades y contando con la presencia de representantes de Perú, Bolivia, Uruguay y España.
Hermoso saber que Chiloé, con su estampa de piedra y sal, nos recuerde una vez más nuestra raigambre iberoamericana. Llegar aquí siempre es para mí una fiesta en lo atávico, ya que desciendo de chilotes como la mayoría de mi región, y me siento en casa.
Mis principales compañeros de viaje fueron la poeta Rosabetty Muñoz y el narrador porteño Cristóbal Gaete. A ambos los conozco de larga data y no sólo admiro sus libros, sino también hemos formado (junto a otros colegas) el Colectivo Pueblos Abandonados, iniciativa enfocada en descentralizar literariamente los territorios. El caso de Rosabetty Muñoz es emblemático en el contexto nacional. La calidad de su obra, su voz de mujer que escribe y crea desde el propio entorno, entregando poesía y diálogo en las islas del archipiélago, la convierte en un referente obligado para entender un país que no se llama Santiago o, peor, que no transcurre en el Tavelli del Drugstore.
De igual manera, relevar el entrañable trabajo de Teolinda Higueras con su bibliolancha que transporta libros y sueños de transformación a los rincones más apartados de Chiloé. Reconocimientos por cierto, a Sergio Trabucco, un verdadero hombre orquesta en la organización. Así las cosas, escritores, poetas, ilustradores recorrieron recónditos lugares para impartir talleres y confirmar el pacto primero que suponen los libros y el saber: la religión de la amistad y el encuentro. A veces, parece increíble que en un país tan centralista como en el que vivimos, gestores culturales y universidades regionales realicen una labor tan cardinal creando pensamiento.
Me tocó impartir talleres literarios a estudiantes y profesores en la Escuela Rural Teresa Cárdenas de Paredes en Villa Quinchao, a 11 km. de Achao, un hermoso lugar junto al mar, entre el mirador de aves y la majestuosa iglesia, una de las más grandes de la isla. Allí palpé el trabajo esforzado de profesores en el desarrollo de sus alumnos y de las conversaciones. Emanaban historias donde la realidad se fundía con el viento que besaba las aguas.
Para pensar lo invisible quizás habría que dar cuenta de lo visible. Generalmente lo que se ve y plantea en torno a estos lugares son programas televisivos caricaturescos, en los que el afán de lo típico refuerza el ojo compasivo del espectador globalizado: una actitud ruralizante y paternalista, cuya «política cultural» ha sido generalmente el eventismo; es decir, llevar figuras célebres a fotografiarse con la gente y pronunciar encendidos discursos sobre el flagelo del centralismo, cinco minutos antes de poner el pie en un avión directo a Provicura.
Desde siempre ha existido un escaso reconocimiento a quienes habitan los territorios y una legitimación de los actores culturales que construyen su trabajo allí. En su inverso, el extractivismo que opera a matacaballo en el plano de la economía ―llámese mineras, salmoneras, forestales― reproduce su violento engranaje en el ámbito de la cultura, y los lugares no metropolitanos se vuelven canteras para obtener imaginarios que en muchas ocasiones resultan miradas exotizantes, simplistas o falsamente ancestrales, más enfocadas en resolver los problemas existenciales y estéticos de ese artista que pasa una temporada regional, en el marco de un raro apostolado.
No se trata, de ninguna manera, de cerrar las puertas de nuestros territorios. Muy por el contrario: ampliar los círculos de interlocución incluso fuera de nuestras fronteras, pero en una mirada que también incluya a quienes los habitamos. Dicho sea de paso, el anquilosado esquema centralista también ha sido inmensamente perjudicial para Santiago.
También está lo invisible. Ese modelo gastado de comprensión del país no logra ver la complejidad y diversidad de aquellos escenarios habitualmente infantilizados o reducidos por el canon central, del esfuerzo que artistas y escritores realizan en espacios alejados, forjando obras de gran valía y a su vez, generando un debate tan necesario.
Ya de retorno a Punta Arenas, el viento que sacude las olas del Estrecho de Magallanes me dice desde la ventanilla del avión que siempre hay un país esperándonos en los confines más apartados de una patria tantas veces saqueada, un baúl donde los dioses aún no terminan la tarea de la creación y que están como tesoros de un tiempo feliz, siempre sensibles a esa pulsión telúrica que estremece el alma cuando el mar se encuentra con el cielo.