Dos años contra el Covid: Testimonio desde la tercera ola
06.03.2022
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06.03.2022
«Ya no hay fondos para financiar más manos. Y si bien es cierto que el COVID ya no arrasa como lo hizo en las dos primeras olas, sí lo están haciendo todas las enfermedades crónicas, y las no tanto, que fueron forzosamente postergadas por casi dos años», escribe una médico del Hospital Sótero del Río en esta columna para CIPER: «Los que seguimos en pie de lucha, asumimos como podemos esta terrible tercera ola de la que nadie habla.»
«Somos el mejor hospital de Chile», me repito en las mañanas cuando entro en la urgencia por ese pasillo largo y central que conecta con tantas salas de pacientes hospitalizados. Bromeamos entre nosotros: «Medicina de clase mundial», decimos cuando logramos lo imposible, a pura buena voluntad y esfuerzo personal. Asumimos funciones que no son nuestras en primera instancia, por el bien del paciente y por la satisfacción de un trabajo bien hecho. Quisiéramos que el outcome de un paciente dependiera sólo de qué tan buenos somos técnicamente, pero no es así. No basta con saber.
Decimos lo mismo, pero con sarcasmo, cuando las cosas no funcionan. Cuando no basta con trabajar más porque el sistema está roto de formas difíciles de explicar para alguien que no habita estos territorios.
También lo hemos dicho con desesperanza cuando, por ejemplo, el 30 de septiembre de 2021 se acabó el estado de excepción, y toda la maquinaria logística que articulamos para enfrentar la pandemia empezó a desmoronarse. Empezamos luego octubre con un 70% del personal, porque ya no hay fondos para financiar más manos. Y si bien es cierto que el COVID ya no arrasa como lo hizo en las dos primeras olas, sí lo están haciendo todas las enfermedades crónicas, y las no tanto, que fueron forzosamente postergadas por casi dos años. La mayoría de las UOP (Unidades de Observación Prolongada) en los centros de atención primaria dejó de existir, entorpeciendo el flujo de derivaciones hacia centros más complejos. Es algo que habíamos logrado optimizar al punto de que ningún paciente esperaba en nuestro pasillo tras haber sido evaluado en un consultorio, pues entraba directo y de forma coordinada. Luego la derivación de pacientes de complejidad intermedia y UCI dejó de ser fluida. Durante las primeras olas esos pacientes se trasladaban en el transcurso del día a la cama que hubiese disponible en el país, privada o pública. Hoy hemos vuelto a la burocracia y a procesos que demoran muchas horas. Los pabellones de cirugías electivas se habían reanudado poco antes. Raya para la suma: tantos pacientes como siempre, en un sistema bastante menos eficiente.
Quienes seguimos en pie de lucha, asumimos cómo podemos esta terrible tercera ola de la que nadie habla. Aquella en la que 150 pacientes graves (y muy graves) que consultan cada día en una urgencia de nivel terciario necesitan atención en las sesenta camillas ya ocupadas por hospitalizados que no caben en otro servicio. Tenemos, como nunca en mis ocho años en este hospital, hasta veinticuatro horas de espera.
Las familias se enojan, los pacientes se enojan; y tienen razón. Pero nosotros no podemos enojarnos; si no, cómo nos levantamos mañana para venir al turno cuando ya no damos más.
Esa frustración es compartida, y se extiende entre todos quienes trabajamos en salud. Pareciera ser que es difícil de creer para algunos que no: no nos gusta que la gente espere. Pero la vocación de servicio no agranda centros asistenciales, no apura máquinas de laboratorio ni arregla equipos deteriorados por el sobreuso. Hay tanto más que sólo (cansadas) personas detrás del servicio que otorgamos.
Nos dieron permiso para tomarnos vacaciones, por fin, pero ha sido un esfuerzo colectivo: para que alguien falte, otro tiene que trabajar el doble. Doble turno, para algunos; el doble de funciones, para otros; todo junto, para la mayoría. «Es lo que nos toca, tenemos que ayudarnos», me dice un colega en la entrega de turno cuando lo miro casi culposa por un reanimador con ocho pacientes en el que originalmente caben sólo tres.
De esos ocho, al menos tres están conectados a ventilador mecánico y sólo dos de ellos son COVID. Ninguno de los dos se ha vacunado.
«Somos el mejor hospital de Chile», y no lo digo yo. Lo dijo hace un par de años el ránking de America Economía Intelligence de mejores hospitales y clínicas sudamericanos, al situarnos en el número 21, con una clínica privada como único otro representante nacional con mejor puntuación que nosotros. Lo dice también Fonasa, que comparó indicadores de gestión de los 65 principales centros públicos de salud en pandemia, y resultamos ser los más eficientes. Lo dice la tasa de mortalidad que hemos tenido como hospital en pandemia, comparable e incluso mejor que las de algunas de las clínicas chilenas más prestigiosas.
Si me preguntan cuál es la clave del éxito de nuestra urgencia, diría que es que nos tenemos cariño. Entre nosotros, al hospital, pero sobre todo a los pacientes. Asumimos la carga mental —que suele ser peor que la laboral— de trabajar aquí y así, gestionando pobreza.
Ningún sabio lo dijo pero todos lo sabemos: el sistema público de salud se sostiene en los hombros de quienes trabajamos en él.
Rumbo a mi casa sentada en el metro recapitulo los pequeños logros del día. Encuentro gratificación en poder ayudar mediante mi trabajo, y entiendo que soy un eslabón más en una cadena de personas comprometidas con la salud del país. Medio en broma, medio en serio me imagino dejando la medicina para dedicarme a algo menos desgastante. Me consta que no soy la única que lo piensa.
Estamos cansados. También en «el mejor hospital de Chile».