La tormenta ética de CRISPR
24.03.2022
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24.03.2022
Constituye la técnica de edición genética más comentada y revolucionaria de la historia científica. Su gama de aplicaciones es amplia, y va desde la prevención de enfermedades a la capacidad de modificar embriones humanos. Hace cuatro años en China nacieron dos gemelas-CRISPR. El debate ético está abierto. Y su potencialidad comercial, también. ¿Cómo insertar a Chile dentro de la discusión?
Era la primera vez en la historia que el Premio Nobel se asignaba a dos mujeres. La bioquímica estadounidense Jennifer Doudna y la microbióloga francesa Emmanuelle Charpentier fueron reconocidas hace dos años con el Nobel de Química por haber materializado el entendimiento de CRISPR en el desarrollo de la técnica de edición genética por excelencia de nuestros días. Su trabajo se inserta en décadas de investigación internacional que nos han dejado frente a algo comparable a un sistema inmunológico bacteriano: se ha podido describir que existen bacterias que incorporan en su propio material genético trozos de material genético de virus que las infectan, para así recordar y desarrollar resistencia a infecciones futuras. Esto se basa en zonas repetidas denominadas CRISPR (Clustered Regularly-Interspaced Short Palindromic Repeats, por su sigla en inglés; o sea, «repeticiones palindrómicas cortas agrupadas y regularmente interespaciadas»). Los grupos de investigación liderados por las doctoras Charpentier y Doudna transformaron una proteína asociada a las zonas-CRISPR (la Cas9) en tijeras moleculares que con altísima precisión permiten «editar ADN».
Doudna ha contado que durante el proceso de investigaciones tuvo una pesadilla en la que se le aparecía Adolf Hitler pidiéndole el acceso a lo avanzado. Era un símbolo onírico elocuente de las temibles derivas que un uso inmoral de la técnica podría conllevar. Se ha dicho que editar ADN utilizando CRISPR es como utilizar el comando Ctrl+F en un archivo de texto y luego modificarlo a conveniencia; es decir, buscar para posteriormente borrar parte de lo escrito y/o incorporar nuevos caracteres. La historia reciente de la humanidad muestra ya varios intentos de «mejoramiento genético» desde ideas supremacistas sobre pureza racial, tales como, en la primera mitad del siglo XX, la legal esterilización forzada de personas racializadas y/o institucionalizadas en Estados Unidos, y por supuesto el experimento nazi en Europa. Si para entonces hubiese existido conocimiento sobre la herencia genética a nivel molecular y sido posible buscar regiones en el ADN humano para modificarlas, el imaginar una Alemania crispreando no es tan descabellado. De ahí la pesadilla de Jennifer Doudna.
Décadas después de la II Guerra Mundial, la ciencia ficción conspirativa de nuestros días ha regalado la ilusión de que las vacunas contra el covid-19 modifican el ADN (se cree también, erróneamente, que algunas causan trastornos del espectro autista). Lo cierto es que no es necesario acudir a la ficción ni a las teorías conspirativas: la ciencia ha desarrollado CRISPR como una herramienta molecular sin precedentes que es capaz de modificar ADN, y que hasta ahora ha sido aplicada a desde bacterias hasta animales no-humanos (perros, monos), pasando por insectos, hongos, algas, y vegetales-alimenticios.
De hecho, en 2018 nacieron en China los primeros seres humanos-CRISPR. Fueron dos gemelas a las que se editó genéticamente en etapa embrionaria —es decir, incluso antes de ser fetos— para evitar que contrajeran VIH, pues el padre era portador del virus. Al científico que realizó la edición genética se le castigó con una multa de 430 mil dólares americanos y tres años de cárcel [1].
Lo anterior motivó a que casi una veintena de personalidades cercanas al ámbito CRISPR publicaran en marzo de 2019 una carta pública solicitando una moratoria de cinco años para aplicaciones que involucren la utilización de CRISPR en la línea germinal humana. Es decir, prohibir explícitamente la utilización de la tecnología para editar seres humanos antes de que nazcan. Ya que establecer un marco regulatorio internacional es una misión titánica, a principios de 2020 la Declaración de Ginebra sobre la edición hereditaria del genoma humano incluía el siguiente párrafo:
«El racismo y la xenofobia están resurgiendo en todo el mundo, alimentados por suposiciones científicas y populares [desacreditadas] sobre las diferencias biológicas entre poblaciones clasificadas racialmente. El pensamiento eugenésico, que tiene como objetivo «mejorar» la humanidad a través de tecnologías y prácticas genéticas y reproductivas, persiste en el discurso popular y podría revitalizarse con la disponibilidad de la edición hereditaria del genoma humano. Estas ideas perniciosas aumentan el estigma y la discriminación contra personas consideradas genéticamente desfavorecidas, incluidas las personas y comunidades discapacitadas, y socavan la igualdad fundamental de todas las personas.»
La existencia de CRISPR como artefacto tecno-social prescribe una serie de preguntas ético-políticas: ¿son las autoridades gubernamentales (globales, nacionales, regionales) quienes deberían decidir sobre éste y otros asuntos que no solamente conciernen a la libertad individual (en términos de autonomía), sino que además pueden incidir en el destino genético de la humanidad? ¿Dónde trazar la línea entre fines terapéuticos y «mejoramiento genético»?
Si el foco de la discusión es aquello que es justo, la diversidad social demanda evaluaciones sociotécnicas de CRISPR que precisamente consideren distintos puntos de vista. Existen, por ejemplo, comunidades afectadas por enfermedades genéticas hereditarias que desearían que su descendencia no presentara la afección que ellas sufren. Pero también hay casos de personas sordomudas que no ven su condición auditiva como un defecto. ¿Podrían estas últimas, entonces, eventualmente querer ocupar CRISPR para que su progenie también tuviera sordera? Hipotéticos dilemas éticos al respecto podrían ser casos de tribunales.
CRISPR ha inundado laboratorios de investigación como la técnica de edición genética más popular, pero no es sólo por su capacidad de modificar embriones humanos, sino que por su amplia gama de aplicaciones: eliminación de enfermedades genéticas en seres humanos adultos, producción de nuevos cultivos alimenticios, tratamiento del envejecimiento, elaboración de cosméticos, detección de enfermedades y patógenos (incluido virus como ébola o SARS-CoV-2), entre otras. Sin embargo, como posee una incidencia social disruptiva en la producción de nuevos bienes y servicios, su gobernanza no es trivial.
Solamente en Estados Unidos, el año pasado el sitio web Synthego enlistaba treinta compañías basadas en CRISPR. Si bien éstas no pretenden modificar embriones humanos, algunas están enfocadas en tratar condiciones genéticas ya existentes en pacientes (adultos y pediátricos). En paralelo, a la fecha existen más de cuarenta estudios clínicos que involucran la utilización de CRISPR con fines terapéuticos (si se suman tecnologías de edición genética que no usan CRISPR, la cifra supera los ochenta), incluyendo la enfermedad de Parkinson, leucemias, y cánceres de pulmón. Un caso prometedor es el de la betatalasemia, enfermedad que se caracteriza por una reducción en la producción de hemoglobina (encargada de transportar oxígeno en la sangre), lo que lleva a la anemia y algunos casos severos de daño al hígado, huesos y corazón. Hoy, por primera vez en la historia de la humanidad, enfermedades con causa genética como ésta no serían sentencia de muerte.
Más tratamientos similares emergerán, y a medida que las fuerzas financieras se convenzan de lo lucrativo que resultará una «salud-CRISPResca» es probable que se sumen más firmas comerciales ocupadas en ello (como ya ocurre con Pfizer, Novartis, y Bayer). ¿Cuántas serán absorbidas por transnacionales? ¿Podría ser, acaso, que una sostenida inyección de dinero en terapias-CRISPR terminara en una burbuja?
El poder de compañías por acceder, entender, informar y comercializar datos genéticos (de seres humanos y de otras especies) significó que, por ejemplo, hasta 2013 existieran en EE. UU. miles de patentes sobre genes humanos; lo cual le entregó monopolios económicos a firmas que se volvieron dueñas de cierta información genética que pertenece a toda la humanidad.
En esta línea, si en momentos de una expansión innovativa —y CRISPR tal vez represente un ejemplo— las voluntades de quienes controlan mercados no están en sintonía con la obtención de bienestar social de mayorías o minorías, las percepciones personales y colectivas que se tengan sobre qué son y cuáles son nuestros derechos son relevantes, pues permiten anteponerse a desigualdades que se generarán en el acceso a nuevos bienes y servicios. Tecnología y ética van mano-a-mano. Por ejemplo, ¿debería existir el derecho a acceder a terapias-CRISPR, independientemente de los medios económicos del paciente? ¿O acaso éste será simplemente un tema que se resolverá a través de las ofertas disponibles en futuros mercados? Si la respuesta es ésta última, ¿qué hacer frente a una oligopolización que termine en precios exorbitantes? ¿Debería el Estado financiar la compra de tratamientos provenientes desde fuera del territorio nacional? ¿O acaso diseñar tratamientos nacionales? ¿O ambos? ¿Qué perspectiva se adopta frente a derechos de propiedad que entran en conflicto con el acceso a salud?
Aún más relevante, y más allá de debates económicos, está la discusión sobre si debiésemos como sociedad garantizar el derecho a modificar nuestro genoma; y, si así fuera, cómo y en qué oportunidades hacerlo. Es algo que requiere ser debatido con información fidedigna y altura de miras. Es incorrecto entender a CRISPR única y exclusivamente como un problema tecnoeconómico. Debemos discutir qué se quiere perseguir a través de esta técnica, así como el desbalance de poder que existe entre quienes la controlan y quienes no. Esto último toma relevancia en una realidad pandémica que se entrelaza a la contingencia institucional chilena post estallido y al debate constituyente en marcha. Dos representantes de la salud pública figuran hoy en la mesa directiva de la Convención Constitucional y cuatro médicos son parte del venidero gabinete del gobierno de Gabriel Boric. Cabe la duda, entonces: ¿Cómo se instalan las biotecnologías futuras ligadas a CRISPR en la intención frenteamplista de hacer de Chile un estado emprendedor?
En un momento que realza la participación ciudadana en la construcción de nuevas formas de gobernabilidad y gobernanza, es imperativo que la discusión de la auténtica tormenta ética que implica CRISPR no solamente considere a ésta como una plataforma de hibridaciones entre el sector público y el privado en cuanto a innovación tecnológica, sino que también logre involucrar a la sociedad civil en el debate en torno a modos de diseñar, proponer y promover innovaciones con resultados de justicia social.
[1] La legislación internacional prohíbe modificar embriones humanos genéticamente para «reproducción humana» ni con fines de «heredabilidad». Cuando se trata de fines no reproductivos —investigación, por ejemplo—, las regulaciones varían según el país. Canadá y algunos países de Europa lo tienen prohibido, pero en Estados Unidos, China e India se permite. Puede leerse más al respecto en este documento.