Cómo hacer de la transición energética un desarrollo justo
03.02.2022
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03.02.2022
Los lentos pero necesarios avances en el uso de energías renovables deben considerar que incluso las fuentes alternativas generan un daño al entorno y las comunidades. La siguiente columna de opinión para CIPER comenta el actual desequilibrio que al respecto presentan países mineros y no mineros, y propone perspectivas para que los costos de la anhelada transición energética sean problematizados y afrontados por todos.
Nadie parece dudar de que en la película de Netflix hoy más comentada, No mires arriba, aquel cometa que destruirá la tierra si no hacemos algo urgente es la crisis climática. Se trata de una amenaza que está cerca y afectará a toda la humanidad. Para contrarrestarla, necesitamos cambiar radicalmente la forma en la que vivimos; incluyendo qué comemos, cuánto y cómo nos movemos, qué compramos y cuánta energía utilizamos.
Se vienen dando algunos pasos al respecto. Si bien todavía cerca del 85% de la energía total utilizada proviene de combustibles fósiles (gas, carbón y petróleo), durante lo que va de este siglo la generación de electricidad a partir de energía eólica y solar pasó de ser casi inexistente a representar cerca de un 10% de la generación global. Las mejoras tecnológicas han reducido los costos de la generación eléctrica con energías renovables hasta el punto que pueden competir con los combustibles fósiles. Y recientemente vino lo que parece el tiro final: los poderosos e influyentes gobiernos de la Comunidad Europea y de Estados Unidos anunciaron medidas drásticas. Para 2035 la primera aspira a prohibir el uso de autos que utilicen petróleo o diésel, mientras que en EE. UU. se fijó como objetivo que la generación eléctrica sea totalmente libre de emisiones de carbono.
Donde no estamos avanzando, sin embargo, es en la discusión y entendimiento, y mucho menos en el abordaje temprano de las tensiones y desafíos que estos cambios van a imponer a los países en desarrollo, particularmente los mineros.
Se ha empezado a hablar sobre los costos y la necesidad de una transición justa hacia ese nuevo mapa de fuentes energéticas; sin embargo, la discusión suele limitarse a la pérdida de trabajos en las industrias que irán desapareciendo, como las termoeléctricas y las minas de carbón. Pero la transición energética tiene un lado mucho más oscuro, vinculado a los impactos ambientales y sociales que deja la extracción de los minerales que ella necesita. Por ejemplo, para una misma cantidad de energía, la generación de electricidad a partir del viento necesita nueve veces más minerales que aquella a partir de gas. Los autos eléctricos utilizan seis veces más minerales que los autos convencionales [1]. Y la producción de baterías, paneles solares y generadores eólicos hará que aumente enormemente la demanda por los minerales necesarios para su fabricación.
La minería es una actividad muy importante para muchos países en desarrollo en América Latina, África y Asia, que dependen de ella para la generación de empleos, exportaciones y los muy necesarios ingresos fiscales a través de impuestos y regalías. Es por esto que, en nombre del «desarrollo», los gobiernos de esos países suelen ver como algo positivo el aumento en la demanda por minerales, y así ignoran o minimizan los problemas ambientales y sociales asociados.
La actividad minera consume gran cantidad de agua y energía; contamina el suelo, el aire y el agua; puede afectar la biodiversidad por el cambio en uso de suelo; y, en algunos países, está asociada a trabajo infantil, abuso sexual, corrupción, y conflictos armados [2]. También presenta riesgo de accidentes masivos, como lo demostró en 2019 el colapso del depósito de relaves en Brumadinho, Brasil, con más de 250 muertes. En Bougainville, Papúa Nueva Guinea, los impactos ambientales y la disrupción de los patrones socioculturales que generó la operación de una mina de cobre y oro es considerada como uno de los principales gatillantes de una guerra civil que duró una década y costó cerca de diez mil vidas [3].
Chile no es la excepción a lo anterior, a pesar de mostrarse al mundo como un país minero exitoso. Existen múltiples casos de mineras investigadas y multadas por incumplimientos en materias ambientales (entre otras, Escondida, Pascua Lama, Candelaria, y Caserones); y están asimismo la contaminación con plomo y arsénico de desechos mineros en Arica, decenas de relaves abandonados considerados altamente peligrosos, y la corrupción rampante tras SQM y el proyecto Dominga, solo por dar algunos ejemplos.
Por esto no resulta sorprendente que los movimientos sociales y una sociedad civil cada vez más informada estén determinados a no permitir que empresas y gobiernos arrasen con los ecosistemas y las comunidades cercanas a las minas. En Argentina, por ejemplo —un país con minerales pero no minero, en gran parte debido a las movilizaciones—, la minería está prohibida o con fuertes restricciones en cerca de la mitad de las provincias con depósitos minerales.
Hasta ahora los impactos negativos de la minería son enfrentados casi exclusivamente por aquellas comunidades cercanas a las minas, no por el resto de la población de sus países (y mucho menos por los habitantes de los países no mineros que se benefician de la explotación). Aunque los ciudadanos de países de altos ingresos son cada vez más cuidadosos con lo que comen, visten y la energía que consumen, en su mayoría permanecen felizmente ignorantes de los costos que su demanda por minerales genera en otros lugares del mundo. No saben que el tomar bebidas en lata hace que mujeres en Guinea tengan que caminar largas distancias para conseguir agua. Ni que detrás de algunos minerales en sus teléfonos existe trabajo infantil; o que el cobre en sus autos eléctricos resulta en agua contaminada y daño irreversible a la salud de niños de remotos pueblos andinos.
Lo anterior explica por qué hasta ahora los países que lideran la transición energética —típicamente no mineros— se han limitado a pensar en este tema como un «riesgo»; el riesgo de que la conflictividad social en los países mineros haga más difícil y más caro el proceso de cambio. Pero a medida que avance la transición energética, y con ella la demanda y los precios de los minerales, se volverá inevitable que aumenten las tensiones que los países con depósitos minerales enfrentan para responder a su necesidad de ingresos a través de la promoción de proyectos en el área y, a la vez, a las demandas ciudadanas de cuidado del medioambiente y de su vida. Con el incremento en las tensiones es de esperar que los conflictos aumenten; y así, lo que ahora parecen problemas locales, se convertirán en globales. En otras palabras, es de esperar que el conflicto se globalice.
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Una pregunta importante a partir de lo expuesto es si acaso es posible hacer minería de otra forma. Para muchos la respuesta es categóricamente un ‘no’. Sin embargo, desde una perspectiva global, ni detener la minería completamente parece una alternativa; ni reducir el uso de energía y minerales global, realista. Y al menos en el corto y hasta mediano plazo —y aunque aumenten enormemente la reutilización y el reciclaje— no hay suficientes minerales disponibles para lo que requerirá la transición energética [4].
Por lo tanto, otras preguntas importantes mientras construimos un futuro post extractivista son: ¿cómo incentivar los cambios necesarios para empezar a transitar un camino diferente dentro de este sector?; ¿quién va a tomar la iniciativa?; ¿qué papel deben (y pueden) jugar los países mineros y los gobiernos de países consumidores?; ¿quiénes pagarán los costos?
No parece haberse realmente intentado hasta ahora obligar a las compañías a desarrollar tecnologías y formas de operar que reduzcan radicalmente sus impactos negativos. Las mineras deberían hacerse cargo de los costos que imponen a la sociedad; esto es algo que se enseña en los cursos más elementales de economía, pero no ha habido voluntad ni capacidad política de exigirlo. Hay situaciones en las que, como consecuencia de manifestaciones en oposición a determinados proyectos, terminan por introducirse modificaciones técnicas que reducen los efectos ambientales negativos de éstos (y también su rentabilidad). Sucedió por ejemplo en Chubut, Argentina, cuando el proyecto de extracción de oro Navidad propuso cambiar su tecnología para eliminar el uso de cianuro, el que está prohibido por la legislación local respondiendo a demandas sociales.
El Acuerdo de Escazú —rechazado por el gobierno de Sebastián Piñera pero que será firmado por el gobierno entrante de Gabriel Boric— requiere que como parte de los procesos participativos asociados a decisiones con impactos ambientales, tales como la aprobación de proyectos mineros, debe hacerse pública información sobre «las tecnologías disponibles para ser utilizadas», y así transparentar las opciones existentes en vez de considerar sólo aquella más rentable para la empresa. La implementación efectiva de este requisito deberá ser vigilada de cerca. Otro requerimiento elemental en grandes proyectos mineros debiese ser la generación, puesta en juego y valoración de los diversos tipos de conocimientos necesarios para el entendimiento y evaluación crítica de alternativas, incluido el conocimiento científico.
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Es difícil pensar en una transición energética sin minerales. No es aceptable, sin embargo, sacrificar ecosistemas y comunidades para extraer los minerales necesarios para abandonar los combustibles fósiles. Ni los países que hoy lideran esta transición pueden seguir haciendo la vista gorda al respecto, ni aquellos que recibiremos el impacto esperar tranquilos a que las iniciativas verdaderamente transformadoras vengan desde los países de altos ingresos. Será necesario ser creativos, explorar nuevas posibilidades para ejercer influencia no solo sobre las firmas multinacionales sino también sobre las instituciones globales, de manera de que los costos de la transición energética sean problematizados y afrontados por todos.
Y para esto parece esencial considerar la sociedad civil como una aliada. Se necesitan explorar nuevas formas de relación entre las comunidades locales, la sociedad civil organizada, las empresas y los Estados, no solo para impulsar cambios dentro de los países, sino a nivel global. Hasta ahora la resistencia de la sociedad civil ha sido considerada un problema; una barrera a superar para el desarrollo de un proyecto. El acuerdo o licencia social se ha visto como un recurso más, necesario para impulsar un proyecto. Sin embargo, y de acuerdo a una visión transformadora, ésta debería quizás ser pensada más bien como un insumo para el cambio. Su potencial transformador debería ser entonces mejor entendido e incluso «utilizado» por los gobiernos de los países en desarrollo para globalizar el conflicto y las soluciones.
A diferencia de Argentina, donde las movilizaciones han bloqueado el establecimiento de la industria minera, en Chile ésta se desarrolló principalmente durante los años 90, en un contexto de desmovilización de la sociedad civil. Actualmente el péndulo está en el extremo opuesto, con un proceso constituyente en marcha impensado hace pocos años. Todo indica que la relación entre la sociedad y el medioambiente será un eje importante de la propuesta de Constitución que emanará de la Convención, y que el marco de acción que se defina probablemente ayude a abandonar viejas fórmulas asistencialistas y cortoplacistas. La mirada debe ser de largo plazo, transformadora y verdaderamente inclusiva, con una sociedad civil que tenga un rol central en los procesos, y donde el interés general esté al fin por sobre el privado.
[1] HUND, K.; PORTA, D. L.; FABREGAS, T. P.; LAING, T.; y DREXHAGE, J. (2020). The Mineral Intensity of the Clean Energy Transition. (World Bank; International Energy Agency) + (2021). The Role of Critical Minerals in Clean Energy Transitions.
[2] Ver, por ejemplo: IEA (International Energy Agency) (2021): The Role of Critical Minerals in Clean Energy Transitions (p. 287).Church, C. y Crawford, A. (2018): Green Conflict Minerals: The fuels of conflict in the transition to a low-carbon economy (p. 56); International Institute for Sustainable Development + Teschner, B. A. (2012). Small-scale mining in Ghana: The government and the galamsey. Resources Policy, 37(3), 308–314. + Bebbington, A. (2012). Social Conflict, Economic Development and Extractive Industry: Evidence from South America (Routledge=. + Cuvelier, J., Vlassenroot, K., & Olin, N. (2014). «Resources, conflict and governance: A critical review». The Extractive Industries and Society, 1(2), 340–350. + Sharland, L., Grice, T., & Zeiger, S. (2017). Preventing and countering violent extremism in Africa: The Role of the Mining Sector. (Australian Strategic Policy Institute). + Sovacool, B. K. (2021). «When subterranean slavery supports sustainability transitions? power, patriarchy, and child labor in artisanal Congolese cobalt mining». The Extractive Industries and Society, 8(1), 271-293.
[3] HILSON, C. J. (2006). «Mining and civil conflict: Revisiting grievance at Bougainville», en Minerals & Energy-Raw Materials Report, 21(2), 23–35. + LASLETT, K. (2014). State crime on the margins of empire: Rio Tinto, the war on Bougainville and resistance to mining (Pluto Press). + ADAMO, A. (2018). «A cursed and fragmented Island: History and conflict analysis in Bougainville, Papua New Guinea», en Small Wars & Insurgencies, 29(1), 164–186.
[4] Por ejemplo, si se reciclaran todos los desechos de cobre disponibles en un año, apenas cubrirían la mitad de la actual demanda por cobre. Ver más en LOIBL, A., y ESPINOZA, L. A. T. (2021). «Current challenges in copper recycling: aligning insights from material flow analysis with technological research developments and industry issues in Europe and North America», en Resources, Conservation and Recycling, 169, 105462. + ESPINOZA, L. A. T. (2012). «The contribution of recycling to the supply of metals and minerals» (No. 20, p. 8). POLINARES working paper.