Financiamiento de la Educación Superior: tapar un error con otro peor
21.01.2022
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21.01.2022
Ante el debate sobre deuda estudiantil y presupuesto universitario, los autores de esta columna para CIPER, académicos de la Universidad de Chile, revisan los últimos años de lo que definen como una seguidilla de malas decisiones en el área, y concluyen con una advertencia: «El CAE fue mal diseñado; la gratuidad universitaria, mal concebida, mal diseñada y mal implementada. Fue mala idea esconder un error con otro peor, pero la condonación de la deuda CAE sería seguir por la misma línea de tapar errores con otros peores, y cada vez más caros».
En columnas previas hemos explicado que tanto la condonación generalizada del Crédito con Aval de Estado (CAE) como la extensión de la gratuidad son muy malas ideas. Hoy tenemos un foco más ambicioso: exponer qué debería hacerse con el financiamiento de la educación superior en Chile. Primero es necesario resumir los elementos centrales del diagnóstico, ya que el principal problema de las malas políticas que tenemos hoy en educación superior es que parten de un diagnóstico errado. Haciendo una analogía con la medicina, no sólo operaron la cadera equivocada, sino que además intervinieron la cadera cuando el paciente estaba a punto de sufrir un paro cardíaco (pues la prioridad debió haber sido la infancia). Luego de resumir nuestro diagnóstico, presentamos las líneas centrales de nuestra propuesta, que evitaría seguir acumulando errores.
El gasto chileno en educación superior es enorme, y como porcentaje del PIB se trata de uno de los más altos del mundo. Entre los países de la OECD, sólo Corea, Israel y EE.UU. pueden compararse —todos con elevado aporte privado—, seguidos de Suecia (bastante más atrás y dependiente casi en exclusiva de aportes públicos).
Todos estos países tienen una elevada proporción de inversión en Investigación y Desarrollo (I+D), a diferencia de Chile (que es uno de los que menos gasta en el área en el mundo, especialmente con recursos privados). Esto tiene que ver con el patrón de desarrollo económico del país y las malas decisiones políticas que lo acompañan. Chile tiene, además, un elevado porcentaje de su población siguiendo estudios superiores: a los 20 años de edad, un 53% de chileno/as se ocupa en educación terciaria, contra un promedio de 39% de los países miembros de la OECD. Corea lidera a cierta distancia con 70%, pero, contrariamente a nuestro país, tiene alta demanda por «capital humano avanzado», así como un gran gasto en I+D.
Cabe destacar que, según una reciente publicación de la OECD, Chile es el país con mayor premio a la educación superior, rentando 17 veces para los hombres y 14 para las mujeres por cada peso invertido, considerando una tasa de descuento de 2% para los ingresos futuros. Las demandas por mayor acceso a estudios superiores fueron el resultado de nuestros éxitos en la graduación del sistema escolar. Desde 1990, cada vez más jóvenes de 18-19 años fueron completando la enseñanza secundaria (alcanzamos tasas semejantes a Alemania y EE.UU.). Entre 1990 y 2020 la matrícula de educación superior se cuadruplicó.
Sin embargo, ese éxito era sólo cuantitativo, pues la calidad mejoraba poco. Aunque Chile lidera en Latinoamérica los resultados de las pruebas PISA, está muy por debajo de los países desarrollados. Algunos creen que la educación chilena era buena y se deterioró durante la dictadura, pero los resultados en el estudio TIMSS de 1964 no eran mucho mejores a los actuales, y además en ese tiempo sólo una élite se educaba. Otra prueba de que se trata de un problema de larga duración es que el 70% de los chilenos adultos y un 50% de los egresados de educación superior tienen bajas habilidades cognitivas; muy por debajo del resto de la OECD. Esto no es muy distinto a la situación registrada por IALS en 1998; así pues, se trata de un problema de larga data, que hemos fallado en resolver.
La paradoja es que, en dictadura —cuando la matrícula era de alrededor de cien mil estudiantes—, el Estado chileno decidió abrir la educación superior a la iniciativa privada, aunque sin apoyarla directamente (excepto por el Aporte Fiscal Indirecto (AFI) y la posibilidad de ganar fondos de investigación). Luego en democracia decidió fomentarla a través de un sistema de créditos, y cuando la matrícula se empinó por sobre el millón de estudiantes decidió hacerse cargo, con la gratuidad, de los costos de esos estudios. Esta trayectoria raya en el absurdo: no se puede tener mercado y gratuidad simultáneamente, a menos que se decida no atender ninguna necesidad social en los próximos diez años o bien incrementar sustantivamente los ingresos fiscales como porcentaje del PIB (en cuyo caso hay cien prioridades más urgentes que la gratuidad de la educación superior o la situación financiera de sus egresados). La única forma de sostener ambas es continuar con un mercado para la oferta privada —ojalá mejor regulado que el actual—, que a través de crédito conviva con una educación estatal gratuita, cuyo financiamiento a la oferta esté basado en la producción de valor público; es decir, el desafío será crear una institucionalidad que garantice una oferta pública de altos estándares.
Lo cierto es que tanto el CAE como la gratuidad terminaron siendo malas políticas, pero por su secuencia temporal se convirtieron en un verdadero desastre, que puede empeorar aún más si la promesa que formuló el presidente electo se hace realidad. El CAE fue mal diseñado; la gratuidad universitaria, mal concebida, mal diseñada y mal implementada. Fue mala idea esconder un error con otro peor, pero la condonación de la deuda CAE sería seguir por la misma línea de tapar errores con otros peores, y cada vez más caros.
En el mundo desarrollado, la gratuidad se restringe a las universidades estatales o a algunas universidades de alto prestigio; siempre con consejos autónomos, nunca con un dueño ni accionistas. En países líderes, como Alemania y EE.UU., el valor público, como objetivo siempre flexible y pluralista, se garantiza por contrato entre la universidad y el Estado o con consejos autónomos integrados especialmente por exalumnos notables. La sociedad puede decidir que estas universidades estatales sean gratuitas, pero para eso debe primero abandonarse el mecanismo de subsidio a la demanda. Esto, porque la combinación de ambos, en el muy peculiar caso chileno, es financieramente insostenible y éticamente cuestionable, por dirigir recursos públicos escasos a sectores de altos ingresos y a proyectos que no necesariamente construyen valor público. Definir políticamente el valor público como misión es incompatible con dejar el financiamiento al mercado, pues éste sólo pondera las preferencias individuales.
El mundo va en la dirección opuesta a la gratuidad a la chilena. La tendencia es cobrar —al menos algo— incluso en la educación estatal, como medio para recuperar costos en un escenario de restricción fiscal creciente. De ahí que la política chilena fuese irresponsable al extender la impresión de que la gratuidad universal vía voucher era alcanzable, y, antes de aquello, crear un mecanismo de crédito sin haber corregido lo suficiente los problemas de un sistema de educación poco transparente y de mala calidad. Uno que, como en cualquier país del mundo, no puede asegurarles un futuro esplendor a todos sus estudiantes. Urge buscar soluciones viables y coherentes en la línea de lo indicado, antes de que las fallas del sistema y la de sus mecanismos de financiamiento se hagan insostenibles. Lejos de ser nuestra palanca al desarrollo —como lo fue en EE.UU. y Canadá al comienzo del siglo pasado, o en Corea recientemente—, el sistema chileno de educación superior se está convirtiendo crecientemente en una bomba de tiempo, tanto por un costo insostenible para la carga tributaria previsible en la próxima década, como por la producción de un ejército de profesionales y técnicos (desertores incluidos) que no encontrará empleo en sus áreas de formación.
Si se quiere mercado —es decir, que los alumnos escojan a su «proveedor»—, la educación superior se debe financiar vía crédito contingente a ingresos, no a través de los impuestos. La gratuidad, en el caso de desearse tal disparate, debe restringirse a lo estatal, vía financiamiento a la oferta y a cambio de la creación de valor público (no de competencia por las preferencias individuales de familias o estudiantes).
¿Significa esto que debe desatenderse el drama que el CAE representa para muchas familias? No, pero los datos indican que se trata de algo muy acotado; que podría estar afectando a entre un 10% y un 30% de los deudores. La pregunta clave es la siguiente: ¿no es aquello una responsabilidad individual? Y si lo fuese, ¿merece apoyo?
Por ejemplo, hasta hace poco al empresario que quebraba en Chile se le daban las penas del infierno. Hoy se ha entendido que es bueno que la gente emprenda y, además, se sabe que de cada diez emprendimientos, alrededor de nueve fracasan. No es sabio desincentivar el emprendimiento con el infierno; incluso es deseable que quienes aprendieron de sus fracasos vuelvan a intentarlo. Pero, en general, los capitales necesarios para emprender no se regalan: de lo contrario, la tasa de fracaso sería aún mayor.
Debemos construir una sociedad que ofrezca los apoyos y las oportunidades para el desarrollo de todos los proyectos de vida, incluido el educacional. Y esto va más allá de la educación superior de pregrado, donde erróneamente se han focalizado los recursos durante la década pasada. Es necesario ir hacia adelante, con alternativas de formación para toda la vida por medio de «microcredenciales»; y hacia atrás, como hicieron los gobiernos de la Concertación al elevar sustancialmente los recursos invertidos en educación escolar y parvularia (desde que comenzó a regir la gratuidad ha ocurrido lo contrario: todos los años, el presupuesto de educación superior ha aumentado más que el de educación escolar y preescolar). No se saca nada con abrirles oportunidades de formación universitaria en carreras altamente complejas a jóvenes que no entienden lo que leen; y no es ése el momento de compensar, sino antes. Las oportunidades que deben abrírseles a aquello/as jóvenes que, pese a su esfuerzo, el sistema escolar no supo incluir ni hacer florecer, deben ser otras, más realistas y ajustadas a sus posibilidades y a las demandas del mercado laboral.
Las condonaciones del CAE son necesarias cuando los ingresos de los egresados no permiten pagarlo, pero no deben ser universales. La condonación no genera valor social, a menos que alivie un dolor que políticamente estamos de acuerdo en evitar. No puede ser generalizada, sino focalizada en quienes efectivamente no han obtenido rentabilidad de su inversión.
Claramente los promedios esconden la distribución, y se puede acudir en ayuda de quienes están en problemas. Muchos sienten que fueron víctimas de una gran estafa, y en realidad hay algo de eso, por ejemplo frente a instituciones que gastan más en publicidad que en formar alumnos o que a sabiendas imparten carreras sobresaturadas. En otros casos, se trata simplemente de incertidumbre sobre una inversión cuya rentabilidad no puede ser garantizada. Tampoco puede descartarse que, producto de los bajos costos, haya existido desidia de parte de alguno/as estudiantes. En los países vecinos donde las universidades estatales son gratuitas, el promedio de duración de algunas carreras es superior al doble de lo dispuesto en el currículum de éstas. ¿Debe hacerse cargo la sociedad de ese tiempo de relajo?
Así pues, el Estado deberá ponerse, como lo hizo al abrir la contingencia a ingresos (no se paga más del 10% del ingreso cada mes) y al reducir la tasa de interés. La solución debe ser compartida e involucrar a las instituciones y a los bancos, que finalmente lucraron con esos recursos y traspasaron el problema a los deudores y a la sociedad en su conjunto. Por otra parte, ésta es una oportunidad de darles legitimidad a las asociaciones de deudores, que como todas las agrupaciones en una democracia pluralista tienen un papel valioso que desempeñar. Convertir dramas individuales en problemas públicos permite a las personas que los sufren saberse escuchadas y reconocidas. Lo anterior no significa que todas las demandas deban ser satisfechas: inevitablemente debe priorizarse, y esto es lo que se ha hecho muy mal en los últimos gobiernos, justamente en momentos en que el crecimiento ha sido bajo y la productividad está estancada. Lo anterior no es para nada independiente de las malas decisiones que han tomado esos gobiernos.Sorprende que en un período en que la matrícula en educación superior se cuadruplicó, la productividad nacional no haya crecido. Es una expresión más del fracaso del sistema.
En síntesis, nuestras propuestas son:
a)fortalecer y perfeccionar las reglas del mecanismo de crédito contingente a ingresos, para todos aquellos que no pueden pagar;
b)eliminar la gratuidad «a la chilena», sustituyéndola —si lo que se desea es gratuidad— por gratuidad o arancel diferenciado sólo en universidades estatales, financiándolas con un subsidio a la oferta contra la producción de valor público;
c)abordar el problema únicamente de aquellos deudores CAE que no pueden pagar, haciendo corresponsables de su situación a los centros de formación y a la banca;
d)hacer entrar en vereda a las instituciones que están estafando a los estudiantes.
Ojalá los futuros gobiernos hagan correcciones a esos errores y no se insista en cubrir un error con otro aún más grave, como se hizo con la gratuidad y ahora, como algunos proponen, con la condonación generalizada del CAE. Una medida de esta naturaleza implicaría casi automáticamente que nadie vuelva a pagar nunca más, generando así la gratuidad total del sistema.