La encrucijada de Boric frente al proceso constituyente
23.12.2021
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23.12.2021
Dos opciones tiene hoy el Presidente electo al asumir su mandato, estiman los autores de esta columna para CIPER: elevarse a la altura de un estadista o ceder a la tentación polarizante que ha animado a parte del debate en desarrollo de la Convención Constituyente. Como sea, subrayan, «Gabriel Boric tiene hoy en Chile un poder que pocos han tenido en la historia de nuestro país».
Ahora que sabemos que la estrategia de Gabriel Boric de buscar el voto de centroizquierda fue exitosa, surgen varias interrogantes. Una de ellas es qué tan al centro se movió efectivamente el ahora presidente electo. Su conversación por videocámara con el presidente Piñera, así como algunas frases del discurso que pronunció inmediatamente después de confirmada su victoria, permiten suponer un genuino interés por lograr acuerdos y alcanzar amplios consensos. Pero otras, como las referidas a los indultos para «los presos de la revuelta», parecen indicar que ese espíritu moderado y, digamos, conciliador no llega a tanto como para sofocar el espíritu faccioso que podríamos considerar que anima —o, al menos, ha animado hasta ahora— al triunfador y a su sector. Resulta entonces legítimo preguntarse cuál de los dos espíritus se impondrá durante su gobierno.
Por una parte, los vaivenes de Boric no parecen escapar del tradicional dilema que enfrenta todo actor social en el curso de un proceso personal de consolidación política. El líder social electo parlamentario, el candidato en una primaria que obtiene la nominación, y el vencedor de una primera vuelta que enfrenta un balotaje: en mayor o menor medida, todos requieren adaptar su retórica y programa iniciales para convocar a un espectro mayor de adherentes y así conquistar su objetivo político.
De la misma manera, la ambivalencia retórica y política de Boric tampoco son novedosas para un candidato presidencial que se convierte en jefe de Estado: en una democracia, los otrora adversarios ideológicos de quien resulta electo se convierten en sus gobernados, y es justamente allí donde la ciudadanía espera (y agradece, qué duda cabe) que aflore la tradición republicana, aquella que evidencia que el consenso social descansa en un mínimo común denominador de respeto y validación recíprocos, que no es otro que el de la adhesión a la democracia representativa formal.
Sin embargo, es posible afirmar que Gabriel Boric se encuentra hoy en una encrucijada única, distinta de los dilemas y ambivalencias antes referidos. Se trata, en realidad, de una de aquellas situaciones que pocos gobernantes tienen la posibilidad de experimentar durante su vida política: asume su mandato en el contexto de una profunda crisis de confianza ciudadana y polarización política, sustantivamente vinculada al proceso de redacción de un nuevo texto constitucional que ha hecho cada vez más evidente la existencia de proyectos político-sociales incompatibles entre sí.
Desde esta perspectiva, la victoria electoral lo coloca en una situación única; en cierto sentido, privilegiada y, por lo mismo, abismal. Gozará al asumir su cargo del poder de la Presidencia de la República, pero estará dotado a la vez, en razón de su triunfo y del hecho de que su mismo proyecto político encarna de manera sustantiva las aspiraciones y visión que tienen parte importante de los constituyentes, de una especie de autoridad política para encaminar el trabajo de la Convención. Se trata de una especial conjunción entre la auctorictas y la potestas romanas, que pocas veces recae de manera palpable en una misma persona durante procesos de cambio profundo.
La imparcialidad del proceso y la preservación del espíritu democrático exigen que las reglas acordadas en la Convención, cualesquiera que sean, se apliquen a contar del período siguiente a aquel que se rige por la Constitución aún vigente. Sin embargo, la concepción asamblearia y corporativista de democracia que parecen tener muchos constituyentes podrían desviar estos propósitos por rutas más sectarias. Hasta ahora los debates han mostrado que un sector de la CC por un lado estima que los mecanismos representativos falsean la democracia o contribuyen a formar una versión deficitaria de la misma, y que por otro entiende que son determinados grupos (y no únicamente los ciudadanos simpliciter) los que deben quedar amparados o protegidos por la Constitución y demás normas jurídicas. Ambas concepciones vuelven muy difícil el intento de elevarse a la universalidad, impersonalidad e imparcialidad que al fin y al cabo requieren tener las leyes.
Su historia política permite al Presidente electo convocar e incluso cristalizar una gran mayoría nacional dentro de la Convención en torno a un modelo socialdemócrata, lo que en todo caso supone el respeto por una sociedad libre y abierta. Boric hoy goza de dicha autoridad frente a la ciudadanía, pero también, y sobre todo, frente a la centroizquierda, cuya tibieza en la condena de la violencia como método de acción política ha contribuido al debilitamiento de la paz social y del estado de derecho durante los últimos meses.
El mejor escenario, entonces, es que el Presidente electo se decante por la disposición moderada. Es la única que lo puede convertir en estadista y permitir superar el sectarismo, y a la vez sostener varias de las legítimas demandas de reconocimiento de algunos grupos.
La alternativa es que el Presidente electo se deje llevar por el espíritu faccioso. Sería lamentable por varias razones. La primera es que contribuiría a aumentar la polarización que en parte hizo emerger a la derecha conservadora e identitaria de José Antonio Kast como fuerza política relevante. La segunda es que esa decisión podría, de modo más o menos directo, radicalizar el trabajo de la Convención.
Gabriel Boric tiene hoy un poder que pocos han tenido en la historia de Chile: el de elevarse a la estatura moral de un estadista, y encauzar con ello el proceso constituyente y la crisis social. Esperemos por el bien del país que así ocurra.