«El cielo está rojo»: imágenes en resistencia
10.01.2022
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
10.01.2022
La directora del primer largometraje documental sobre el incendio en la Cárcel de San Miguel (2010) detalla en este texto para CIPER el desafío de investigación y comprensión del dolor en torno a la tragedia que le significó el proyecto: «¿Cómo hacer visible lo que resulta insoportable a la mirada? ¿Cómo enfrentarnos al horror sin volverlo consumible? Son preguntas que nos quedan grandes, pero que no por eso debemos dejar de intentar responder con urgencia».
El cielo está rojo es un documental dirigido por Francina Carbonell (con producción de Carlos Núñez y Gabriela Sandoval) que reconstruye la mayor tragedia en la historia carcelaria chilena. Fue estrenado el 11 de noviembre de 2021 y hasta ahora acumula premios en festivales de Francia, México (Mejor Largometraje Iberoamericano Documental, Festival Internacional de Guadalajara) y Argentina, además de ser elegida como mejor película (largometraje nacional) en FIDOCS y en Antofacine. Durante todo enero, se encuentra en exhibición en M100-Santiago (mier. a dom., 20 h.), y además estará en el Festival de Cine de Ñuble (15/1) y el Festival de Cine Chileno – Quilpué (19/1), mientras prepara otras funciones en salas del país.
En el juicio del incendio en la cárcel de San Miguel (8 de diciembre de 2010), uno de los sobrevivientes declara: «Esas imágenes están en mi cabeza, siempre van a estar». La madre de uno de los fallecidos agrega: «A veces sueño que él llega y me dice: “Lo que viste ahí no era yo”». El sueño de esa madre se resiste a desaparecer; las imágenes de ese hombre persisten en su cabeza pese a todo.
Son escenas suspendidas que no nos van a abandonar, por más que las neguemos. Habrá que mirarlas de nuevo; esta vez, de cerca. Sin embargo, cómo verlas es un problema complejo.
Cuando ocurrió el incendio en la cárcel de San Miguel de Santiago y comenzaron los despachos en televisión hubo quejas y denuncias tanto porque a juicio de la audiencia se mostraba demasiado de lo que estaba sucediendo o porque no se mostraba lo suficiente. Esto demuestra que en torno a sucesos traumáticos el límite resulta difuso. ¿Cómo hacer visible lo que resulta insoportable a la mirada? ¿Cómo enfrentarnos al horror sin volverlo consumible? Son preguntas que nos quedan grandes, pero que no por eso debemos dejar de intentar responder con urgencia.
Para quienes nos involucramos en el proyecto, la realización de El cielo está rojo supuso un arduo proceso de investigación. Dentro de los relatos que recopilamos, se repetía entre familiares y sobrevivientes el recuerdo de imágenes de los momentos del incendio (cuyo registro desde el exterior de la cárcel luego fue proyectado durante el juicio oral en una pantalla). Las recordaban como imágenes infernales y difíciles de procesar. Nos preguntamos entonces dónde estaban aquellas imágenes, cuáles otras faltaban, quiénes las habían filmado, qué querían decir, qué verdad jurídica habían construido. Luego de dos años de insistencia, y pese a una serie de obstáculos institucionales, pudimos obtener la carpeta judicial del caso.
Nos encontramos en esa carpeta oficial con material doloroso, cruel y difícil de trabajar. Sin embargo, esos restos contenían algo que no podíamos filmar, contenían el poder de resistir.
El cielo está rojo se construyó a partir de los contenidos de esa carpeta: registros de llamadas telefónicas, cámaras de seguridad, reconstituciones de escena, fotografías, videos de celular, testimonios y otros; en su mayoría realizados por Gendarmería y la PDI, y utilizados como evidencia para la sentencia final que llegó en 2014: la absolución de todos los imputados.
Como equipo pasamos mucho tiempo en una real incertidumbre sobre si acaso era posible construir sentido con imágenes tan dolorosas y crudas; trabajar con un material que había sido instrumentalizado para perpetuar la violencia del sistema carcelario. Nos preguntamos si en última instancia, era legítimo tocar un dolor que no nos pertenecía, y frente al cual nunca íbamos a poder estar a la altura.
El tiempo fue nuestro aliado para sopesarlo, pero sobre todo para construir relaciones que nos permitieran escuchar y observar atentamente. En ese mar de archivos heterogéneos las imágenes nunca fueron inmediatas ni fáciles de comprender. Tuvimos que usar anteojos arqueológicos para observar las huellas, los surcos, los tiempos anacrónicos que se cruzaban, las manos que encuadraban. A fin de cuentas, si toda imagen es una manipulación, nos queda preguntarnos para qué, cómo y de qué forma ésta existió. El ejercicio nos permitió arrebatarles las imágenes a quienes las habían operado, y transformarlas en otras, ligadas a su nacimiento cruento y, sin embargo, libres para poder decir algo más.
La forma de resignificar esas imágenes fue cuestionándolas, acorralándolas, pero por sobre todo dejando que en esos archivos operativos y fríos transpirara, como a contracorriente, el dolor de quienes desde dentro resistían, la desesperación de las familias que a lo lejos veían que sus seres queridos se quemaban, la deshumanización de los gendarmes que oían los gritos sin responder, la ausencia indolente de las altas autoridades durante el proceso.
En ese pasado, propusimos para el trabajo de guion del documental, un tipo de ordenamiento que usa el archivo como una posibilidad de habitar el presente. Uno que, desde la ceniza, roza aquello que nos da más terror, y que comprueba la existencia de diferentes crisis que al mismo tiempo sabemos y no sabemos: la violación a los derechos humanos al interior de las cárceles de Chile, los 81 muertos de San Miguel, un sistema judicial discriminatorio, el encarcelamiento sistemático de la juventud y la pobreza, la impunidad judicial. Abrir los ojos para hacerse cargo de ese saber es volverse responsable; hacerse responsable es, también, volverse más libre.
El ordenamiento de la película es la posición política que fuimos construyendo a lo largo de los años, con porrazos e inexperiencia. La construimos gracias a lo que aprendimos del grupo 81 Razones, a cargo de Cesar Pizarro y familiares que hasta hoy exigen justicia en torno al caso. Nos enseñaron que, ante la muerte injusta, el luto y la lucha colectiva encuentran sentido; que el dolor es intransmisible, y que las películas nunca podrán ajusticiar pero sí al menos elaborar algo de esa herida abierta. Esa posición la construimos en nuestras vidas y también en el documental a través de las palabras, los sonidos y el tiempo que destinamos a cada archivo. También de la distancia con que miramos: una distancia que preserva la dignidad del otro, que nos deja ver y no cerrar los ojos. La construimos con montaje e imaginación.
El montaje, con su capacidad para traslapar tiempos y espacios, nos dice a gritos que la realidad no es para nada realista, sino confusa, rara e ilógica. Tiene fallas por todas partes, y es de todo menos verosímil. En definitiva, el mundo es más extraño de lo que pensamos, y cuando se abre una fina grieta y por unos segundos vemos la cara de lo desconocido, para acercarse a él no queda entonces más que la imaginación. Lo que fue el incendio en la cárcel de San Miguel en 2010 debemos intentar imaginarlo. Protegernos diciendo que fue algo inservible o aterrador sería como elevar la violencia a un estatuto divino: intocable, innombrable e invisible. La violencia podrá atravesarnos de las formas más cruentas e insospechadas, pero nos quedará la resistencia: nombrarla, apuntarla con nuestros cuchillos, describirla aunque se nos escabulla en cada intento, demasiado gigante para caber en el lenguaje.
**********
La dificultad para construir este documental no estuvo entonces en mantenernos apegados a la realidad, sino en despegarnos lo necesario de ella para espiar por las rendijas de lo real, sacar una pequeña linterna y alumbrar ese terreno sombrío. Poder tejer un relato no para comunicar, explicar ni representar lo que había sucedido, sino para activar la violencia agazapada tras las imágenes. Volver a la fragilidad de nuestro sistema carcelario, la negligencia de las instituciones, la indolencia del sistema penal hacia la pobreza; problemas presentes y vívidos. Es un documental que no pretende informar, pero que por pulso propio piensa y, en última instancia, resiste. Es la resistencia de esos documentos a ser olvidados, quemados, destruidos.
Tengo la sensación de que a veces no necesitamos que nos expliquen para comprender. Basta con que allí donde los números no alcanzan, veamos personas: unos ojos que tienen cierto brillo, una caminata especial, un titubeo. Ya no se trata de lo innombrable, de lo invisible ni de lo abstracto, sino de las particularidades. Cerca de las particularidades, en general estamos más cerca del otro. Porque creo que junto al equipo hicimos un trabajo que estaba interesado en lo que ni la información, ni las estadísticas, ni las palabras pueden tocar; en esa hendidura misteriosa que nos recuerda cuán frágil es la organización que nos sostiene todos los días.
La historia oscura que cargamos en nuestro país nos ha enseñado a recordar; no porque hacerlo sea un deber moral, sino porque al recordar vemos más: otras cosas, diferentes. En cada uno de nuestros muertos leemos la brutalidad de su historia en la nuestra. La memoria nunca es repetitiva, tiene por sobre todo la capacidad de transformar. Por eso, recordar rara vez nos lleva al mismo lugar, y más bien nos permite construir un camino en el que sabemos cuánto valor tiene la justicia.
Habrá que recordar. Recoger el sueño de esa madre, las imágenes insistentes de ese hombre, como quien toca un dolor ajeno: a tientas, con miedo, pidiendo permiso y asumiendo torpeza. Son imágenes que flotan por sí mismas, nos acechan y gritan sobre una masacre real que todos vimos. Habrá que atreverse esta vez a mirar de cerca, para encontrar en esa ceniza que todavía arde sus preguntas, su resistencia, la convicción a no desaparecer.