Votar en las cárceles es un derecho
13.12.2021
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13.12.2021
Aunque la ley les habilita a hacerlo, quienes en Chile cumplen prisión preventiva, en la práctica no pueden votar en ninguna elección democrática, pues no disponen de traslados ni urnas en sus recintos penitenciarios. Esta exclusión no sólo atenta contra principios republicanos de igualdad y justicia, sino que además profundiza desigualdades y dificulta los procesos de reinserción. Directoras de la Red de Acción Carcelaria exponen en esta columna para CIPER la responsabilidad de las autoridades sobre esta situación, así como sus consecuencias.
Según datos de Gendarmería, 13 mil personas que en Chile están habilitadas por ley para ejercer su derecho a voto no pueden hacerlo pues se encuentran privadas de libertad en cárceles a lo largo del país. Quienes cumplen prisión preventiva o penas inferiores a los tres años y un día no han perdido su derecho a sufragar según el ordenamiento legal, pero no lo hacen porque no se les traslada a sus centros de votación ni se habilitan urnas en los recintos penitenciarios en los que se encuentran.
La Constitución sí suspende el derecho a voto de aquellas personas imputadas por delitos que tengan penas superiores a los tres años y un día. Por otra parte, establece que pierden su ciudadanía —y, en consecuencia, el derecho a voto— quienes hayan sido condenados por delitos con penas mayores a 3 años y un día. Sin embargo, la prohibición se extiende de facto a esas cerca de 14 mil personas que, sin estar en ninguna de ambas situaciones, dependen de que el Estado establezca mecanismos para poder ejercer su derecho a voto.
Nuestro sistema parece fundarse en la idea de que el derecho a voto les corresponde únicamente a personas «virtuosas» o «legítimas», poseedoras de cierta calidad moral para ser partícipes de la comunidad. Esto se contrapone a la noción de que el voto universal es esencial para el desarrollo y consolidación de un Estado democrático, y que cualquier limitación a él debe tener fundamento legal, además de ser razonable y estar justificada.
La población a la que se le impide arbitrariamente votar en Chile es similar en volumen a la de las comunas de Dalcahue, Algarrobo o Mejillones, pero diferente en su composición. En nuestro país, como en muchos otros sistemas, la población penal se caracteriza por presentar altos índices de exclusión social: el 64,7% abandonó su hogar siendo menor de edad; y el 42,5% estuvo alguna vez en un centro de menores. Casi la mitad (47%) cometió su primer delito antes de los 14 años de edad. Un 86% tiene su educación escolar incompleta, y un gran porcentaje (74,3%) declara que el consumo de drogas ha afectado algún área de sus vidas (Paz Ciudadana, 2016). En el caso de las mujeres privadas de libertad, esto se ve agudizado.
La exclusión de la población penal tiene consecuencias que nos alejan de los principios de igualdad y justicia que sostienen el ideal republicano. En primer lugar, al no participar de los procesos democráticos la población penal queda fuera de las eventuales prioridades de las autoridades. La falta de atención hacia la situación penitenciaria que parte del mundo político, encuentra sustento en la legítima y marcada preocupación por la seguridad pública de la ciudadanía (CEP, 1988-2021), y muchas veces se traduce en una pulsión punitivista, que cree que con castigos más severos se alcanzará una sociedad más segura (Garland, 1999; Celaya, 2016).
Al suprimir la posibilidad de participar en los procesos de toma de decisiones del país, las y los individuos quedan en niveles críticos de desprotección. Esto es particularmente problemático cuando se considera que un porcentaje significativo de las personas privadas de libertad pertenecen a grupos vulnerables y marginados. Así, la privación del derecho a voto no sólo excluye a cada persona como individuo, sino que también tiene un impacto en el poder y la representación política de determinados grupos sociales y económicos (Leong, 2006). De esta manera, se perpetúan ciclos de exclusión sistemática, manteniendo al margen del orden político a grupos históricamente vulnerados.
La falta de representación política tanto de las personas privadas de libertad como de los grupos socioeconómicos a los cuales pertenecen se vuelve aún más grave al notar el aumento significativo de la tasa de encarcelamiento del último año. A diciembre de 2021, en nuestro país hay más de 46.100 personas privadas de libertad (Gendarmería de Chile, 2021), lo que representa un aumento de aproximadamente el 15% con respecto a 2020.
En segundo lugar, la exclusión cívica dificulta aún más el proceso de reinserción de las personas privadas de libertad. La literatura especializada ha reconocido el derecho a voto como una forma de expresar que las y los individuos forman parte de comunidades como miembros integrales, recordando así la condición de ciudadanía y los derechos y deberes que esto significa (Wood, 2008). En efecto, se ha constatado que gran parte de una reintegración exitosa yace en los roles sociales e identidades que las personas se construyen para sí mismas luego de salir en libertad, así como la aceptación de parte de la comunidad a la cual regresan (Harding, Moreonff, y Wyse, 2019). La exclusión de la democracia que afecta a la población penal deja a ésta catalogada como ciudadanía de segunda clase. Disminuye su interés por votar y opinar, reforzándoles una identidad antisocial (Wood, 2008). Es una restricción que, como describe Dhami (2009), únicamente «sirve para aumentar la distancia social entre el delincuente y la comunidad, y reafirma sus sentimientos de alienación y aislamiento».
Al mismo tiempo, la privación del derecho a voto y el desencanto político que esta conlleva perjudica a personas cercanas a los y las exinfractores (Leong, 2006; Murray, 2007; Wood, 2008). La exclusión electoral de, por ejemplo, un jefe de hogar puede desincentivar la participación cívica de su familia y comunidad. Esto tiene un particular efecto en hijos e hijas de las personas privadas de libertad, ya que la participación política de los padres tiene un impacto decisivo sobre su decisión inicial de votar (Plutzer, 2002). Además, al estar sus padres y madres fuera de los procesos de toma de decisiones, los propios intereses de niños y niñas quedan escasamente representados. La exclusión política de los hijos se acentúa tomando en consideración que las comunidades con altas tasas de encarcelamiento también tienen menor representación política (Murray, 2007).
Podría surgir la duda de si acaso la población penal tiene un interés efectivo en sufragar o se trata más bien de una preocupación levantada por otros grupos. Sin embargo, estudios internacionales han señalado que la población penal tiene una tasa de participación electoral muy similar a la de la población general (Leong, 2006). Si bien es una pregunta que admite variados e interesantes análisis desde perspectivas diversas, es irrelevante desde el punto de vista de la obligación del Estado. De otra forma se abriría la puerta para someter a discusión si por ejemplo la comuna de Huara, donde más del 80% de su población no concurrió a votar en la elección del 2017, debiese no tener locales de votación el próximo domingo 19 de diciembre para la segunda vuelta presidencial.
Existen razones para afirmar que el interés en participar de las votaciones es efectivo. En la Red de Acción Carcelaria, junto a Plataforma Telar hemos estado preguntándoles mes a mes a 150 mujeres privadas de libertad en cuatro regiones del país su opinión del proceso constituyente. En octubre pasado, el 61% de ellas señaló que, de haber podido, hubiesen votado en el plebiscito para una nueva Constitución, y el 63% dijo que lo hubiera hecho en elección de convencionales. Cuando se les consultó si les interesaría participar a través de los mecanismos establecidos en el reglamento de la Convención Constitucional, el 50% de ellas respondió afirmativamente.
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En el Senado se encuentra en tramitación desde enero de 2021 un proyecto de ley que busca establecer el voto anticipado, para facilitar el ejercicio del derecho a voto de quienes, por distintos motivos, no pueden acudir a los locales de votación en día de elecciones. Sin embargo, entre los grupos que contempla el proyecto no se encuentran las personas privadas de libertad (sí lo estaba en la propuesta original presentada en la Cámara de Diputadas y Diputados, pero fue deliberadamente excluido en enero pasado mediante una indicación presentada por el Ejecutivo). Aunque el proyecto se encuentra en la Comisión de Gobierno de la Cámara Alta desde enero, recién el miércoles 1 de diciembre los miembros de la Comisión comenzaron a estudiarlo.
Adicionalmente, la Corte Suprema ha acogido en tres ocasiones (2016, 2017 y 2021) recursos de protección interpuestos a favor de personas privadas de libertad que mantenían su derecho a sufragio. En estos casos, la Corte determinó que el actuar de Gendarmería y el Servicio Electoral había sido ilegal, y ordenó tanto al Servel a adoptar las medidas necesarias para el ejercicio de este derecho, como a Gendarmería a garantizarlo mediante medidas administrativas y de coordinación institucional. Pese a esto, a la fecha no se conoce ninguna acción dirigida a acatar lo dispuesto en alguno de estos fallos por parte del máximo tribunal.
En paralelo, desde hace años diversas organizaciones de la sociedad civil han trabajado de forma mancomunada para buscar alternativas viables respecto a este problema, promoviendo el voto presencial, postal e incluso electrónico en recintos penitenciarios.
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Además de ser inconstitucional y constituir una violación a los derechos humanos, la invisibilidad de las personas privadas de libertad que no pueden ejercer su derecho a voto constituye una marginación que profundiza las desigualdades y dificulta sus procesos de reinserción.
No hay evidencia concreta que demuestre que la privación del derecho a voto rehabilita, incapacita o disuade a quienes infringen la ley (Dhami, 2009). Es decir, este «castigo» adicional de privar del derecho a sufragio no tendría, en los hechos, ningún beneficio socialmente deseable. Es más, su ausencia sólo contribuye a reforzar la alienación de la población penal, y afectar los sentimientos de pertenencia a las respectivas comunidades.