Estado de excepción y toque de queda: efectos en la inseguridad urbana de los que debemos hablar
24.09.2021
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24.09.2021
Es probable que el extenso toque de queda impuesto durante el estado de excepción llegue pronto a su fin. Sin embargo, quedarán sus efectos en rutinas alteradas y en los nuevos temores que éste ha instalado entre la población, concluyen las autoras de esta columna luego de un trabajo de campo, entrevistas y relación de datos que demuestran una creciente sensación de inseguridad urbana, especialmente entre mujeres y niñas.
Desde el inicio de la crisis sanitaria generada por el COVID-19, en Chile se ha impuesto sostenidamente un estado de excepción con el fin de controlar el orden público. Éste ha posibilitado el cierre de fronteras y más de quinientos días de sostenido toque de queda. Se ha buscado limitar la propagación del virus asegurando el confinamiento, evitando las reuniones sociales y reduciendo la movilidad de personas, especialmente en la jornada nocturna.
Hoy, ad-portas del cese de esta medida, queremos visibilizar un aspecto crítico que ha estado relativamente ausente en el discurso público, pero que a la luz de los resultados preliminares de una investigación en curso e intervenciones de organizaciones de la sociedad civil aparece como algo tremendamente crucial. Esto es, cómo más de dos años de toque de queda han impactado las experiencias y percepciones de inseguridad urbana de hombres y mujeres, particularmente en el centro de la ciudad de Santiago.
Si bien se percibe como improbable la extensión del toque de queda en el contexto actual, creemos vital sumar voces para respaldar la necesidad de finalmente terminar con esta medida —supuestamente «sanitaria»— y abordar sus diversos efectos. Habitar con temor nuestro entorno afecta la fibra más sensible de la vida cotidiana, así como también las rutinas y movilidades de las personas, y la convivencia en la ciudad. A días de terminar el toque de queda, es importante reflexionar sobre cómo la creciente «fatiga pandémica» no solo se traduce en problemas de salud mental, como estrés y depresión. También el distanciamiento físico se traduce en lejanía, separación y desconfianza hacia el entorno social y espacial.
En la base de las medidas restrictivas y punitivas impuestas durante la pandemia se encuentra el supuesto (a veces, explicitado por la autoridad) de que la población local —particularmente aquella pobre, y en ocasiones también migrante y racializada— no siempre podría o estaría dispuesta a cuidarse y cuidar a otros. Es cierto, por ejemplo, que aglomeraciones masivas no autorizadas y fiestas clandestinas han sido protagonizadas por diversos ciudadanos y ciudadanas durante la pandemia. De igual modo, y como distintas voces han notado, también es cierto que las medidas de cuarentena no han sido del todo efectivas, y que para muchas personas es imposible cumplir esta medida por la necesidad de salir a generar ingresos diariamente.
Distintas académicas, organizaciones y activistas feministas han notado también cómo persistentes medidas de control social en el espacio público y el confinamiento han afectado particularmente a mujeres y niñas. Por ejemplo, la Red Chilena Contra la Violencia Hacia las Mujeres ha visibilizado cómo ellas suelen asumir las dificultades de trasladar diversas actividades cotidianas al espacio doméstico. De manera crítica se suma a esto el aumento desproporcionado de distintas formas de violencia física, psicológica y sexual en su contra. Aún más, el toque de queda ha dejado sin herramientas a aquellas mujeres que han necesitado pedir ayuda ocupando el espacio público en ese bloque horario. Tal fue el caso de quienes fueron aprendidas por acudir a carabineros en horario nocturno rompiendo el toque de queda[1].
Adicionalmente, como elaboramos aquí, un sentido de desprotección y una creciente sensación de amenaza y miedo de ser víctima de delitos y agresiones de diverso carácter en el espacio público son percepciones comunes, y que también afectan especialmente a las mujeres. Mujeres diversas —migrantes y chilenas, de distintas edades, nuevas habitantes y otras de larga data— enfatizan el temor constante a ser atacadas, asaltadas al transitar o trabajar en sus entornos residenciales.
Estas situaciones ponen en tensión los retrocesos y soluciones que han generado las medidas de confinamiento en pandemia. Este cuestionamiento no implica desconocer la importancia de respetar medidas sanitarias, en tanto sea el (auto)cuidado de la población, y no meramente el control social, lo que las inste.
La percepción de inseguridad aparece como un problema nacional. Ya a principios de 2020 la Comisión de Seguridad Ciudadana de la Asociación Chilena de Municipalidades señalaba que en el contexto de pandemia un 85 por ciento de los municipios percibía un aumento en los delitos. Si bien este es un problema generalizado, impacta de manera diferente a distintos territorios.
Como es evidente, el toque de queda en distinta medida ha generado un abandono y alejamiento relativo de lugares como veredas, callejones y plazas; distanciamientos que han conllevado una sensación de inseguridad y falta de control territorial. Desde la opinión pública, quienes han dado cuenta de las emergentes dinámicas de violencia e inseguridad en el espacio urbano durante la pandemia se han enfocado en denunciar conductas delictivas como los robos y el microtráfico, especialmente en zona segregadas. La autoridad ha abordado el problema fundamentalmente a través de medidas punitivas (la celebre «mano dura»), dejando menos espacio para la discusión de medidas de protección y prevención que podrían ser implementadas por parte de la autoridad.
Aquí queremos girar la atención al centro de la ciudad. A partir de entrevistas a vecinos y vecinas, y de observaciones de campo realizadas por casi dos años en la Comuna de Santiago —particularmente en el sector de los barrios Santa Isabel y San Isidro, y en el Gran Yungay— hemos observado cómo, desde inicios de la pandemia, por sobre el miedo al contagio por coronavirus prevalece la inseguridad urbana como una de las principales problemáticas que las personas articulan.
«Mientras más nos separamos de nuestro entorno, más dependemos de la vigilancia del mismo», señala el sociólogo y filósofo polaco Zygmunt Bauman[2]. No obstante, en las zonas bajo estudio dicha vigilancia se ve limitada. Por ejemplo, en el Gran Yungay se manifiesta un importante declive en el uso colectivo de los espacios públicos, especialmente por las tardes. Inmediatamente antes de la pandemia, durante el estallido social, las plazas, veredas y calles se caracterizaron por un uso intensivo —y en ocasiones, orquestado— por parte de una diversidad de habitantes y organizaciones vecinales. En pandemia, por el contrario, las plazas pasaron a ser lugares concebidos como espacios «tomados». Esta idea alude, sobre todo, al visible consumo y microtráfico de sustancias, y a las nuevas personas en situación de calle que habitan el sector, todas situaciones entendidas transversalmente como problemáticas en aumento.
En el sector de San Isidro y Santa Isabel, por otra parte, la seguridad vecinal se ve también afectada. Como han notado otros investigadores e investigadoras[3], aquí prima una forma de desarrollo urbano que, favoreciendo la construcción de edificios en altura, cuenta con escasos lugares que promuevan el encuentro e intercambio vecinal. Los espacios de encuentro se reducen a mini plazoletas provistas de una infraestructura básica, pisos de tierra con zonas de juegos y espacios para mascotas. La expansión inmobiliaria en el sector, junto con transformar el paisaje promueve una alta movilidad y recambio vecinal, condiciones que inhiben dinámicas cotidianas de sociabilidad, encuentro y familiaridad con el entorno social. A esto se suman los vestigios y marcas concretas del estallido social; memorias de incendios, saqueos y represión observadas en el sector (cercano a Plaza de la Dignidad o Baquedano), muchas veces conllevan una sensación de extrañamiento y un mayor distanciamiento del contexto local.
Estas situaciones no sólo afectan la pertenencia social de las y los habitantes en relación con sus lugares de residencia y tránsito cotidiano, sino también el sentido de seguridad y las formas de habitar la ciudad.
En ambas zonas urbanas bajo estudio las personas entrevistadas dan cuenta de un creciente temor a salir de sus hogares. Especialmente las mujeres dan cuenta de un alejamiento que es social, espacial y temporal, evitando salir a la calle al final de la tarde y también el contacto con otros. Las experiencias y percepciones de inseguridad no sólo se relacionan con la figura del «mal vecino», tan promovida en los medios, sino que también responden a una creciente desconfianza hacia la autoridad.
Durante estos dos años de trabajo de campo, hemos escuchado y observado, especialmente en el Gran Yungay, como la presencia policial se ha desplegado a través de formas de intimidación, fiscalización y control, siendo escasa la identificación de prácticas de protección y baja la respuesta a los llamados de ayuda que hace la población. Así, el temor no se funda solo en ser víctimas de ataques y actos delictivos, sino en no saber en quién confiar ni a quién recurrir en instancias que generan inseguridad y temor. Este aparente descuido y falta de atención a la seguridad en tiempos de pandemia explica entre otros factores por qué el toque de queda es crecientemente percibido como una mera medida de control que atenta contra las voluntades individuales, perdiendo así legitimidad como medida sanitaria y de protección a la sociedad[4].
Si bien la preocupación por la inseguridad no es nueva y trasciende el contexto de la pandemia, resulta fundamental establecer un punto de partida, considerando las situaciones emergentes y crecientemente complejas vividas en distintos territorios como efecto de las persistentes medidas de confinamiento. Se requieren soluciones consistentes con el escenario actual que contribuyan al bienestar de la ciudadanía, a una mejor convivencia y relación con el contexto local. Es importante y legítimo preguntarse por los efectos ambivalentes de las medidas tomadas por la autoridad. El camino a seguir claramente no pasa por la renovación del estado de excepción ni por el desarrollo de nuevas medidas punitivas o de control social. El desafío más importante hoy es generar medidas de reparación, cuidado y protección del tejido social y la convivencia urbana, en miras a mitigar la inseguridad en diversos territorios de la ciudad.
[1] «Mujer que se aprestaba a denunciar violación fue detenida por no respetar toque de queda: Tribunal declaró ilegal procedimiento». Nota en LA TERCERA (9/julio/2020) [ver].
[2] BAUMAN, Zygmunt (2009). Tiempos líquidos: Vivir en una época de incertidumbre (Barcelona: Tusquets Editores), p. 105.
[3] Ver por ejemplo CONTRERAS, Y. (2016): Nuevos habitantes del centro de Santiago (Santiago: Editorial Universitaria); y SEÑORET, A. y LINK, F. (2019): «Densidad urbana, forma y sociabilidad en la ciudad neoliberal: el caso del barrio Santa Isabel en Santiago de Chile», Revista de Urbanismo (41).
[4] Más en «La hora de las zahanorias», columna en CIPER (8/mayo/2020) [ver].