Fallo del caso Prats: Una travesía de 36 años que estalla en el corazón del Ejército
08.07.2010
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08.07.2010
Fue un día histórico. Así lo registrarán los libros y la bitácora oficial del Ejército. Así también lo vivieron cientos de oficiales y las hijas y nietos del general Carlos Prats y su esposa Sofía, asesinados el último día de septiembre de 1974 en Buenos Aires. Porque la bomba con la que la policía secreta de Pinochet hizo estallar los cuerpos del ex comandante en jefe del Ejercito chileno y su mujer en una calle de Palermo, terminó de explotar en Chile treinta y seis años más tarde con el fallo definitivo de la Corte Suprema que condenó a sus autores. Todos ligados al Ejército y a Pinochet.
“Se hizo justicia”, fue la primera afirmación que hicieron al unísono las tres hijas del general que renunció a la jefatura del Ejército 18 días antes del Golpe de Estado de 1973. Lo hizo para evitar la guerra civil, un último intento para evitar la masacre. Fue inútil. Intentaron matarlo en Chile. Y una vez que Pinochet se hizo del mando, lo obligaron a salir del país. Y viajó a Buenos Aires. Atravesó la cordillera ileso gracias a las osadas maniobras de oficiales que lo seguían respetando a pesar de que ellos se mantenían en el Ejército que había quebrantado su mandato constitucional. Como el inolvidable coronel René Escauriaza.
Pinochet sabía que era el principal testigo de su obsecuencia hacia Salvador Allende, de su nula participación en la conjura golpista en la que otros oficiales, pero no él, arriesgaron la vida. Por eso le negó la posibilidad de enviarle su jubilación al otro lado de la cordillera, condenando al matrimonio a trabajar duramente para subsistir. El respeto y la deferencia que le brindaba el Presidente Perón en Argentina, en contraste con la indiferencia que evidenciaba hacia su persona, colmaron la paciencia del dictador.
Y se planificó su eliminación. Le ordenaron al coronel Carlos Ossandón, agregado militar de Chile en Argentina, que se mantuviera a su lado, que siguiera todos sus pasos y los reportara. Pero no lograron que quebrantara el honor militar que había jurado respetar. Otros ocuparon ese lugar. El principal, Enrique Arancibia Clavel. De asesinatos de comandantes en jefes sabía. Había huido a la Argentina precisamente por haber formado parte de la conjura destinada a eliminar al general René Schneider, comandante en jefe del Ejército en 1970, y que tuvo como objetivo impedir que Allende asumiera en La Moneda.
Arancibia se convirtió en el jefe de la DINA en Buenos Aires. Y consiguió la ayuda del aparato represivo similar a la DINA en ese país (SIDE) para los planes en marcha. Martín Ciga Correa, del grupo Milicia, fue el actor principal por parte de los argentinos. Le negaron a Prats los pasaportes chilenos para impedir que saliera de Argentina, donde ya la “Triple A”, con Ciga Correa entre sus integrantes, comenzaba a hacer estragos con los primeros ejecutados y desaparecidos sin rastro. Sabían que se negaría a salir de ese país con un pasaporte que no fuera el chileno.
Ni los argentinos golpistas ni un grupo croata contratado especialmente por la DINA para eliminar al general Prats, cumplieron la misión. Por eso llegó hasta Buenos Aires el coronel (y más tarde general) Raúl Eduardo Iturriaga Neumann. También Armando Fernández Larios. Y por último el entonces mayor Juan Morales Salgado, del grupo de operaciones más secretas de la DINA y bajo el mando directo de Manuel Contreras.
Michael Townley fue el último eslabón. Los explosivos los probó en la Casa de Piedra, la casa de Darío Saint Marie, Volpone, el otrora poderoso dueño del diario Clarín y que fuera ocupada por la DINA para los agentes que partían desde allí a tirar cuerpos al mar, como lo constató el juez Víctor Montiglio con múltiples confesiones. También para reuniones internacionales de la Operación Cóndor, la coordinación de los aparatos represivos de las dictaduras del Cono Sur para eliminar disidentes.
El último día de septiembre Carlos Prats y su esposa Sofía fueron a ver la película Pan y Chocolate con sus amigos Ramón Huidobro y su esposa Panchita, padres de la escritora Isabel Allende. Luego comieron juntos en un clima de alta emotividad. Huidobro, ex embajador de Chile en Argentina, le insistía en que se fuera del país, con el pasaporte que fuera. Prats se negó.
Nadie sabrá jamás el último diálogo de un matrimonio que se mantuvo férreamente unido, incluso en la peor adversidad: exiliados, solos, sin dinero y separados de sus hijas. El auto se detuvo frente al estacionamiento del edificio de calle Malavia. Extrañamente esa noche la calle residencial estaba a oscuras. El general descendió para abrir la cochera. Regresó al asiento del piloto. La explosión dispersó sus restos a varios metros a la redonda.
Sofía, María Angélica y Cecilia se habían quedado huérfanas iniciando una travesía que sólo terminó 36 años más tarde.
Viajaron a Buenos Aires. Rescataron las memorias que su padre con la misma disciplina que siempre aplicó en su vida escribía en cada momento libre que le dejaba su trabajo. Era el último testimonio de un soldado que no quiso involucrarse con políticos ni en conjuras. Trajeron su cuerpo a Chile. El velorio se hizo bajo la estricta vigilancia de los agentes de la DINA. Muy pocos oficiales y sus familias concurrieron. A un año del Golpe, el miedo se había incrustado también en la llamada familiar militar, arrasando viejas lealtades e incluso lazos familiares.
El funeral se hizo en estampida, con cientos de oficiales vigilando y fotografiando a cada participante que alcanzó a llegar después de que la comitiva fuera obligada a seguir una loca carrera hasta el cementerio. El que fuera también vicepresidente de la República –con banda presidencial obsequiada por Pinochet– no tuvo siquiera honores militares. El contraste con el imponente homenaje que se le hizo al general René Schneider en octubre de 1970, en su último recorrido hasta la tumba era ya una señal de quién estaba detrás de su asesinato.
Un año después, cuando en Roma la DINA volvía a usar su aparato terrorista internacional para intentar asesinar a Bernardo Leighton y su esposa, en Buenos Aires el juicio por la muerte del general Prats y Sofía Cuthbert se cerraba. Ni siquiera estaba caratulado como asesinato. Fue la tenacidad e inteligencia de las hermanas Prats, apoyadas por sus maridos, la que logró reabrirlo y mantenerlo vivo durante la dictadura argentina.
Todos los dineros para mantener el juicio abierto durante más de 20 años en Argentina salieron de los bolsillos de las hermanas Prats. Nunca pidieron ayuda ni apoyo de partidos políticos. Así honraron la memoria de su padre: un soldado de Chile. Hasta que la jueza María Servini de Cubría obtuvo la confesión de Michael Townley y logró las pruebas para condenar a Enrique Arancibia Clavel. Entonces pidió la extradición de Pinochet.
Era junio de 2002. El ex dictador aun creía que sería impune hasta la muerte. Paseaba en Iquique en su departamento comprado a través de una de sus sociedades de inversión secretas (Belview), y la noticia lo hizo regresar de inmediato a Santiago. Los viejos fantasmas reaparecían. La Corte Suprema chilena rechazó el pedido. Servini insistió con nuevos nombres. Y en diciembre de 2002 la Corte acogió el recurso, pero dictaminó por primera vez que debía abrirse un proceso en Chile. Lo tomó en sus manos el ministro Alejandro Solís. A los pocos meses ya temía configurada la asociación ilícita y varias confesiones hasta entonces inéditas. Fue el inicio del fin del secreto mejor guardado por Pinochet y la DINA.
Este miércoles 8 de julio la Corte Suprema condenó a 17 años de prisión al general Manuel Contreras y al brigadier Pedro Espinoza, los dos principales mandos de la DINA, como autores del doble crimen. Y a 15 años de prisión al general Raúl Eduardo Iturriaga y a los altos oficiales José Zara Holger, Cristoph Georg Willeke Flöel y Juan Hernán Morales Salgado por el mismo delito. A Mariana Callejas, ex esposa del agente estadounidense de la DINA Michael Townley, que activó la bomba que colocara en el auto del general, le rebajaron la pena a 5 años. Alegó tener escarlatina en el momento del acto terrorista. Y no irá a la cárcel.
La rebaja de las condenas en relación a los fallos de primera y segunda instancia, al aplicarse la cuestionada media prescripción, no fueron lo más significativo para los cientos de oficiales que ayer se informaron con avidez del fallo. Lo relevante y que tendrá efectos inmediatos y a largo plazo, además de quedar para la historia, es que por primera vez la Corte Suprema dictaminó que la DINA fue una asociación ilícita de carácter terrorista, formada por el Ejército y el Estado “con la finalidad de cometer delitos contra personas consideradas enemigas del régimen militar chileno”.
Los efectos de ese dictamen se harán sentir en todas las condenas pendientes en la Corte Suprema para los crímenes de los hombres de la DINA. También para aquellos oficiales que integraron el organismo represivo y aún están en el Ejército.
Por eso el Ejército repudió “a todos los partícipes en este cobarde asesinato, especialmente a los militares que lo consumaron, más aún que su acto criminal tuvo como víctimas a un ex comandante en jefe, y también a su esposa. Con su extrema crueldad violaron trágicamente, además, los principios que constituyen el acervo moral de la institución».
Hay un hecho cierto: nada de lo ocurrido ayer en Chile habría sucedido de no mediar la acción de la justicia argentina. Fue el proceso de extradición solicitado por la jueza María Servini de Cubría y su investigación las que provocaron la apertura del juicio por el asesinato del general y su esposa en Chile. El 7 de enero de 2003 el ministro Solís inició la investigación. Un año y medio más tarde se descubrían las cuentas de Pinochet en el Banco Riggs.
Las hermanas Prats, con la misma dignidad que han mantenido desde el último día de septiembre de 1974, una vez que escucharon el fallo en la Corte Suprema encaminaron sus pasos hacia la embajada argentina. Fueron a dar las gracias.
Hay un gran ausente en el fallo de la Corte Suprema. A diferencia de lo que ocurrió en 2002, cuando las pruebas de sus ilícitos financieros aún no aparecían en toda su magnitud y la composición del máximo tribunal hacía inviable que los ministros inculparan a Pinochet en el asesinato de su ex superior jerárquico, esta vez sí hay suficientes pruebas que hacen imposible obviar su responsabilidad. Fue el jefe de la asociación ilícita. El mismo Manuel Contreras lo declaró ante el ministro Solís. Su muerte en diciembre de 2006 hizo que este delito quedara fuera de su prontuario. Pero ningún oficial del Ejército chileno podrá a partir de ahora ignorarlo.
Una voz quedó haciendo eco. Con la voz firme y la garganta apretada, Carlos Cuadrado el nieto de Prats que escupió el féretro de Pinochet al momento de su velatorio, dijo: “Se ha hecho justicia. Se ha cumplido el compromiso que hicieran mi madre (Sofía Prats) y sus hermanas, mis tías, el día que mataron a mis abuelos: perseguir a sus asesinos. En este crimen se ocuparon recursos estatales, se transportaron explosivos en aviones de Lan y se premió a los oficiales que participaron en el crimen. Esto debe ser una lección para el Ejército de cómo formar a sus oficiales para que nunca mas se viole el honor militar”.
El actual comandante en jefe, general Juan Miguel Fuente-Alba, lo debe haber escuchado. Reaccionó de inmediato repudiando con la máxima energía a todos los participantes del “cruel asesinato” y “la cobardía” del actuar de oficiales de su institución. Pero el discurso no basta. Ahora le corresponde hacer el gesto concreto de expulsión que marque para siempre un nunca más en la institución. La señal de castigo que no se dio cuando otros militares participaron de la conjura para asesinar al general René Schneider.
Y esa señal se inicia con el encarcelamiento de los dos únicos oficiales condenados que están en libertad: José Zara y Juan Morales Salgado. Un acto que no puede tener alteraciones.
Desde el 8 de julio de 2010 Carlos Prats y Sofía Cuthbert descansan en paz.