CIPER ACADÉMICO / ANÁLISIS ELECTORAL
La Chusma Inconsciente
22.05.2021
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CIPER ACADÉMICO / ANÁLISIS ELECTORAL
22.05.2021
Algunos cuestionan la alta presencia popular en la Constituyente como un defecto: como sus integrantes no son “técnicos”, eso les quitaría legitimidad. El autor discrepa: “En el Chile actual, cuando la sociedad ve a un técnico o a un político tradicional, no reconoce virtud sino privilegio y desconexión con la realidad”, explica. El no ser técnicos les da legitimidad a los constituyentes y también, el integrar “la asamblea más popular en la historia republicana”, es decir, la más parecida al país real. En la elección del domingo pasado la elite no pudo ejercer su peso económico (“quien más gastó, pagó un costo reputacional”) y así “las opiniones de la Machi Linconao valdrán lo mismo que las de Marcela Cubillos” describe el autor. “Segmentos relevantes como la primera línea, las disidencias sexuales, el pueblo Mapuche (junto a otros pueblos indígenas), la ciencia y las “zonas de sacrificio ambiental” tienen hoy representantes en la Constituyente. Las “tres comunas” también, y por primera vez, en una proporción razonable”.
Por si le apetece un poco de La Chusma Inconsciente.
Hasta las 20 horas del domingo pasado la preocupación era común y una sola: ¿qué va a pasar con la legitimidad de la Convención Constituyente (CC) con tan bajo nivel de participación? El porcentaje de votación fue efectivamente muy bajo, habiéndose reinstalado además, una diferencia preocupante en la votación de comunas pobres (con excepción de las rurales, donde votó mucha gente) y comunas ricas. Varios de los resultados de la noche pueden entenderse mejor mirando quién votó y quién dejó de votar esa noche. Sin embargo, después de esas primeras horas, nadie se tomó muy en serio el nivel de participación electoral. ¿Por qué?
Las razones que explican ese olvido son dos. Primero, la CC logró una representación descriptiva que superó todas las expectativas. Dicho de otro modo, la CC consiguió parecerse a Chile más que ningún otro cuerpo elegido por voto popular. Además de la paridad de género y la incorporación indígena (ambas ya aseguradas reglamentariamente), la composición de clase de la CC la transformó en un espejo bastante ajustado de la diversidad del Chile real. La CC es la asamblea más popular en la historia republicana del país.
Así, las elecciones del domingo transformaron la desigualdad social en igualdad política, porque entre otras cosas, el dinero dejó de estar correlacionado directamente con el poder político y con el prestigio social.
De hecho, la valencia del gasto electoral se invirtió (quien más gastó, pagó un costo reputacional). Y como resultado, las opiniones de la Machi Linconao valdrán lo mismo en la CC que las de Marcela Cubillos. El efecto democratizador del resultado obtenido el domingo tiene otra implicancia: entre muchos otros segmentos relevantes, la primera línea, las disidencias sexuales, el pueblo Mapuche (junto a otros pueblos indígenas), la ciencia y las “zonas de sacrificio ambiental” tienen hoy representantes electos en la CC. Las “tres comunas” también los tienen, y por primera vez, en una proporción razonable.
No es casualidad que esta transformación se haya instituido a partir del desplazamiento de elites partidarias tradicionales que parecían contar con las reglas, los recursos, y la cobertura de los medios a su favor. Tampoco es casualidad que muchos “técnicos” y gente “conocida” y “preparada” haya quedado por el camino, un hecho que varios voceros de la elite han lamentado en público y en privado en estos días. No podrían estar más perdidos.
Por un lado, la “falta de preparación” aporta un capital simbólico fundamental para dotar de legitimidad a la CC. A los técnicos se los puede consultar sin problema, y seguro estarán gustosos de apoyar la gestión de la CC si son requeridos. Pero la legitimidad no se puede ir a buscar a ningún otro lado. Y las claves de éxito del proceso constituyente no son técnicas ni se relacionan directamente con su resultado concreto. Lo que importa tanto o más que el resultado formal, es el proceso político y lo que aporta en cuanto a capital simbólico.
Por otro lado, la discusión sobre el rol de la técnica ilustra lo que todavía no entendemos. En Chile, la capacidad técnica está contaminada. La literatura comparada reconoce a Chile por su combinación “virtuosa” de técnica y política (a través de los denominados technopols) en la gestión de políticas públicas. Pero en el Chile actual, cuando la sociedad ve a un técnico o a un político tradicional, no reconoce virtud sino privilegio social y desconexión con la realidad. Si muchas veces la elite confunde los buenos modales con “el centro político” (hoy vacío) o el diálogo, para un sector importante de la gente la técnica es “de derecha”, porque se ha acostumbrado a que el status-quo es sinónimo de “tecnocracia” y que cualquier demanda asociada a derechos básicos de ciudadanía es rápidamente etiquetada por los técnicos como “irresponsable” o “radical”. La técnica será muy necesaria en el proceso que hoy se inicia, pero la lógica de su inserción política y de su incorporación a la discusión y diseño de políticas públicas debe subvertirse.
El logro de la representación descriptiva (el que la CC se parezca tanto a Chile) revaloriza el acuerdo logrado el 15 de noviembre de 2019. Contra todo pronóstico, una elite política desahuciada logró lo que parecía imposible: comenzar a canalizar institucionalmente el conflicto social. El éxito de esa institucionalización, de confirmarse a lo largo del difícil proceso constituyente que hoy se abre, conlleva la promesa de reencantar a la ciudadanía con el voto. Y en ese sentido, tal vez vuelve menos preocupante el bajo porcentaje de participación observado el domingo.
Las elecciones imprevisibles tienen la gracia de ilustrar el potencial disruptivo del voto. Hoy, así como en noviembre de 2020, quienes votaron y quienes no lo hicieron, seguramente valoran más el potencial transformador de un lápiz.
La segunda razón que explica que hayamos olvidado la baja participación electoral es menos “elevada”, pero también contribuye a entender el proceso político que hoy vivimos.
El resultado electoral remeció al sistema de partidos. Habiendo ya presidencializado la campaña a la CC (seguramente pagando costos electorales por aquello), los partidos rápidamente presidencializaron también la lectura de los resultados. Lo hicieron, por supuesto, sin que quienes “ganaron” y “perdieron” esa noche calibraran adecuadamente la densidad y profundidad de sus apoyos electorales.
La inminencia del plazo de inscripción a primarias aportó el resto. Mientras la impecable inscripción de la primaria de la derecha alcanzó niveles de irrelevancia propios del gobierno al que han quedado (¿irremediablemente?) pegados, la fallida primaria amplia de la oposición aportó el show. El espectáculo fue tan patético y parejo, que no merece mayor comentario.
La presidencialización opera como un mecanismo de fuga hacia delante. Golpeados por la irrupción de los independientes, los partidos ni siquiera se dieron tiempo para reconocer su propio éxito (aunque haya sido a pie forzado y mediante un resultado que los dejó en offside) en la institucionalización del conflicto. La perspectiva es tan acotada que quienes estaban obsesionados con la irrupción del populismo tampoco parecen haber dado cuenta del fracaso relativo del representante del Jilismo y de la fallida irrupción de la ultra-derecha republicana. (Maltes, de cualquier modo, obtuvo un porcentaje muy respetable sin más aparato que la plataforma que le cedieron los medios y la propaganda familiar, entusiasta y machacona pero nunca jamás nepotista).
Para un sector importante de la gente la técnica es “de derecha”, porque se ha acostumbrado a que el status-quo es sinónimo de “tecnocracia” y que cualquier demanda asociada a derechos básicos sea rápidamente etiquetada por los técnicos como ‘irresponsable’ o ‘radical’
El Jilismo también quedó en offside porque resultó que varios “nietitos” se habían organizado desde abajo y sin avisarle a la Abuela.
En su fuga hacia delante los partidos tampoco parecen calibrar lo obvio: ganar la Presidencia en la situación que todos comparten hoy, es ganarse un enorme problema.
El gráfico que se presenta a continuación ilustra cuántos meses demora en bajar 10 por ciento la popularidad presidencial en América Latina y en Chile, comparando los primeros tres gobiernos después de cada transición a la democracia y los últimos tres gobiernos. Para evitar sesgar demasiado la estimación para Chile, considero los gobiernos de Bachelet I, Piñera I y Bachelet II como los últimos tres. Si la autoridad presidencial está devaluada en toda la región, vale mucho menos en un contexto como el que vive Chile hoy. Dicho contexto augura, como también lo hacía en 2017 que cualquiera de los presidenciables en carrera será electo como una minoría mayor y como la menos mala de las opciones que llegue a la segunda vuelta.
Tampoco tendrá una infraestructura partidaria o coalicional que le otorgue mucha capacidad de gobierno.
Gráfico 1.
Meses promedio que la popularidad presidencial se mantiene sin bajar 10 puntos porcentuales desde el nivel inicial (primeros tres gobiernos post-transición vs. últimos tres gobiernos).
Mucho se discutió antes de la elección respecto al tercio de la derecha. Mucho se ha discutido ya, desde el domingo, sobre la orientación ideológica (corrida hacia la izquierda) de la CC electa y de la pérdida del tercio que permitiría a la derecha bloquear las reformas que venía a evitar. En la CC, la derecha y sus apoyos sociales son una minoría intensa, con mucha voz y visibilidad, que siente que lo perdió todo.
Ante esta situación la derecha tiene dos opciones. O se abre a discutir constructivamente los parámetros de un nuevo orden político y de un también necesario pacto social para Chile, o se abroquela en la defensa de sus posiciones originales. Dada la correlación de fuerzas en la CC, esto último supone apostar a escalar el conflicto, catalizando el descontento social con el proceso constituyente y apostando al plebiscito de salida.
La estrategia del “Segundo Piso” desde el estallido ilustra los riesgos evidentes de este tipo de estrategia, basada en imaginar un enemigo poderoso y en hacerle la guerra desde la impotencia que supone una posición minoritaria en la sociedad. Avanzar con una estrategia de este tipo contribuirá también, como lo hizo en Chile desde el estallido, a la profecía auto-cumplida. Los aterrados terminarán galvanizando en su contra a un bloque opositor al que proyectan como a una masa homogéneamente radical y coordinada, pero que se caracteriza por su fragmentación y diversidad (en un contexto en que incluso votó solamente un 43 por ciento del padrón).
El resultado revaloriza el acuerdo logrado el 15 de noviembre de 2019. Contra todo pronóstico, una elite política desahuciada logró lo que parecía imposible: comenzar a canalizar institucionalmente el conflicto social
Pero más allá de consideraciones estrictamente estratégicas, avanzar en una negociación en la que deberán ceder posiciones relevantes y que hoy parecen irrenunciables es paradójicamente ventajoso para los intereses que representa la derecha. La negociación y el éxito del proceso constituyente son fundamentales para institucionalizar nuevas reglas que rijan el funcionamiento de la sociedad y la política. Pero también son clave para institucionalizar reglas de mercado. El estallido y sus consecuencias hacen imposible, por razones que exceden a este texto, reconstituir la legitimidad de las reglas que regulaban la interacción social, política, y económica en Chile antes del 18 de octubre de 2019. Sin reglas socialmente legítimas (Adam Smith las denominaba las “bases no contractuales de los contratos”) no hay condiciones para la actividad económica.
¿Con qué negociar cuando al parecer se lo ha perdido todo? La actividad y el crecimiento económico son fundamentales para financiar la ampliación de derechos sociales justamente demandados por la ciudadanía y sus representantes en la CC. En una sociedad pobre, de nada sirve tener derechos sociales reconocidos constitucionalmente. Por esta razón, la institucionalización de nuevas reglas de mercado requiere cesiones por parte de las elites económicas, pero también requiere la moderación por parte de quienes buscan avanzar en equidad y bienestar social. Y hay puntos de encuentro posibles capaces de generar beneficios para sectores cuyos intereses parecen hoy irreconciliables.
Pensemos por ejemplo en el conflicto Mapuche. La CC, por su conformación, abre la posibilidad de buscar una solución legítima al conflicto. Aún si esa solución incluyera la restitución de tierras ancestrales hoy ocupadas por empresas forestales o terratenientes (el peor escenario para los intereses económicos en la Araucanía), es posible pensar que una solución negociada y legítima al conflicto no solo hará justicia con los grupos indígenas, sino también creará mejores condiciones para producir riqueza y bienestar de manera sostenible en la Araucanía. Si hace falta monetizarlo para que se entienda, considere por ejemplo los costos incurridos por la depreciación de la tierra en las zonas de conflicto, en los recursos que hoy se pierden a raíz de incidentes violentos, y en aquellos que se tienen que invertir en seguridad o en intentar cooptar y dividir a las comunidades.
Adam Przeworski (2019) argumenta que la democracia se muere en dos situaciones: cuando los ciudadanos sienten que su voto no vale nada (porque no importa lo que elijan las cosas siguen igual) y cuando los ciudadanos sienten que se les va la vida en un resultado electoral (porque todo se pone en juego en una elección). En el Chile reciente, una amplia mayoría de la población sentía lo primero y había dejado de apostar al poder del voto. En el mejor de los casos, salía a protestar para lograr visibilizar sus demandas, ante la incomprensión de quienes (a cinco cuadras a la redonda) visualizaban un oasis. Hoy esa mayoría de la población está representada en la CC y sus demandas pueden ser canalizadas institucionalmente.
Mientras tanto, el segmento minoritario que dominó al sistema político hasta ahora e impuso sus preferencias respecto al modelo económico y social hoy siente que lo ha perdido todo. La aplastante derrota electoral, así como el fracaso de la estrategia defensiva y sin concesiones que han desarrollado desde el 18 de octubre de 2019, le abre una oportunidad única para recalibrar su real posición en la sociedad, y desde allí, buscar negociar reglas legítimas y colectivamente beneficiosas a mediano y largo plazo.
Alternativamente, pueden seguir el ejemplo de Sebastián Piñera e intentar llevarse la pelota para la casa. Con esa estrategia el gobierno terminó perdiendo todo lo que se suponía vino a “rescatar” después de un intento previo de introducir correctivos al modelo, al que también intentaron bloquear. El éxito provisorio de ese bloqueo hoy escaló geométricamente los costos de no haber entendido el mensaje.
Durante casi un año escuchamos hablar sobre cómo el D’Hondt favorecería a la derecha, quien pragmáticamente había logrado coordinar en torno a una única lista electoral. En el mismo período, y con paralelos evidentes a los lamentos sobre la fallida primaria unitaria que escuchamos estos días, los liderazgos de izquierda y centro-izquierda lamentaron no haber podido cerrar una única lista a la CC. Estos argumentos sobre los efectos mecánicos del sistema electoral y la necesidad de la coordinación fueron esgrimidos sistemáticamente durante todo este tiempo.
Y los escenarios que se proyectaron fallidamente para predecir el resultado del domingo, se basaron en ese supuesto. De la misma manera se proyectaba que los independientes no lograrían una representación significativa en la CC. ¿Por qué la realidad distó tanto de la teoría?
Los resultados no se adecuaron a las proyecciones por varias razones que reflejan la falta de ajuste entre la teoría con que analizamos elecciones y la realidad social. Identifiquemos algunos supuestos usuales que parecen seguir orientando nuestra lectura errada del sistema, a pesar de su ya probada obsolescencia.
Primero, asumimos que el pragmatismo en la conformación de listas (sumar distintos partidos bajo un mismo pacto) siempre rinde frutos, independientemente de lo que se sume a la lista. La elección del domingo parece demostrar que la inclusión del Partido Republicano en el pacto de la derecha restó más en términos simbólicos de lo que sumó en votos.
Al mismo tiempo, la elección también parece sugerir que el bloque PC-FA pierde más de lo que gana al ir en un mismo pacto con fuerzas políticas cuya imagen está asociada a lo que la ciudadanía rechaza como partidos de la elite. Cuando el sistema entero representa a una posición de privilegio, y cuando las diferencias no son solo ideológicas sino que se estructuran en torno a narrativas moralizantes, sumar a veces resta.
Segundo, también se asume que la elección se estructura en torno a preferencias ideológicas ubicadas en el eje izquierda-derecha, y que dichas preferencias son transitivas (voto por el que esté ideológicamente más cerca de mi opción preferida). A modo de ejemplo, luego de su repentina irrupción el domingo, la Lista del Pueblo fue rápidamente etiquetada como una lista de izquierda radical. Y eso automáticamente nos volcó a pensar que sus representantes en la CC, votarían en bloque junto a los representantes electos por el pacto Apruebo-Dignidad del PC y el FA. No obstante, mientras los representantes de la Lista del Pueblo han manifestado posturas ideológicas más moderadas (o dispersas) que la del bloque Apruebo-Dignidad respecto a algunos temas, también han marcado diferencias de carácter moral con liderazgos del PC y FA a quienes visualizan (acertadamente por lo demás) como parte del sistema que los ignoró durante todos estos años. En este sentido, las preferencias ideológicas no son ni estrictamente transitivas, ni necesariamente unimodales.
Tercero, penalizamos la irrupción de los independientes argumentando que no son partidos. En el mismo movimiento, reiteramos que no hay democracia que funcione sin partidos. Si bien esto último puede ser cierto en teoría, no significa que los partidos hoy legalmente establecidos como tales en Chile cumplan, automáticamente, con la función de representación que nuestros modelos le asignan a los partidos.
Gran parte de los partidos políticos chilenos son hoy coaliciones laxas y heterogéneas de lotes, caudillismos locales y liderazgos personalistas. Lo único que los une como organizaciones partidarias y como sistema es el desprestigio. ¿Qué sentido tiene, en ese contexto, intentar predecir la dinámica de la CC en función de calcular el Número Efectivo de Partidos y otros indicadores clásicos que utilizamos para contar desde la oficina lo que ya no opera en la realidad? ¿Cuánta diferencia tienen nuestros venerados partidos, en su lógica de funcionamiento, con las listas de independientes que lograron desafiarlos exitosamente en la elección del domingo? ¿Por qué los liderazgos de partido que abrieron cerca de un 50 por ciento de cupos para independientes en sus listas para evitar una debacle completa hoy salen raudos a advertir sobre los riesgos de una política de independientes? (cerca del 50 por ciento de los electos, en las listas Apruebo-Dignidad, La Lista del Apruebo, y Vamos por Chile son ¡independientes!).
La Lista del Pueblo, por ejemplo, logró niveles de coordinación electoral que los partidos no tuvieron. Dicha coordinación involucró el desarrollo de una red horizontal de liderazgos pequeños (cada uno aportando un porcentaje bajo a la lista en función de una fuerte pero localizada inserción territorial). A dicha coordinación añadieron una franja electoral común que cristalizó una marca reconocible y un mensaje que resonó con la ciudadanía. La sumatoria de liderazgos locales explica por qué quienes fueron electos por esa lista lo hicieron con porcentajes bajos, porque acumularon colectivamente en función de liderazgos socialmente arraigados en comunidades bien específicas. ¿Cuánto peor es esa configuración de apoyos electorales que la observada en listas partidarias en que uno o dos caudillos o personajes visibles en los medios concentraron la mayoría de las adhesiones a su lista? ¿Cuánto más (o menos) lograron hacer, como organización ideológicamente coherente y coordinada los partidos establecidos que defendemos por el mero hecho de ser partidos legales? En definitiva, la Lista del Pueblo funcionó como un proto-partido, y si logra asentar su coordinación en la CC, podría contribuir en el futuro a renovar un sistema cuya legitimidad social está en el piso. Y está en el piso, porque no tienen raíces ni conexión con la sociedad civil. La irrupción de la Lista del Pueblo podría además obturar la consolidación de fenómenos de movilización populista que tanto nos desvelan. También es muy probable que la Lista del Pueblo termine siendo parte del problema. El punto es que salimos raudos a descalificar lo que no conocemos y aquello que no cuadra con lo tradicional.
Cuarto, ¿por qué no vimos venir a la Lista del Pueblo? En parte porque sus candidatos no aparecieron en los medios. Y no lo hicieron, porque los medios concentraron su cobertura en candidatos de los distritos más visibles, en los que competían figuras conocidas. Tampoco los vimos en Twitter, la red social que alimenta la pauta de los medios y la conversación de la elite (porque gran parte de la campaña en RRSS la hicieron vía Facebook, Whatsapp, e Instagram).
Pero tampoco los vimos porque hace mucho tiempo (la pandemia no es excusa en ese sentido) hemos abandonado el trabajo de terreno. Como los políticos hoy impugnados por el resultado y la sorpresa, preferimos la comodidad de la oficina, la encuesta, Twitter, y nuestros indicadores de manual. Y el domingo, como a tantos otros, nos llegó la cuenta. Debemos hacernos cargo de esa lejanía confortable que mantenemos con la realidad que declaramos entender y poder predecir.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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