CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
Constitución Política de 2022: ¿y después qué?
30.04.2021
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CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
30.04.2021
El autor repasa los intentos de validación que tuvieron las Constituciones de 1933, 1925 y 1980, y destaca los factores que cree que influirán en la legitimación de la nueva Constitución. La presencia de cabildos y asambleas territoriales, la incorporación de mecanismos concretos de democracia directa y la garantía de derechos fundamentales, además del reconocimiento y protección de grupos sociales postergados, podrían ser la clave. A juicio del autor, la Constitución permitirá enfrentar los desafíos de la crisis social y política, pero no será una solución final.
Transparencia: El autor es candidato a Constituyente por el Distrito 7 (Región de Valparaíso), independiente en cupo de Convergencia Social. No trabaja para, ni recibe financiamiento de compañía u organización alguna que pudiera beneficiarse de la publicación de este artículo.
Las Constituciones políticas mantienen una peculiar relación con el tiempo. No solo por la pretensión de que rijan más allá de la generación que las redacta, sino por lo difícil que es determinar el momento en que comienzan a poseer plena vigencia normativa (jurídica) y social (política), o bien, cuando dejan de tenerlas.
Por regla general, la norma jurídica genera su efecto desde el momento en que es publicada en el Diario Oficial y hasta que es derogada o reformada. Sin embargo, las Constituciones son mucho más que normas. Su finalidad no se agota en establecer las bases fundamentales para la aplicación del ordenamiento jurídico. Tienen una dimensión propiamente política que el resto de las normas jurídicas no comparte (al menos no de la misma forma), puesto que distribuyen y organizan el ejercicio del poder en la sociedad.
Por esta razón, su legitimidad democrática no depende solamente del respeto riguroso y formalista hacia el proceso de generación de la ley, sino de la forma en la que un pueblo se reconoce a sí mismo en esa regulación. En otras palabras, el ejercicio del poder constituyente no solo constituye al Derecho, sino también a una determinada manera de organización política de la sociedad. Esta dimensión política de las Constituciones es una de las características que las hace una norma jurídica tan especial, cuya aplicación no responde a criterios estrictamente formales.
La Constitución de 1980 es un buen ejemplo para comprender el impacto de la distinción entre las dimensiones jurídica y política. Desde un punto de vista legal, su plena vigencia comenzó el 11 de marzo de 1990, pero desde un punto de vista político, ese texto constitucional nunca fue aceptado como legítimo por el pueblo, pues nunca se reconoció en las estrechas fronteras de un Estado subsidiario y de derechos mercantilizados.
De hecho, fueron múltiples los intentos por legitimar ese orden constitucional, desde el fraudulento plebiscito del 11 de septiembre de 1980 hasta las reformas constitucionales de 2005, pasando por el referéndum de 30 de julio de 1989 y una persistente estrategia discursiva impulsada por la clase dirigente destinada a legitimar dicho orden a través de su sola implementación, es decir, a través de su ejercicio.
Desde cierta perspectiva, la Constitución de 1980 logró canalizar las prácticas políticas institucionales dentro de los cauces de una democracia protegida, de baja intensidad. Pero desde una perspectiva política, en tanto norma que refleja un acto de reafirmación existencial del pueblo soberano, ese mismo texto nunca logró consolidarse como un proyecto político democrático, a pesar de las décadas que han transcurrido (tanto desde su promulgación como desde el término de la dictadura).
La implementación de las Constituciones no es automática ni sigue las mismas reglas generales que se aplican a otras normas jurídicas, precisamente porque su legitimación responde a un proceso político y cultural en virtud del cual el pueblo se apropia del texto. No solo lo reconoce como legítimo, sino que desenvuelve su vida en sociedad aceptando y validando el marco constitucional como si hubiese sido configurado por él mismo.
Pensemos en lo que ha ocurrido en la historia de Chile con sus textos constitucionales más importantes.
Los proyectos constitucionales de las décadas de 1810 y 1820 no lograron consolidarse, siendo reemplazados sucesivamente por textos que cambiaban de manera significativa el rumbo previsto por ellos. El último de ellos, la Constitución de 1828, sucumbió en la guerra civil del año siguiente. La Constitución de 1833, por su parte, se sostuvo sobre precarias bases de legitimidad, primero porque fue redactada por el sector conservador que ganó la guerra —el presidente Prieto (1831-1841) fue el general victorioso—, luego porque la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana sirvió para acallar las críticas políticas, al punto de que quien lideró el triunfo de las tropas chilenas, Bulnes (1841-1851), nuevamente fue erguido como Presidente.
Hacia finales de la década de 1840 se hicieron sentir las severas objeciones democráticas a esta Constitución, especialmente de la mano de Francisco Bilbao y Santiago Arcos, antesala a las importantes revueltas sociales de la década siguiente, bajo la presidencia de Montt (1851-1861). Fue recién durante el gobierno de Pérez (1861-1871) que la aplicación de la Constitución de 1833 se normalizó, enfrentando un proceso de reformas que se aprobaron en 1873 y 1874, y modificaron significativamente las prácticas políticas e institucionales del país.
El trabajo de la Convención puede ser muy exitoso, pero la plena implementación de la nueva Constitución puede fracasar si los procesos de cambio social se detienen con su aprobación
Asimismo, la Constitución de 1925 experimentó dificultades similares antes de lograr su consolidación como proyecto político. El texto fue redactado luego de los golpes de Estado de septiembre de 1924 y enero de 1925, en un proceso liderado por Arturo Alessandri. El restituido presidente fue objeto de duras acusaciones por diversos sectores de la sociedad, especialmente por desconocer el trabajo que realizaba la comisión encargada de convocar a una asamblea constituyente.
Como consecuencia de estas artimañas, el texto constitucional fue aprobado en agosto de 1925 a través de un plebiscito que tuvo una bajísima participación: poco más de 130 mil votantes, equivalentes al 45% del padrón electoral (considerando que, según el censo de 1920, la población superaba los 3,7 millones de habitantes). Esta debilidad fundante en su legitimidad democrática se proyectó en el tiempo, pues los años posteriores fueron muy turbulentos (aunque el contexto internacional también fue de gran inestabilidad). En efecto, desde la aprobación del texto en agosto de 1925 y la nueva elección de Alessandri en 1932, Chile tuvo diez jefes de gobierno distintos, que se sucedían en medio de renuncias y golpes de Estado. Como consecuencia, la aplicación de la Constitución de 1925 comenzó a normalizarse recién una década después de su aprobación.
La historia del texto de 1980 es más conocida: tuvo una vigencia normativa parcial durante la dictadura, dado que parte importante de sus artículos no fueron aplicados. Además de ello, su articulado transitorio, que consiste en las disposiciones constitucionales que regulan aspectos de ordenamiento jurídico que no son permanentes y se incorporan a continuación del artículo final, apenas le daba forma jurídica a una dictadura que ejercía el poder sin contrapeso alguno.
La década de 1990 está marcada por un incesante proceso de reformas parciales que dejan en evidencia no solo la falta de legitimidad del texto, sino las dificultades estructurales que significaba aplicar una normativa diseñada en dictadura en una sociedad que se resistía a vivir en una democracia “protegida”.
Por su parte, las reformas de 2005 no tuvieron la profundidad suficiente para transformar el proyecto político subyacente al texto constitucional, por lo que la demanda por una nueva Constitución se extendió progresivamente en los años siguientes. La reivindicación se profundizó desde la revuelta estudiantil de 2011, hasta desembocar en los acontecimientos de 2019 y en el proceso constituyente actualmente en marcha.
Como vemos, la plena legitimación de los textos constitucionales, así como la consolidación de los proyectos políticos que representan, no responde a los mismos criterios que explican la vigencia normativa de los textos jurídicos, pues se trata de un proceso cuyos resultados dependen de la articulación entre las prácticas políticas y la apropiación social de la nueva Constitución.
En este escenario, cabe preguntarse qué pasará con la legitimidad de la Constitución de 2022 y con los procesos que conduzcan a su plena implementación. Si bien no hay forma de predecir lo que ocurrirá con un texto que aún no ha sido siquiera redactado, hay ciertos antecedentes que es posible conjugar para proyectar cómo serán los años posteriores a su aprobación.
Por lo pronto, el primer factor que incidirá en esta lectura es la participación ciudadana en el proceso constituyente, tanto en las elecciones para la Convención Constitucional como en la articulación entre esta y las distintas iniciativas ciudadanas que se han venido desarrollando desde octubre de 2019, en forma de cabildos y asambleas territoriales. Tanto el proceso electoral como las distintas formas de organización ciudadana contribuyen a fortalecer dos importantes dimensiones de la democracia —representación y participación—, pilares claves para la legitimidad de toda norma jurídica, y especialmente de una Constitución Política.
El hecho de que la Convención, además, sea paritaria en términos de género y contemple escaños reservados para los pueblos originarios genera condiciones políticas para la deliberación constituyente que significan una mejora sustantiva respecto de los textos constitucionales anteriores.
Por otro lado, pero siguiendo en la línea de la participación, uno de los factores que más influirá en la legitimación del nuevo modelo constitucional será la incorporación de mecanismos concretos de participación ciudadana que permitan desconcentrar el poder y distribuir su ejercicio de forma más democrática y equitativa.
Esto supondrá articular tres órdenes de cambios estructurales ineludibles. En primer lugar, incorporar mecanismos de democracia directa o participativa. Algunos de ellos son: iniciativa popular que le permita a la ciudadanía presentar proyectos de ley; el referéndum derogatorio, para que la ciudadanía pueda promover la derogación de ciertas normas; la revocación de mandato, que habilitaría la destitución anticipada de las autoridades de representación popular; instrumentos participativos de planificación territorial, para que el diseño y planificación urbano/rural cuente con una participación ciudadana incidente; entre otros.
En segundo lugar, garantizar de manera efectiva el ejercicio de los derechos fundamentales, especialmente los de carácter social, que es donde se configuran las condiciones materiales de vida de las grandes mayorías del país (salud, trabajo, educación, vivienda, pensiones).
Una vez que el nuevo texto constitucional esté redactado, su plena implementación dependerá de la fortaleza de las nuevas instituciones para representar la voluntad soberana de los pueblos y, simultáneamente, del compromiso de la ciudadanía por ocupar y consolidar los canales de participación social que se han abierto
Es necesario también reconocer y proteger los derechos de aquellos grupos sociales que se encuentran en condiciones estructurales de postergación histórica y, así, garantizar la plena incorporación a una ciudadanía inclusiva (mujeres, niños, niñas y adolescentes, pueblos originarios, personas con discapacidad, disidencias sexuales, entre otros). Se trata de cambios dirigidos hacia la construcción de una participación inclusiva en los distintos ámbitos de la vida en sociedad: política, económica, social, cultural y ambiental.
Por último, es clave considerar que la nueva Constitución será un instrumento fundamental para que la sociedad pueda enfrentar los desafíos que surgen de un presente en crisis. No será una solución final, pero sí una herramienta imprescindible para la construcción democrática de una sociedad basada en la dignidad, en los derechos y en las personas.
En tanto herramienta, la plena implementación de la Constitución de 2022 se irá construyendo progresivamente, en la medida en que sus normas comiencen a ser aplicadas (por ejemplo, cuando se elija a la jefatura de Estado o de Gobierno conforme a las nuevas reglas) y que, de manera simultánea, las leyes desarrollen y aterricen la nueva forma de organización del poder político y social (por ejemplo, cuando la Constitución establezca que el agua es un bien público y su acceso un derecho humano, será necesario redactar un nuevo Código de Aguas). Esta dimensión del proceso constituyente es clave para el éxito del trabajo de la Convención Constitucional y, en consecuencia, para la plena legitimación e implementación de la Constitución Política de 2022.
Sin duda son procesos políticos que se proyectarán más allá de la Convención y cuyo éxito dependerá, en una medida muy importante, del protagonismo que adquiera la ciudadanía en la discusión pública necesaria para llevar adelante cada una de estas normativas. Dicho en otras palabras: el trabajo de la Convención puede ser muy exitoso, pero la plena implementación de la nueva Constitución puede fracasar si los procesos de cambio social se detienen con su aprobación.
En efecto, la aprobación de la nueva Constitución nos obligará a revisar y reformar la normativa vigente en todos los aspectos en los que se introduzcan cambios más o menos significativos y, en especial, si el nuevo texto constitucional introduce innovaciones respecto del texto anterior, respondiendo a las demandas sociales del presente. La Convención permitirá institucionalizar muchas discusiones que se desarrollan hace años en la sociedad civil, en materias que le dan forma a la crisis social del presente, involucrando en dicha deliberación a toda la sociedad de manera simultánea. Pero una vez que el trabajo de la Convención concluya y el nuevo texto constitucional esté redactado, su plena implementación dependerá de la fortaleza de las nuevas instituciones para representar la voluntad soberana de los pueblos y, simultáneamente, del compromiso de la ciudadanía por ocupar y consolidar los canales de participación social que se han abierto con el proceso constituyente y que, de seguro, recogerá la nueva Constitución. De ello también dependerá su propia legitimidad.
Nuestra propia experiencia histórica nos muestra que no basta con redactar un texto constitucional para que este se transforme en una Constitución Política plenamente implementada y reconocida por el pueblo como propia. Debemos considerar que el proceso constituyente en curso se proyectará en el tiempo, incluso más allá del trabajo de la Convención, precisamente porque los cambios sociales no se detienen.
Editado por Victoria Ramírez
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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