CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
Es un problema político, no militar: poder mapuche, diálogos plurinacionales y Nueva Constitución
05.03.2021
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CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
05.03.2021
Para muchos la pregunta relevante hoy es cómo se logra la paz en la Araucanía. Para los mapuche las preguntas son otras: por una parte, cómo recuperar territorio. Y junto con ello, según explica el autor, cómo recuperar el poder de gestionar ese territorio, cómo “recobrar y actualizar aquel poder desmembrado hace poco más de un siglo” que permita “volver a decidir por nosotros mismos”. El asunto que hay que descubrir entre todos es cómo hacer confluir la pregunta del poder con la pregunta por la paz. El autor sugiere que no es militarizando, sino con política. Y, más precisamente, un tipo particular de política: una que tenga como piso mínimo “reconocer una historia de despojos y colonizaciones” y sobre eso se prepare para “un diálogo extenso y dramáticamente complejo”.
El afamado historiador surasiático Ranajit Guha, en uno de sus textos cruciales, plantea la noción de “prosa de la contrainsurgencia” para caracterizar todas aquellas explicaciones que definían las rebeliones campesinas bajo de Raj británico en el subcontinente indio, como asuntos irracionales, carentes de sentido, espontáneos, incluso propios de la naturaleza incivilizada del pueblo colonizado. Guha, por el contrario, buscaba explicar las razones profundas de los estallidos campesinos, develar su historicidad, la racionalidad inscrita en la insurrección.
En la actualidad existe una “prosa de la contrainsurgencia” en Chile para leer las rebeliones mapuche, alimentando reducciones interpretativas que en nada ayudan a gestar parlamentos sobre la base de racionalidades que deben gestar espacios dialógicos, única posibilidad para encontrar causes de convivencia. Otra intelectual surasiática, Gayatri Spivak, se preguntó hace ya bastante años: ¿Puede hablar el subalterno? Su respuesta fue positiva, el subalterno puede hablar, quiere hacerlo, solo que su habla no tiene receptores para el diálogo, de su boca el poder colonial no escuchaba sino balbuceos, irracionalidades.
En Wallmapu se vive un problema de estas características. Para un sector importante de la derecha, detrás de la violencia política mapuche no hay nada, un vacío, irracionalidad pura. Podemos no estar de acuerdo con la violencia, pero el pero camino para enfrentarla es no dotar de razones la insurrección: solo percibir balbuceos, no asomar la vista sobre la historia y las racionalidades inscritas en todo acto de rebelión. Como señala Guha, “el riesgo que se corría al «poner todo de cabeza» realmente era tan grande, que el campesino difícilmente emprendería semejante proyecto impensadamente”. En las cercanías de un momento constituyente, pues, nada mejor que comprender razones, y comenzar a negociar, es decir, poner en el centro a la política.
Tal como explica en su último libro Enrique Antileo, la historia reciente del movimiento mapuche está caracterizada por una rica discusión estratégica, un denso debate sobre el futuro político de una nación colonizada[1]. Estas elaboraciones teóricas se han fraguado bajo conceptos como autonomía, autodeterminación, derechos políticos colectivos, derechos culturales y lingüísticos, y más. Todos ellos han buscado edificar un camino para la constitución de un poder mapuche, el cual fue ferozmente fracturado durante el proceso de ocupación y despojo territorial desarrollado en la segunda mitad del siglo XIX. Porque este proceso, junto reducir a una ínfima porción de la tierra a la sociedad mapuche, implicó dañar los modos de gestionar el poder en Wallmapu. Por ello la historiografía mapuche habla de colonialismo: el Estado chileno y los colonos despojaron el territorio, hubo una imposición cultural y lingüística, y existió una disolución de la soberanía y el poder de un pueblo.
Todo este proceso, lo sabemos, estuvo legitimado por un racismo científico, que enarbolaba nociones como civilización y progreso como baluartes de una historia impostergable, una donde la barbarie del indio sería superada, ya sea mediante su aniquilación o su incorporación a la nueva matriz identitaria nacional. Durante las primeras décadas del siglo XX incluso se hablaba de las “últimas familias araucanas”, avisando el supuesto fin de un pueblo. Claro, ese fin se vinculaba con un menoscabo material, las reducciones territoriales, que tuvieron como expresión política el arrinconamiento del poder mapuche.
La filósofa india Gayatri Spivak se preguntó hace bastante años: ¿Puede hablar el subalterno? Su respuesta fue positiva: puede hablar, quiere hacerlo, pero de su boca el poder colonial no escucha sino balbuceos, irracionalidades
Ahora bien, como contra cara del arrinconamiento reduccional, estos mismos espacios comenzaron a funcionar como refugio para la reproducción mínima de las formas de organización política mapuche. Desde allí emergieron grandes liderazgos que salieron al mundo chileno para mancillar el relato civilizatorio y develar las violencias inscritas en el proceso de ocupación y despojo.
En este quehacer se han sido fraguando categorías y prefiguraciones, todas ellas intentando recobrar y actualizar aquel poder desmembrado hace poco más de un siglo. Desde la propuesta de una República Indígena federada al Estado de Chile, promovida por la Federación Araucana en 1932, hasta las proyecciones autonómicas contemporáneas, pasando por los planteamientos plurinacionales, todas han pensado y piensan estrategias para volver a “decidir por nosotros mismos”.
Durante la última semana de febrero, mientras el gobierno promovía más militarización en el territorio mapuche, se desarrolló un encuentro entre las y los candidatos constituyentes mapuche en la pampa de Koz Koz, comuna de Panguipulli. Una muestra de unidad para enfrentar la coyuntura venidera, y una demostración de los caminos políticos que el propio pueblo mapuche se encuentra abriendo para establecer diálogos con la sociedad y la institucionalidad chilena.
No ha sido fácil el debate interno, la sola posibilidad de participar en el proceso constituyente ha gestado críticas desde ciertos sectores autonomistas, entre ellos la Coordinadora Arauco Malleco. Las razones son comprensibles, por tantas décadas el camino institucional ha mostrado nulos visos de apertura, que las desconfianzas están regadas por amplias esferas del movimiento. Aun así, importantes liderazgos se han sumado a la tarea de correr el cerco en el marco del debate constitucional, redibujar la cancha de la distribución del poder, para hacer emerger con mayor potestad el poder mapuche en una nueva institucionalidad de carácter plurinacional.
Aquel domingo de fines de febrero en Panguipulli los y las candidatas mapuche tuvieron amplios acuerdos, todos esgrimidos bajo la necesidad de superar la hiper-concentración del poder del Estado chileno. Se busca edificar nuevos vínculos políticos, no tan solo entre ciudadanos, sino que fundamentalmente entre pueblos, donde la democracia no se reduzca a elegir representantes, sino que los territorios y los pueblos, bajo sus propias formas y estableciendo modelos de coexistencia, tengan mayor injerencia en el devenir de sus comunidades.
Estas nociones políticas mapuche, plasmadas mediante conceptos como plurinacionalidad, autodeterminación e interculturalidad, coinciden con un sentido epocal de la democracia. Es evidente que los mecanismos de participación ya no se reducen a los partidos políticos, lo que quedó en completa evidencia desde la revuelta del 2019. El modelo supremo de participación democrática al interior de la República, la “forma partido”, hoy vive una fractura histórica, los movimientos ya no buscan forjar sus propios instrumentos partidarios, tal como aconteció durante el siglo XX, para acumular poder. Hoy, estas energías circulan por otros lugares.
De esta forma, junto con una crisis de legitimidad y representación, que ya mostraba signos hace bastantes años, hoy es elocuente la existencia de una crisis de correspondencia, es decir, no hay correlación entre las estructuras básicas de polítización y las estructuras jerárquicas del poder institucional. Hay más bien una fisura de amplias proporciones que impide la correspondencia, y desde allí la fluidez entre los modos de organización de la sociedad y los pueblos, y los estamentos del poder institucional.
En definitiva, lo que está en crisis es una cultura política y una estructura de poder, y para esta crisis los movimientos indígenas se vienen preparando por décadas.
La correspondencia para los pueblos indígenas ha sido siempre inexistente. Por el contrario, como señalamos, el Estado y el poder colonial buscó diluir y minimizar cualquier expresión política mapuche, arrojándola reducida a ínfimas porciones territoriales. La burocracia estatal se superpuso a los modos de gestión del poder existente en Wallmapu, en definitiva, la ocupación chilena intentó reducir al silencio las formas orgánicas del poder mapuche, imposibilitando cualquier diálogo político entre pueblos.
Frente a esta realidad, como cualquier pueblo colonizado, la sociedad mapuche comenzó a desarrollar estrategias de acumulación de fuerzas, primero para sobrevivir, luego para infiltrar.
El Estado chileno y los colonos despojaron el territorio, hubo una imposición cultural y lingüística, y existió una disolución de la soberanía y el poder de un pueblo. Por ello la historiografía mapuche habla de colonialismo
Mediante la “forma asociación” y la “forma federación” surgieron importantes orgánicas mapuche durante las primeras décadas del siglo XX, como la Sociedad Caupolicán en 1910 o la Federación Araucana en 1922, las que junto con otras iniciativas construyeron la Corporación Araucana en 1938. Desde allí emergieron reflexiones, publicaciones, movilización y un poder político electoral, que logró obtener, mediante procesos de negociación con diversos partidos políticos, una serie de diputados.
También existió la apropiación de la “forma sindicato” como modelo de organización y acumulación. Historias fascinantes de estas trayectorias son, por ejemplo, las de Martin Painemal, quien comenzó su vida política ligada al sindicalismo panificador hasta convertirse en un importante referente en el proceso de Reforma Agraria, o los pasos de Rosendo Huenumán, politizado en las organizaciones obreras de Lota para luego ser diputado de la provincia de Cautín durante los últimos meses de la Unidad Popular.
Ante esa falta de correspondencia entre sus estructuras básicas de organización y la gestión del poder institucional, la sociedad mapuche buscó infiltrarse, utilizar las herramientas orgánicas de la “sociedad chilena” para acumular fuerza y tener una mínima expresión política en el concierto de las correlaciones de poder.
Aquella estrategia, por razones obvias, vivió un desgaste durante la dictadura militar, lo que junto con un movimiento indígena que, desde todo el continente, comenzó a reclamar derechos políticos colectivos bajo sus propias formas organizativas, permitieron el avance decidido de las proclamas autodeterministas y el fortalecimiento de la “forma comunidad” como órgano central de gestión del poder mapuche.
El modo ya no fue más solo la infiltración, que comenzó a leerse por algunos sectores como inclusión despolitizada o asimilación, en tanto no fortalecía los procesos políticos autónomos. Así, la tarea de las últimas tres o cuatro décadas ha sido imaginar y prefigurar esas formas políticas para la autodeterminación. Desde allí han emergido, como señala Fernando Pairican, caminos rupturistas y gradualistas, con una serie de grises internos, los cuales han planteado nociones que van desde la “liberación nacional” hasta la “coexistencia plurinacional”, mediante una batería de propuestas tácticas desde el “control territorial” a la municipalización del poder político mapuche.[2]
Cada una de estas formulaciones construyen poder mapuche, edificando para la próxima coyuntura, posibilidades concretas ante un rearme de la gestión del poder en el proceso constituyente. Esto lo tienen completamente claro los y las candidatas mapuche a la Convención Constitucional, aquel será un espacio fundamental para pensar las nuevas dinámicas de distribución del poder en Chile y Wallmapu, buscando nuevas correspondencias entre los órganos vivos de politización y la organización del poder institucional.
Para todo lo anterior dos preguntas se avizoran con impostergable presencia: ¿cómo las nuevas formas de distribución del poder reconocerán las estructuras organizativas propias del pueblo mapuche? y ¿de qué forma las diversas instituciones que componen la estructura estatal asumirán para su desenvolvimiento concreto un pacto de coexistencia y codecisión con los pueblos indígenas?
Las posibles respuestas a estas preguntas estimularán, seguramente, un debate contencioso, aunque muy productivo, para pensar una democracia plurinacional para el siglo XXI. Una que dé cuenta de este doble desafío, reconocer y promover, por un lado, el poder autónomo del pueblo mapuche sobre la base de un tejido territorial en Wallmapu, junto, por otra parte, con construir, sobre la base de principios de justicia e igualdad entre diversos pueblos, un pacto de coexistencia bajo un sentido de codecisión al interior de una serie de instituciones y escalas de administración del poder (instituciones educativas, de salud, de seguridad, municipios, universidades, etc.) donde la convivencia intercultural sea la base ética para el desenvolvimiento de aquella comunidad política plurinacional.
Desafortunadamente, como sabemos, previo a iniciar uno de los años más importantes para el debate democrático de las últimas décadas, donde es posible poner en la mesa los anhelos políticos mapuche, la agenda del gobierno se ha atiborrado, otra vez, de militarismo.
En este contexto, no faltaron los comentaristas que nuevamente hablaron del “terrorismo mapuche”, repitiendo una estrategia comunicacional que a todas luces no ha dado resultados, alejándose con ella de soluciones reales a las aflicciones que se viven en Wallmapu.
Es de manual: el horror es el mejor escenario para un gobierno en decadencia, ya que en la fragilidad inminente que anuncia el espanto, se logran edificar relatos restauradores, la conservación de la materia ante un momento donde las energías se encuentran desaforadas, circulando vivas por entre las fracturas del poder.
Por tantas décadas el camino institucional ha mostrado nulos visos de apertura, que las desconfianzas están regadas por amplias esferas del movimiento
Y hoy estas energías en los territorios mapuche han gestado un estallido profundo, expresado en una serie de recuperaciones territoriales que desde hace décadas no eran tan diversas y coetáneas. Ya no solo las mal llamadas “zonas rojas” de la provincia de Arauco y Malleco se encuentran bajo una disputa abierta por la posesión de la tierra y el poder; a ellas se le han sumado franjas completas de la provincia de Cautín hacia el sur, de mar a cordillera. En la región ya se habla de la masividad de estas recuperaciones, lo cual es fácilmente observable por los innumerables lienzos y banderas que hoy construyen el paisaje rural de Wallmapu.
También hay violencias, el fuego otra vez es protagonista, junto con allanamientos, presidio, incluso asesinatos. La región se encuentra conmocionada, y en estos contextos es vital volver sobre la profundidad de los fenómenos, intentar comprender lo que hay detrás de la urgencia noticiosa. Solo una mirada de largo aliento, buscando hacer converger razones, evitando posiciones ciegas, posibilitará el anhelado dialogo plurinacional.
Desafortunadamente, ante la hondura histórica de estos fenómenos de recuperación, que se ligan a su vez con viejas trayectorias de luchas territoriales que durante el siglo XX tuvieron su clímax en el proceso de Reforma Agraria de la década de 1960 hasta 1973, el lenguaje gerencial del gobierno capotea, no logra ubicar un relato para afrontar la profundidad del escenario inminente, y gesta por tanto su entorno ideal: ¡estamos en guerra con un enemigo poderoso e implacable!
Lo que está en crisis es una cultura política y una estructura de poder, y para esta crisis los movimientos indígenas se vienen preparando por décadas
La narrativa del terrorismo emerge nuevamente. Es el único lenguaje que puede enarbolar el gobierno, esto desde el asesinato de Camilo Catrillanca, cuando cualquier posibilidad diálogo quedo completamente desestructurado.
Así, ad portas de un momento refundacional, los diálogos desde el gobierno se encuentran en un punto muerto, y han tomado la pésima decisión de solo escuchar a los sectores menos proclives a la convivencia plurinacional, aquellos que enarbolaron la peor cara del racismo en aquella noche funesta de Curacautín de principios de agosto de 2020.
Aunque claro, también han surgido durante los últimos días voces que avizoran un camino posible, como el propuesto por el senador Francisco Huenchumilla cuando pide recurrir a las Naciones Unidas para que intermedie en el conflicto. Héctor Llaitul, histórico vocero de la Coordinadora Arauco Malleco, se ha mostrado favorable a este camino. Son pequeñas pero buenas noticias en medio de una sordera absoluta por parte del gobierno, adoptar la mejor tradición internacional en materia de resolución de conflictos, donde el diálogo y la negociación sean los elementos centrales, situando como pisos mínimos una batería de concepciones y convenios que internacionalmente se han gestado para reconocer y promover los derechos de los pueblos indígenas.
Como cualquier pueblo colonizado, la sociedad mapuche comenzó a desarrollar estrategias de acumulación de fuerzas, primero para sobrevivir, luego para infiltrar
En la actualidad, hay vastos sectores que deberían ser convocados a esta faena histórica. Probablemente, un primer criterio básico, sería no solo hablar con el “indio permitido”, sino que acercar posiciones con los sectores rupturistas, junto con la diversidad de expresiones orgánicas mapuche actuales, desde los alcaldes, hasta organizaciones territoriales y políticas, además de articulaciones de comunidades presentes en diversos sectores de Wallmapu.
Todo esto, además, plantea cruciales preguntas: ¿quiénes serán catalogados como víctimas? ¿habrá víctimas mapuche y víctimas chilenas?, ¿qué tipo de reparaciones para qué tipo de víctimas?, ¿las reparaciones estarán vinculadas con los derechos internacionales para pueblos indígenas? ¿la devolución territorial será un tipo de reparación? Para buscar respuestas, la realidad exige, primero, reconocer una historia de despojos y colonizaciones, es imposible avanzar sin ese mínimo común, luego de ello, un diálogo extenso y dramáticamente complejo.
Es un desafío histórico de grandes proporciones, aunque no se estaría inventando la rueda, existen decenas de ejemplos en el mundo donde por medio de la democracia, los acuerdos y una visión de convivencia se han buscado dar cauce político a conflictividades leídas solo como problemas de orden y seguridad. Y son ejemplos donde la violencia y la fractura social eran de magnitudes, como Sudáfrica, Guatemala o más recientemente Colombia. Estamos a tiempo para gestar este camino, sobre todo en medio de un momento refundacional, donde nociones como plurinacionalidad, autodeterminación de los pueblos o interculturalidad comienzan a ser parte del lenguaje del nuevo país que se constituye.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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