- Miércoles 6 de enero de 2021. Día fatídico en que Donald Trump, presidente de los Estados Unidos, incita a una insurrección nacionalista-cristiana que busca interrumpir el proceso democrático que dio a Joseph Biden como ganador [1]. En los días siguientes, la Cámara de Representantes aprueba un proceso de destitución que el Senado deliberará y decidirá en las próximas semanas. La acusación establece que Trump ha violado su solemne juramento tal como lo define la Constitución de 1787, Art II, sección 2: “Juro (o afirmo) solemnemente que ejecutaré fielmente el cargo de presidente… y preservaré, protegeré y defenderé la Constitución de los Estados Unidos.”
- Trump tenía en mente declarar un estado de emergencia, imponer ley marcial con el fin de revertir el proceso democrático y así instalarse indefinidamente en la presidencia. Buscaba la participación de las fuerzas armadas, pero la jefatura del Estado Mayor no lo apoya, y taxativamente declara el 12 de enero que los militares respetan la decisión del pueblo y no estaban dispuestos a colaborar con un plan sedicioso. El Estado Mayor afirma que “las fuerzas armadas de los Estados Unidos están enteramente comprometidas en la protección y defensa de la Constitución de los Estados Unidos frente a todos sus enemigos, externos e internos”[2].
- La devoción constitucional de los militares estadounidenses, y de la ciudadanía en general, por la Constitución es legendaria. El documento original se preserva en la rotunda del edificio del Archivo Nacional en Washington. Desde 1950, se exhibe al público en cámaras selladas de vidrio templado. De su interior se ha extraído el aire reemplazándolo por helio neutro para evitar toda corrosividad. Es un documento sagrado para los siglos.
- El cuidado extremo por la materialidad del documento manifiesta algo más profundo. La Constitución de 1787 es percibida como lo que confiere unidad y continuidad histórica a la ciudadanía. En la Constitución reside el alma y la vida concreta de los Estados Unidos. Es fuente de sentimientos republicanos por los que los ciudadanos adquieren la certeza de que es posible sacrificar el bien de cada uno en particular, y la vida si es necesario, por el bien común. Se podría hablar aquí de una religiosidad cívico-republicana que, en lo común y comunitario, vislumbra una esencia divina. Lo dice Aristóteles en la Ética a Nicómaco: “Asegurar el bien de una persona es mejor que nada; pero asegurar el bien de una nación o de un Estado es algo mucho más noble y divino” (EN, 1094b8-9). Y lo repite Tomás de Aquino en el Libro de las Sentencias (3 Sent. 1, I, 2, ad 6: “el bien común es más divino que el bien individual (bonum commune est divinius quam bonum unius)”
- El juramento militar. Los jefes del Estado Mayor Conjunto debieron tener presente el solemne juramento que dieron al incorporarse a las filas militares. “Juro (o afirmo) solemnemente que guardaré (support) y defenderé la Constitución de los Estados Unidos frente a todos sus enemigos, externos e internos; y que tendré verdadera fe y lealtad (allegiance) con respecto a ella…” (10 U.S. Code § 502). Es claro que hay aquí más que una relación contractual marcada por el arbitrio. Hay un vínculo más profundo que involucra el honor de los ciudadanos, algo “mucho más noble y divino”, como diría Aristóteles. Si esas fuerzas armadas siguen siendo leales a la Constitución de 1787, como lo han hecho por más de dos siglos es un argumento a favor del valor de la continuidad constitucional. Las muchas reformas y enmiendas que se le han hecho no han mellado esa continuidad.
La insurrección nacionalista-cristiana que incita Trump aparece ahora como una seria amenaza para esa continuidad. Los constituyentes de 1787 eran cristianos imbuidos en la tradición profética hebrea de la justicia social y en el republicanismo del bien común de Aristóteles y Maquiavelo. Esto ha permitido armonizar cristianismo y democracia. Pero los nacionalistas cristianos de Trump son apocalípticos y milenaristas. No persiguen el bien común sino el poder tribal de la supremacía blanca. Atacan la democracia pluralista, defienden el patriarcado y están dispuestos a verter sangre para lograr sus fines. Identifican a los constituyentes de 1787 como cristianos evangélicos visiblemente blancos. Hasta aquí la Constitución ha probado ser lo suficientemente flexible para adaptarse a los profundos cambios sociales que ha experimentado Estados Unidos en su devenir histórico. Por ello a nadie se le ha ocurrido destruirla y crear una nueva a partir de una página en blanco. Ni siquiera los 11 estados confederados que traicionaron a la Unión entre 1861 y 1865 objetaron la Constitución. El Poder constituyente de 1787 sigue firmemente en pie.
- Atendiendo ahora a nuestro caso, cabe preguntarse si la nueva Constitución que se fragua para Chile podrá ella motivar la misma devoción y lealtad que la americana de 1787. ¿Se convertirá ella en símbolo de nuestra unidad e identidad? ¿Correrá ella la misma suerte que la Constitución del 80 que fue percibida como la Constitución de Pinochet y Guzmán? ¿Se incluirá, al igual que Estados Unidos, el tema de su defensa en el juramento solemne de presidentes y de los miembros de las fuerzas armadas?
- ¿Cómo han jurado y juran en la actualidad nuestros presidentes? El Art. 27 de la Constitución del 80 define el juramento (o promesa) que debe prestar el presidente en su proclamación ante el Congreso Pleno: “…conservar la independencia de la Nación, guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes…”. El Art. 70 de la Constitución del 25 también incluye: “Guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes”. El juramento que prescribe la Constitución del 33 es explícitamente religioso: “Yo N. N. juro por Dios Nuestro Señor i estos Santos Evangelios… que observaré y protegeré la Religión Católica, Apostólica, Romana… i que guardaré i haré guardar la Constitución y las leyes.” La Constitución del 28, en su Art. 130 afirma: “Todo funcionario público sin excepción de clase alguna, antes de tomar posesión de su destino, prestará juramento de guardar esta Constitución.” Por último, la Constitución provisoria de 1818 consigna la siguiente fórmula: “Juro por Dios Nuestro Señor, y estos Santos Evangelios, que cumpliré y observaré fiel y legalmente…todo cuanto se contiene y ordena en esta Constitución provisoria…”
- ¿Cómo juran nuestros militares? Según Manuel Zúñiga [3], en 1943 el juramento de las FF.AA. leía así: “Orgulloso de ser chileno, prometo por mi honor, acatar la Constitución, las leyes y las autoridades de la República; juro además amar y defender con mi vida la Bandera, símbolo de esta tierra nuestra y expresión de libertad, justicia y democracia”. En 1952, la ley10.544, define la fórmula del juramento sin mencionar la Constitución: “Yo, (nombre, grado, etc.) juro por Dios y por esta Bandera, servir fielmente a mi Patria, ya sea en mar o en tierra o en cualquier lugar, hasta rendir la vida si fuese necesario; cumplir con mis deberes y obligaciones militares, conforme a las leyes y reglamentos vigentes; obedecer con prontitud y puntualidad las órdenes de mis superiores y poner todo empeño en ser un soldado (aviador o marino) valiente, honrado y amante de mi Patria.” No se habla ya de “esta tierra nuestra,” el espacio telúrico que ocupamos en común, y que aparece como fundamento y matriz de nuestra continuidad.
- Militares constitucionalistas y militares golpistas. A pesar de que su juramento militar no incluyó referencia a mantenerse leales a la Constitución, los generales René Schneider y Carlos Prats sacrificaron patrioticamente sus vidas en aras de esa fe y lealtad constitucional. Pienso que más allá de la Constitución del 25, los militares leales tuvieron en cuenta la unidad de la tradición constitucional chilena. La historia registra golpes y asonadas militares, pero nunca se trató de una refundación que despojara al pueblo de su Poder constituyente e intentará redefinir el sistema democrático de gobierno.
Los altos oficiales que acompañaron a Pinochet en el alevoso pronunciamiento de 1973 no sólo traicionaron la Constitución del 25. Destruyeron el Poder constituyente que se manifestó en 1810, y con ello rompieron nuestra continuidad republicana. Rota nuestra tradición constitucional bicentenaria, matriz y símbolo de la identidad y unidad de los chilenos, se evaporó también la capacidad de la nueva Constitución de suscitar la fe y la lealtad ciudadanas.
La falta de vocación histórico-comunitaria se agravó cuando la página en blanco, que se dispusieron a llenar los constituyentes del 80, se impregnó de neoliberalismo. Los neoliberales afirman la primacía del interés individual por sobre el bien comunitario. Piensan que el patriotismo, por el cual subordinamos nuestro bien individual al bien común, es un mito peligroso que debe ser exorcizado. De este modo, una constitución no puede ser solo un contrato cuyo propósito sea asegurar y proteger nuestro interés individual. Este interés no es otra cosa que la posibilidad de apropiarse sin límites de las cosas de este mundo para luego intercambiarlas contractualmente. Lo que se logra con ello es minar los fundamentos que sostienen a la autoridad constitucional. Reproducir ahora la refundación de 1973, el ánimo refundacional de Guzmán, sería desestimar la lección que ofrecen nuestros aciertos y errores en el curso histórico, socavar los lazos comunitarios, derrochar un capital ético acumulado por siglos y, a la vez, perder la capacidad de reconocer y reparar nuestros genocidios.
- “Esta tierra nuestra”. Las constituciones son más que un contrato para el aseguramiento de nuestra propiedad individual. Los individuos y sus derechos propietarios, reconoce Hegel, se afincan en un territorio común, en una comunidad que se hace visible en las montañas, el aire y las aguas de esta tierra, que es también nuestra tierra y nuestra patria. Y no solo en el espacio, sino también en el tiempo. Son también nuestros los hechos de la historia nacional y de nuestros antepasados. Es por ello que me parece urgente que esta nueva Constitución, que está en ciernes, repare y restaure nuestra continuidad republicana interrumpida deslealmente en 1973. Las constituciones no son solo entidades legales abstractas, sino también objetos de devoción, como lo demuestra el caso de la Constitución americana de 1787. Pueden ser fuentes de patriotismo en tanto que representan, como indica Hegel, una substancia ética, es decir, “la conciencia de que mi interés substancial está contenido y preservado en el interés y el fin de otro (es decir, el Estado) …” La Constitución es un bien común, una comunidad, y fuente de confianza de “que el Estado tiene que existir y que sólo en él puede alcanzar el interés particular la posición que le corresponde” (Hegel, Filosofía del Derecho, §268)
La lección constitucional de 1787 debería enseñarnos que exigirles, particularmente a nuestros militares, que guarden y protejan, con sus vidas, una nueva Constitución sin raíces profundas en esta tierra y en esta historia, y que además se espera dure unos 30 o 40 años, no conduce a su asegurar devoción y lealtad hacia ella.
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