CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
Trump, el síntoma, no la enfermedad
14.01.2021
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CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
14.01.2021
Trump no inventó ni la xenofobia ni el populismo, mucho menos el anti-intelectualismo en la cultura estadounidense; pero los cosechó, los empaquetó y los marqueteó, sostiene la columna. A partir de una reflexión sobre el reciente ataque al Capitolio por parte de un grupo de seguidores, el autor analiza los orígenes del trumpismo y aporta elementos novedosos para entender por qué el tipo de política que Trump representa y las bases socioculturales en las que se basa están lejos de acabarse con su destitución.
Unos días después de las elecciones presidenciales del 3 de noviembre, Donald Trump habló por 45 minutos. Mientras hablaba profundizaba su lucha quijotesca por desconocer los resultados de los comicios recién concluidos. Como pasó cientos de veces con Trump, en la prensa aparecieron artículos tratando de interpretar las palabras y entender la estrategia presidencial. ¿Sería todo una movida para consolidar su dominación sobre el partido Republicano? ¿Deseaba hacerle la vida imposible a Biden, socavando la legitimidad y gobernabilidad del presidente entrante? ¿O tal vez el narcisismo de Trump realmente no le permite aceptar la realidad y cree que efectivamente ganó la elección?
La semana pasada tuvimos la respuesta. Dirigiéndose al grupo de secuaces que había llegado a Washington DC para protestar el conteo oficial de los votos del Colegio Electoral, Trump habló de una elección robada. “Vamos a marchar por Pennsylvania Avenue – me encanta Pennsylvania Avenue – y vamos a ir al Capitolio, y tratar de darle a nuestros Republicanos, los débiles, porque los fuertes no necesitan nuestra ayuda, y vamos a darles el orgullo y la audacia que necesitan para retomar nuestro país.” Es decir, Trump instigó, durante cuatro años y hasta el último minuto, el ataque al Capitolio que terminaría con todos las y los senadores y representantes escondidos en lugares seguros, el conteo oficial postergado, y, al final de cuentas, cinco personas muertas.
Trump y su presidencia son herederos de una larga tradición intelectual, o más bien anti-intelectual, en los Estados Unidos
Incluso algunos Republicanos han comenzado a entender que Donald Trump es el responsable por lo ocurrido en Washington el 8 de enero. Algunos miembros de su gabinete y asesores han renunciado, incluyendo Elaine Chao, mujer del líder del partido Republicano en el Senado, y Mitch McConnell, otrora aliado de Trump. En su intervención en el Senado el día de la votación, McConnell dijo “Los votantes, los tribunales y los estados se han pronunciado. Si los anulamos a todos, dañaría nuestra república para siempre.” Un Congresista Republicano, Adam Kinzinger, fue el primero de su partido en llamar por el uso de la vigésima quinta enmienda, que le entrega la potestad al gabinete a declarar que el presidente no está en condiciones físicas o mentales para cumplir con el cargo.
Ayer, con votos Republicanos, se aprobó un segundo “impeachment” contra Trump, acusado de “incitar a la insurrección”, y es posible que en los próximos días el presidente sea condenado por el Senado. A pesar de que le queda poco tiempo en el poder, los Demócratas y cada vez más Republicanos sostienen que es importante mandar la señal que nadie esta por encima de la ley. Trump es el responsable, de lo que ocurrió y debe pagar.
Trump efectivamente tiene buena parte de la culpa, pero como ha señalado el ex presidente Obama y muchos otros, Trump es el síntoma, no la enfermedad.
Los orígenes del trumpismo se han analizado hasta el cansancio: la crisis económica (Bossert et al, 2019), el racismo (Major et al, 2018), o la identidad (Norris & Inglehart, 2019). Todos contienen algo de verdad (y estudios como el de Martí (2019) los combinan). Pero hay otra cosa que es igual de antiguo que el racismo y mucho más transversal que la variable clase. Se trata de una larga tradición intelectual, o más bien anti-intelectual en los Estados Unidos, de la que Trump y su presidencia son herederos.
En 1963 Richard Hofstadter ganó el Premio Pulitzer por sus estudios sobre la tradición anti-intelectual en su país. El libro fue publicado el mismo año en que John F. Kennedy fue asesinado (hecho que ha inspirado toda una industria de teorías de conspiración). La presidencia de Kennedy representa una bisagra entre el conservadurismo del Estados Unidos de Eisenhower, y la revolución social de la década de los sesenta. Hofstadter, que había sido comunista en su juventud, miraba con preocupación lo que venía. La reciente experiencia del mccarthismo, con su caza de izquierdistas entre los artistas, académicos y autores de la época, tuvo una fuerte veta anti-intelectual.
Para Hofstadter, lo intelectual no se relaciona necesariamente con altos estudios o títulos universitarios, sino con un rechazo de una visión dicotómica; la certeza de que no existen certezas, sino que matices. Se asocia con la posibilidad, en reconocer matices, de llegar a acuerdos, basados en el debate y la evidencia. La tradición anti-intelectual norteamericana, según el estudio, glorifica el sentido común por sobre el estudio (el texto más influyente en la revolución de 1776, publicado el mismo año por Thomas Paine, lleva el título “Sentido Común”) y las certezas por sobre la duda, cuyos orígenes radican en el puritanismo que fundó el país, la sociedad rural del siglo 19 y la democratización de la educación que duró hasta el siglo pasado.
La teoría de la evolución ofendía a una población altamente cristiana, y en muchos casos, lo sigue haciendo
Otro aspecto del anti-intelectualismo según Hofstadter fue la idealización de la vida rural (Marx 1964), ya presente en las ideas de Thomas Jefferson. La autosuficiencia, tan necesaria en tiempos coloniales, se convirtió en el individualismo extremo del cowboy y el romanticismo rural de Thoreaux. En esta visión, la ciudad sería un lugar de violencia y peligro, sucia y – en la medida que avanza el siglo 19 – lleno de inmigrantes.
Este imaginario tendría implicancias políticas, más allá de Jefferson. En la segunda mitad del siglo 19 emerge el Know Nothing Party (el partido Sabe-nada) y, más tarde, en el Partido Popular, un partido populista, agrario, antisemita y anti-inmigrante que en 1896 presentó al abogado William Jennings Bryan como candidato presidencial. Treinta años más tarde Bryan participaría como abogado en el famoso ‘Juicio del Mono’, en que el profesor John Scopes del estado de Tennessee fue juzgado por enseñar la teoría de la evolución (en 1925 el Congreso Estatal había aprobado la Ley Butler, prohibiendo la enseñanza de la evolución en los colegios, ley que no se derogaría hasta 1967).
El juicio de Scopes deja en evidencia una relación importante entre la religiosidad y el anti-intelectualismo. La teoría de la evolución ofendía a una población altamente cristiana, y en muchos casos, lo sigue haciendo. Según una encuesta Gallup, en 2019 casi la mitad de los estadounidenses se declaraban partidarios del creacionismo.
Es evidente que la religiosidad tiene mucho que ver con aquello. La experiencia de los Puritanos que llegaron a colonizar el territorio resultó en varios mitos fundacionales: desde la convivencia con pueblos originarios (conmemorado en el día de acción de gracias) hasta el moralismo (e incluso una visión económica bastante cercana al socialismo (Morris, 2019)). Los Puritanos en realidad representaban una curiosa combinación entre el fundamentalismo religioso y la tolerancia, pues habían sido víctimas de persecución religiosa en Inglaterra. Esa mezcla siempre ha marcado la cultura norteamericana. George Washington, escribiéndole a la comunidad judía de Newport, Rhode Island en 1790, recalcó que “felizmente el Gobierno de los Estados Unidos no otorga a la intolerancia ninguna sanción, a la persecución sin asistencia, sólo requiere que los que viven bajo su protección se comporten como buenos ciudadanos, al darle en todas las ocasiones su apoyo efectivo.”
La tolerancia religiosa, consagrada en la Primera Enmienda, protege no solamente la libertad de culto, sino de todo tipo de culto. EEUU ha sido un semillero de movimientos cuasi religiosos, todos protegidos ante la ley. Estos grupos suelen ser dominados por líderes carismáticos, atrayendo especialmente que buscan conexiones sociales, personas que han sido abusadas o con familias disfuncionales, muchas veces con historiales de adicción, y sin la capacidad emocional intelectual de lidiar con la complejidad de la vida. La precariedad económica también es un factor (Curtis & Curtis, 1993). Lo anterior describe bien la experiencia estadounidense, identificado por autores como Putnam hace más de dos décadas (1995). Ríos de tinta se han derramado comparando el apoyo trumpista con las lógicas de cultos religiosos (ej. Hassan 2020).
Por estas y otras razones, EEUU es uno de los países más creyentes del mundo desarrollado. En 2018 un 53% declaraba que la religión era algo muy importante en su vida, comparado con un 10% en el Reino Unido, un 27% en Canadá, y un 41% en Chile. Esto implica una compleja relación entre el ciencia y fe. Esta tensión se ha visto tanto en casos desde el juicio de Scopes hasta el gobierno George W. Bush, para quien las lógicas de la fe lo llevaron a ignorar la evidencia sobre la (no) existencia de armamentos de destrucción masiva en Irak. También esta presente en la escatología de los manifestantes del Capitolio, que combina o confunde ideas cristianas del fin de los tiempos con la idea de guerra racial, popularizado en “The Turner Diaries”, una novela de 1978 que describe conflicto racial y el derrocamiento del gobierno de EEUU con el fin de eliminar a personas de color.
Si bien los evangélicos en general han apoyado a Trump, es el sector blanco que estableció una relación particular con el presidente
En EEUU, entonces, prevalece un tipo de creencia que se puede caracterizar por su lectura literal de la Biblia, que frente la evidencia científica se refugia tras doctrina religiosa. Y como muestran los mapas a continuación, la concentración de evangélicos en el sureste, y en menor grado, en la zona central del país, coincide con la distribución del voto por Trump en las elecciones del 2016 (en los comicios más recientes el único estado del sureste que votó por Joe Biden fue Georgia). En el último año de su gobierno, Trump mantuvo el firme apoyo de los evangélicos blancos.
Este último punto es importante, porque si bien los evangélicos en general han apoyado a Trump, es el sector blanco que estableció una relación particular con el presidente. Desde luego, ahí entra el tema de raza. Como dice el historiador y especialista en fundamentalismo cristiano John Fea, en las décadas después de la Guerra Civil el evangelismo se transformó en una forma de legitimar el racismo. Más aún, Fea recuerda que cada vez que EEUU pasa por períodos de fuerte cambio social o demográfico, los evangélicos se han resistido y han liderado dicha resistencia.
Distribución Geográfica Evangélicos EEUU (Pew)
Resultados Elección Presidencial 2016 (FiveThirtyEight.com)
Las lógicas cognitivas descritas no son muy distintas a las que operan en las teorías de conspiración. Como explica S. Jonathon O’Donnell (2020), para los que creen fervientemente en demonios no es un salto muy grande creer que hay fuerzas ocultas manipulando un “Estado Profundo” para impedir la voluntad de su líder carismático. La relación entre el fundamentalismo cristiano y las conspiraciones diversas lleva décadas. Un buen ejemplo es el pastor evangélico Pat Robertson, quien fue por décadas presentador de un programa evangélico en la televisión norteamericana, uno de los fundadores del ‘televangelismo”. En 1991 Robertson publicó “El nuevo orden mundial”, que postulaba la existencia un grupo dentro de la élite estadounidense, influenciados o dominados por los Iluminati, la masonería, los judíos, y hasta por el Consejo de Relaciones Exteriores, un prestigioso centro de estudios que tenía el objetivo de controlar los gobiernos y la economía mundial. El libro se centraba fundamentalmente en ideas expuestas por la famosa falsificación rusa, “Los protocolos de los sabios de Sion”.
Este último caso apunta también a la presencia de antiguos mitos antisemitas, presentes en el cristianismo desde sus inicios – el sacrificio de niños, el control sobre los medios y los gobiernos, etc. – y también en los nuevos movimientos. No es casualidad que algunos de los que se tomaron el Capitolio lucieran poleras mofándose del Holocausto. QAnon, la teoría de conspiración supuestamente liderada por un tal Q, cuyos adeptos son influyentes en el movimiento trumpista (los argumentos que usó Trump para presionar a las autoridades en el estado de Georgia estaban tomadas directamente desde las conspiraciones de QAnon), ha tomado elementos de antiguas conspiraciones antisemitas (dominación mundial por financistas judíos) y las ha adaptado a la actualidad, reemplazando a los Rothschild con George Soros.
Lo que une estos tres puntos es una necesidad sicológica. Necesitamos comprender fenómenos complejos, y es más fácil encontrar explicaciones sencillas
QAnon también ha adaptado el tema del abuso de niños, introduciendo la pedofilia como un propósito central de la supuesta conspiración. Barack Obama, los Clinton y Bill Gates serían parte de dicha conspiración, que comenzó, por lo menos en su versión actual, con PizzaGate, la controversia inventada sobre un restaurante de pizza en Washington que supuestamente era el sitio donde se realizaban ceremonias satánicas y pedófilas.
Con la llegada del Coronavirus, Gates, quien a través de su fundación filantrópica ha promovido la vacunación para combatir enfermedades a nivel global, se convirtió en blanco especial de las teorías de conspiración, a tal nivel que más del 10% de los estadounidenses jóvenes piensan que Gates creó el virus para establecer el nuevo orden mundial. (Es posible que el uso de medios sociales hace que son los jóvenes los que son especialmente susceptibles a las teorías de conspiración. Según una encuesta de YouGov del 2018, solamente un 84% de los encuestados creen que la tierra es redonda, pero entre los millennials, la cifra bajaba a un 66%.)
Claro está que un país en que sectores importantes de la población creen que la tierra es plana, que el mundo se creó en siete días, que la llegada de los astronautas a la luna fue filmada en un estudio, o que el mundo está dominado por reptiles que se transforman en humanos, no puede mantener una posición de liderazgo por mucho tiempo más. Vemos cómo decisiones políticas, desde Irak al impeachment de Donald Trump, se toman no en base a los hechos sino en base a prejuicios. Observamos cómo los resultados en niveles de educación reflejan un descuido de matemáticas y ciencias. Y lamentablemente, es un círculo vicioso, en la medida que la pérdida de competitividad a nivel internacional refuerza nociones xenófobas y aislacionistas. De ahí que para Trump y sus seguidores, la solución en cuanto a la competencia con China o Europa no es mejorar, sino que cerrar fronteras, expulsar investigadores, e imponer impuestos sobre las importaciones. Pero como hemos resumido, ninguna de estas ideas es especialmente nueva. ¿Qué ha cambiado entonces? Tres cosas.
Lo que une estos tres puntos es una necesidad sicológica. Necesitamos comprender fenómenos complejos, y es más fácil encontrar explicaciones sencillas. Hay problemas que son tan grandes que no podemos concebir qué realmente son o cuáles son sus eventuales efectos (calentamiento global), fenómenos cuyas explicaciones oficiales no satisfacen (el asesinato de John F. Kennedy), o cuyas implicancias son demasiado terribles (Covid). Cada una de estas condiciones fortalece la creencia en conspiraciones (Leman & Cinnirella, 2013; Marchlewska, Cichocka, & Kossowska, 2017). Lo preocupante es si las teorías de conspiración se transforman en más que teorías, se convierten, para muchas y muchos, en verdades, o post-verdades. Y como ha dicho Timothy Snyder, “la post-verdad es el pre-fascismo”.
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