CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
No hay balas de plata
13.01.2021
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CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
13.01.2021
Se dice que la legalización de la marihuana bajará la violencia de los barrios; pero eso no ha ocurrido en Uruguay donde los homicidios aumentaron y el tráfico internacional se asentó. Citando la baja de la violencia en Medellín, también se argumenta que la inversión urbana puede hacer retroceder al narco; pero se omite que el negocio narco decayó antes de esas inversiones y que las mafias siguen siendo poderosas a nivel local. A través del examen de ejemplos latinoamericanos, la columna muestra que no hay una bala de plata que derrote al crimen organizado porque se vincula con al menos cuatro problemas. Los primeros tres son muy complejos y están entrelazados: corrupción, violencia y tráfico. El cuarto es peor: es la capacidad de la clase política de llegar a acuerdos de largo aliento, que pueden no ser tan visibles y que requieren tiempo.
En la columna anterior sostuve que la experiencia comparada sobre el crimen organizado en América Latina pone en cuestión tres supuestos que subyacen en el diagnóstico que se hace de este problema en Chile y que dan forma a las políticas públicas. Estos supuesto son: que podemos diferenciar claramente entre la institucionalidad y el crimen organizado; que el narco es el principal problema que tenemos y está centrado en las poblaciones; y que el crimen organizado es el principal causante de la violencia (ver Mitos sobre la fallida guerra contra el narco en Chile)
En esta columna me propongo explorar tres políticas públicas que están en la discusión hoy y que se presentan como “balas de plata” para enfrentar al crimen organizado: a) liberalizar el mercado de drogas; b) invertir en mobiliario urbano en la mejora de barrios críticos; y c) implementar políticas de mano dura. ¿Qué muestra la evidencia comparada respecto de estas tres propuestas?
Este tipo de propuestas genera adhesión rápida en los distintos sectores de la población. Usualmente se las presenta haciendo referencia a ejemplos internacionales aparentemente exitosos. Sin embargo, el análisis de cada caso presenta contracaras menos luminosas.
Un argumento tradicional es que la liberalización del mercado de drogas es la mejor forma de atacar el problema del crimen organizado y la violencia.
Esta idea fue impulsada con fuerza incluso por un grupo de ex-presidentes latinoamericanos que habían tratado de implementar la “guerra contra las drogas” de EEUU, con consecuencias nefastas.
La propuesta supone que al liberalizar el mercado, y eventualmente al regularlo, se acotan los márgenes de ganancia del crimen organizado. También se evita criminalizar a los clientes y a los pequeños traficantes, liberando recursos que podrían destinarse a la prevención y rehabilitación de consumidores problemáticos. El Estado podría además, mediante la regulación del mercado, no solo recaudar sino promover nuevas y promisorias industrias como la del cannabis medicinal.
No obstante, la experiencia reciente de Uruguay, país con características comparables a Chile en varias dimensiones, y caso de referencia para quienes salieron a hablar de la medida en estos días, sugiere que la liberalización del mercado de la marihuana no es una bala de plata para el problema de crimen organizado que hoy enfrentamos.
En Uruguay, la política ha permitido regular el consumo y ha generado externalidades positivas en torno a las aplicaciones medicinales del producto. Sin embargo, sus impactos en términos de seguridad y control del crimen organizado no han sido los esperados. Tal vez lo más elocuente es la decepción evidente que se registra en las declaraciones del presidente Mujica al momento de implementar la medida (diciembre de 2013) y seis años después (diciembre de 2019).
En el primer caso, Mujica declaró: “[con esta medida] ya no voy a tener que salir a buscar a las bocas [locales de venta del microtráfico] o a darle dinero a quienes trafican con ella».
Más recientemente, el ex-presidente señaló: «Estamos inundados por esa porquería, que no tiene nada que ver con la marihuana. Pero la pasta base nos está haciendo un destrozo que creo que hay que enfrentarlo de alguna manera».
La investigadora Rosario Queirolo ha liderado una serie de estudios respecto a los diferentes impactos de la ley de regulación del mercado de cannabis en Uruguay. Sus estudios revelan resultados mixtos en cuanto a los distintos objetivos trazados; son particularmente positivos respecto a la regulación del mercado de marihuana y su uso recreativo e industrial, sin embargo, los resultados no parecen ser buenos en términos del combate al crimen organizado y la violencia, ahora centrada en el tráfico de otras sustancias o de variedades de marihuana (con mayor THC al permitido por la legislación) no disponibles en el mercado legal, y cuyos consumidores siguen recurriendo al mercado ilegal.
Mientras la tasa de homicidio cada 100.000 habitantes era en 2013 de 7,6 (con un promedio de homicidios/100.000 hab de 6,44 entre 2000 y 2013), en años recientes la tasa de homicidios alcanzó las dos cifras (promediando 11,06 entre 2014 y 2019) y llegando a un máximo de 11,8 en 2018.
Con estos resultados Uruguay se encuentra entre los cuatro países con más homicidios cada 100.000 habitantes en Sudamérica, siendo superado solamente por Venezuela, Brasil, y Colombia.
De acuerdo con fuentes del gobierno uruguayo, tres de cada cinco homicidios registrados en el país se asocian directamente a 'conflicto criminal'
Aunque las cifras varían marginalmente, la información publicada por el Ministerio del Interior de Uruguay es consistente con el perfil comparativo que presenta la oficina de Naciones Unidas especializada en la temática. El perfil de Chile, en que al igual que en Uruguay se registra un aumento de los homicidios intencionales (de hombres jóvenes) puede consultarse aquí. No obstante, las tasas globales de homicidio registradas para Chile en el último año disponible (2018) son apenas un tercio de las observadas en Uruguay durante el mismo año.
De acuerdo con fuentes del gobierno uruguayo, tres de cada cinco homicidios registrados en el país se asocian directamente con el “conflicto criminal”. La mayoría de ellos se produce en sectores marginales del área metropolitana de Montevideo, donde la disputa entre bandas de microtráfico se ha intensificado. El aumento de los homicidios coincide también con mayores incautaciones de embarques de cocaína (lo que indicaría que el país pasó a constituirse en una ruta más central para el tráfico de droga).
En paralelo con la liberalización del mercado de marihuana, el gobierno uruguayo implementó un ambicioso proceso de reforma y depuración de las fuerzas policiales, logrando reducir, muy probablemente, niveles altos de colusión entre fuerzas policiales y operadores del crimen organizado. Este proceso pudo avanzar en virtud del control civil de la policía, y de la cooperación abierta entre nuevas jefaturas policiales y las autoridades políticas. Una realidad muy distante a la situación que actualmente tenemos en Chile.
La reforma supuso por ejemplo, el retiro y repliegue territorial de comisarías y su sustitución por mecanismos centralizados de monitoreo de la actividad criminal. Dicho monitoreo pasó a determinar, de modo dinámico, las decisiones sobre el despliegue de fuerzas policiales.
A ello se sumó el diseño de operativos de saturación territorial de corto plazo, especialmente a partir de 2017. Los resultados de una evaluación de impacto de esta política, en formato de divulgación, pueden conocerse aquí (Capítulo 1 ; Capítulo 2 ; Capítulo 3).
En breve, los operativos no parecen haber logrado limitar la actividad criminal. La fragmentación de las bandas (asociada al descabezamiento de organizaciones establecidas) y el desplazamiento de la actividad a nuevos territorios (el “efecto globo”[1] también se produce a nivel barrial), continuó escalando la violencia.
En el mismo período, Uruguay también modernizó su proceso penal, y aumentó significativamente su población carcelaria, alcanzando en 2020 una tasa de encarcelamiento de 337 reclusos cada 100.000 habitantes (la tasa observada en 2012 y 2014 fue de 277 y 279 respectivamente). Chile informa 214 reclusos cada 100.000 habitantes en 2020.
En suma, la política de liberalización del mercado de marihuana generó impactos positivos en varios aspectos. No obstante, no parece ser una bala de plata, si el objetivo buscado es el de controlar la violencia y el despliegue del crimen organizado.
Una posible solución a este problema sería escalar la apuesta y tender a la liberalización o regulación de otras sustancias, con el objetivo de seguir acotando los márgenes de ganancia del negocio. Sin embargo, en un contexto en que el crimen organizado se encuentra consolidado y opera en múltiples actividades, no necesariamente asociadas al “narco”, esta estrategia de control puede terminar generando un horizonte móvil que termine por disolver la propia capacidad del estado de regular toda actividad social.
Si acotamos la perspectiva al narco, en este mismo período Uruguay se consolidó como una ruta para el tráfico internacional; mientras que se mantiene, más allá de un marco legal más restrictivo, como un mercado privilegiado para la actividad de lavado de dinero.
La necesidad imperiosa de invertir en integración urbana y en el desarrollo de bienes públicos que generen espacios de socialización para la juventud vulnerable, también ha ganado centralidad en el debate público sobre el “narco”. En este contexto, usualmente se cita a Medellín como ejemplo exitoso de un estado local que logra, mediante la inversión en teleféricos, bibliotecas, y espacios deportivos, arrebatarle espacios a la criminalidad organizada. El mecanismo al que se atribuye este resultado es el de la captación de jóvenes, quienes ahora disfrutarían de espacios de socialización y ejemplos de movilidad social alternativos a los de la criminalidad organizada.
No cabe duda que los patrones de exclusión y entrampamiento social que generan las áreas urbanas de Chile son parte fundamental del problema que hoy enfrenta el país. También sabemos que este problema excede a la crisis de seguridad, pues es consustancial a las fallas del modelo de “desarrollo” chileno y la crisis de la política. No obstante, cabe preguntarse si un esquema como el de Medellín constituye la clave para solucionar nuestra crisis de seguridad. ¿Puede la inversión que no hicimos en 40 años lograr revertir, por el mero hecho de hacerla ahora, años de exclusión y violencia estructural? ¿Puede dicha inversión relegitimar instituciones estatales sobre las que pesan años de desconfianza, ilegitimidad, y rabia acumulada?
En este sentido, los estudios hoy disponibles sobre el caso de Medellín (Mira y Duncan nd; Blattman et al nd) dan cuenta de dos limitaciones frecuentemente omitidas por quienes impulsan este tipo de propuesta.
Por un lado, la estructura de la criminalidad organizada cambió drásticamente en la ciudad colombiana durante las últimas décadas. A la caída de Pablo Escobar, la sucedió el ascenso del liderazgo de Don Berna, quien estructuró con mano férrea, un sistema de gobernanza criminal que controlaba buena parte de la actividad en la ciudad. Don Berna, a diferencia de Pablo Escobar (quien llevó adelante una guerra contra el Estado), “racionalizó” la actividad criminal, avanzando en su diversificación (del microtráfico a la extorsión y la provisión de créditos, a la administración de justicia y la resolución de disputas locales). El período de liderazgo de Don Berna, es popularmente conocido como el de la “donbernabilidad”. El control de la violencia logrado por Don Berna, también le valió una buena relación con las autoridades políticas (evidencia de esa relación consta hoy profusamente en antecedentes judiciales).
No obstante, el equilibrio logrado mediante la “donbernabilidad” se erosionó con la extradición de Don Berna en 2008. Al mismo tiempo, por razones exógenas a factores locales, el rol de Medellín en el tráfico internacional de cocaína decreció significativamente, reduciendo el poder económico de la organización.
En ese contexto, las bandas principales (hoy conocidas como “razones”) y sus aliados locales (denominados “combos”) se dividieron el territorio. De acuerdo con el análisis de Mira y Duncan (nd), las “razones” comenzaron así a controlar el microtráfico local, pero fundamentalmente, la gobernanza de los distintos barrios bajo su dominio y el de sus aliados (los “combos”). Estos esquemas de gobernanza, desarrollados por distintas “razones” en barrios en que ejercen su monopolio, implica el ejercicio de funciones “policivas” tradicionalmente privativas del estado.
Desde “la supresión de los rivales al interior de la sociedad –funciones propias de una policía política—hasta la vigilancia de la población y la administración de justicia –funciones de una policía de orden local” (Mira y Duncan nd).
Por otro lado, la evidencia cualitativa y experimental (Blattman et al nd) hoy disponible respecto a los resultados de la inversión en infraestructura e integración urbana en Medellín señala que su efecto está mediado por la acción de las “razones” y “combos”. En este sentido, la nueva infraestructura urbana no desplazó a las bandas criminales, sino que se integró, al menos en el contexto de Medellín en que se contaba con oligopolios de coerción consolidados y estables, al portafolio de bienes que administran las organizaciones criminales en colusión (tácita o abierta) con las autoridades oficiales. Y esto sucede, especialmente, en territorios en que las “razones” contaban con mayor legitimidad social que la institucionalidad estatal (ver nota de El Tiempo sobre cómo operan los combos).
En otros términos, las bandas establecidas en el territorio “capturaron” la inversión social y pasaron a administrar su gestión y funcionamiento.
Esto no significa que la inversión urbana sea inútil. De hecho, la evidencia de Blattman et al (ND) sugiere que dicha inversión contribuyó a “domesticar” la actividad criminal, pero lo hizo, también, asentando el monopolio de “razones” y “combos” locales. Por lo tanto, confundir la reducción de la violencia abierta con el desplazamiento de esquemas de criminalidad organizada equivale a no comprender el fenómeno que se pretende solucionar.
De acuerdo con el argumento de Blattman et al (nd), el estado puede eventualmente conseguir repliegues de la criminalidad organizada, pero aquello depende no solo ni principalmente de la inversión urbana, sino también de esfuerzos sistemáticos y en múltiples ámbitos funcionales, tendientes al despliegue de funcionarios estatales para recobrar la confianza ciudadana en su capacidad de resolver y canalizar conflictos cotidianos a nivel local.
Esto último no supone despliegue policial, ni políticas de mano dura, sino recobrar paulatinamente el ejercicio efectivo de las funciones que definen el funcionamiento de un estado por parte del aparato administrativo oficial. De ahí deriva, más allá de la infraestructura urbana, la posibilidad de recuperar gradualmente la legitimidad y el monopolio de la autoridad a nivel territorial.
Las estrategias de combate abierto al narcotráfico, mediante la criminalización y la mano dura han sido una respuesta usual en América Latina. La estrategia ha sido tan usual, como fallida. En un libro en que se analizan en términos comparados las estrategias de mano dura desarrolladas en Colombia, México y Brasil, Benjamin Lessing presenta evidencia clara respecto a sus efectos: en los tres casos, las estrategias de mano dura terminaron generando una escalada exponencial en la violencia y los homicidios, sin lograr solucionar el problema de fondo.
El caso mexicano, en el que se declara una guerra frontal al narcotráfico a partir de 2006, constituye el ejemplo más trágico de este tipo de escenario.
En base a su análisis, Lessing argumenta que respecto al narcotráfico los gobiernos enfrentan un trilema: entre los objetivos de reducir el tráfico, reducir la corrupción, y reducir la violencia, pueden elegir dos, pero nunca maximizar los tres de modo simultáneo.
En virtud de ello, Lessing se declara abiertamente a favor de esquemas en que las policías toleran el tráfico (y eventualmente otras actividades de crimen organizado) a cambio de una reducción de la violencia por parte de las bandas. Así, señala que estrategias como las de las UPP (policías pacificadoras, muy distintas a las policías militares) en el estado de Rio de Janeiro son más efectivas (aún cuando se han vuelto menos efectivas con el tiempo) que las estrategias de persecución incondicional como las que se aplicaron en México desde 2006. Las razones que justifican dicha posición, pero fundamentalmente, la crítica a las políticas de mano dura, son varias.
Por un lado, la escalada represiva por parte de los estados hace subir el precio de las coimas que las fuerzas de seguridad y el aparato de justicia pueden cobrar para favorecer (o proteger) a una u otra banda. Las bandas, cuyos márgenes de ganancia también pueden crecer en medio de un espiral represivo (por el aumento de precios que se deriva de la escasez relativa del producto), tienen mayores incentivos para intentar sobornar a los agentes estatales.
Si bien casos como el de los Zetas en que un cuerpo de elite mexicano termina convertido primero en brazo armado de un cartel, y luego en un cartel en si mismo son extremos; las bandas más poderosas siempre logran corromper agentes estatales en el contexto de este tipo de escalada. Y eso deriva en múltiples consecuencias.
Solo a modo de ejemplo: a) el armamento con que se equipa a las fuerzas estatales puede rápidamente terminar en manos de las bandas; b) la fuerza de la represión estatal termina concentrándose sobre los eslabones más débiles de la cadena, los que son menos capaces de sobornar a los agentes estatales, fortaleciendo así a los jugadores más fuertes y con más protección política y policial; c) la nueva legislación, que endurece las penas, termina otorgando a oficiales corruptos más poder de negociación y mayor rango de acción discrecional en las calles.
Por otro lado, la escalada de violencia estatal contra las bandas, y el eventual descabezamiento de algunas de ellas, abre territorios y oportunidades de negocio para su competencia. Esto no solo refuerza los incentivos para la colusión entre bandas y agentes, sino que dispara enfrentamientos entre algunas bandas y agentes estatales, pero también, disputas territoriales entre bandas rivales. Ambos procesos escalan la violencia de forma geométrica, en tanto rompen equilibrios y pactos de zona gris sobre los que se asentaba el dominio territorial de distintos grupos.
Finalmente, el endurecimiento de las penas consolida a las cárceles como centros de actividad y organización criminal; lo que no solo hace aún menos probable la reinserción exitosa de los reclusos, sino que tiene impacto más allá de los muros de las prisiones. Los sindicatos criminales brasileros, por ejemplo, surgieron de políticas represivas (especialmente aplicadas en el estado de Sao Paulo durante los años 1970s). Esos sindicatos hoy han extendido su actividad a todo el Cono Sur, dominando buena parte de los mercados de macro y microtráfico en la subregión.
En este último tiempo, han comenzado a sindicalizar presos en países limítrofes como Paraguay (ofreciendo pensiones a las familias de los presos que adhieren a una organización y protección a sus afiliados al interior del penal), lo que ha transformado radicalmente el funcionamiento de la escena criminal paraguaya (entrevistas del autor y Andreas Feldmann en Ciudad del Este y Asunción, Julio de 2019). Si el caso de Paraguay le parece lejano, piense que las bandas brasileras hoy dominan rutas y actividades importantes también en Bolivia. Y luego asocie ese hecho, a la situación de las cárceles chilenas en la zona norte del país.
El poder de los sindicatos criminales brasileros excede obviamente a las actividades asociadas al tráfico de droga, habiéndose constituido, en varios estados, como poder paralelo a nivel territorial.
El creciente poder de los sindicatos carcelarios se asienta en la siguiente lógica. La sobrepoblación carcelaria hace que los presos acudan a organizaciones criminales que pueden mejorar sus condiciones de reclusión y su seguridad personal. Más aún en condiciones de hacinamiento y restricciones presupuestarias y de personal en las prisiones.
Las bandas consolidadas en las cárceles también logran proyectar su poder en las calles, mediante el reclutamiento activo de quienes pueden eventualmente terminar en la cárcel (y apuestan a estar protegidos por una organización poderosa al interior de los penales), y entre quienes terminan su condena y vuelven a la actividad al amparo de una organización establecida (ver artículo en Folha de Sao Paulo).
Mediante ambos mecanismos, las bandas estructuradas desde las prisiones expanden su dominio territorial. Como también demuestra el caso de las maras centroamericanas, especialmente en El Salvador, una vez asentadas, estas organizaciones cuentan con la capacidad de negociar e imponer condiciones al estado y al gobierno de turno. El ejemplo de la tregua entre la Mara Salvatrucha, Barrio 18 y el gobierno salvadoreño en 2012 refleja este tipo de escenario.
Elocuentemente, mientras duró la tregua se logró una reducción muy significativa de la violencia. Dicho resultado tuvo como contracara la cesión de espacios de soberanía considerables por parte del estado a ambos grupos criminales.
La complejidad, dinámica y diversificación del crimen organizado requiere de múltiples estrategias coordinadas. Dichas estrategias son poco vistosas (para ser efectivas necesitan mucha más inteligencia que poder de fuego) y para que funcionen bien, deben constituirse en políticas de estado; es decir, no debe competirse políticamente con ellas, porque se articulan en torno a consensos políticos transversales. Para que esto último suceda, a su vez, es preciso que los actores políticos entiendan la complejidad e importancia del problema.
Además, deben querer hacerse cargo del asunto con seriedad, en lugar de llamar a los medios, anunciar proyectos de ley o propuestas en un seminario o mediante una cuña periodística o un tuit, y luego delegar la problemática a las fuerzas de seguridad, al sistema de justicia y a la cárcel.
Recobrar y ejercer el control civil sobre el aparato de seguridad requiere reformas legales e institucionales impostergables, pero depende también de la voluntad de todo el sistema político de entender y hacerse cargo del asunto. En rigor, sin esa capacidad de entender el problema, más allá de lo legal, tampoco habrá capacidad real de controlar y dirigir desde el ámbito civil las políticas de seguridad.
En breve, la falta de seriedad del debate político sobre este tema es (literalmente) criminal. ¿En qué se refleja esa falta de seriedad?
En estas dos columnas hice referencia a ejemplos y literatura comparada por dos razones. Por un lado, los ejemplos permiten iluminar características del fenómeno que la discusión política sobre el tema suele soslayar, sea por genuino desconocimiento, por la presunción de que ese tipo de cosas no suceden en “un país serio” como el nuestro, o por mero cinismo.
Por otro lado, las tres soluciones que se plantean y publicitan ampliamente como “balas de plata”, no solo ignoran matices relevantes sobre los casos que las inspiran, sino que obvian también la acumulación de trabajos académicos que se han ido generando durante estos años por académicos que analizan la realidad chilena.
Buena parte de esa investigación, que hoy se decide ignorar al momento de pensar posibles soluciones de política pública, ha contado además con financiamiento público. En ese sentido, la discusión pública decide ignorar hallazgos relevantes de la investigación que el mismo estado ha financiado.
Solo a modo de ejemplo, entre principios de los 2000 y 2019, Chile ha aplicado programas de inversión social y seguridad comunitaria en barrios marginales. Esos programas han sido evaluados por parte de proyectos de investigación cuyos resultados son públicos y han aparecido en revistas arbitradas (por ejemplo Frühling y Gallardo 2012; Luneke y Varela 2020). Al evaluar tres iniciativas de ese tipo, Alejandra Luneke y Fernanda Varela (2020) argumentan que con bastante independencia de su diseño, los programas chilenos terminaron siendo aplicados en el territorio con altísima discrecionalidad por parte de las fuerzas de orden.
Esas fuerzas de orden, cada vez menos legítimas y cada vez más autónomas en lo territorial (ver columnas de Lucía Dammert aquí y aquí), utilizan los nuevos instrumentos que les otorga la política pública como herramientas con las que reproducir la violencia estructural sobre las poblaciones marginales (Han 2017; Han 2012). La bajísima legitimidad de las fuerzas de seguridad en los territorios más complejos (ver columna de Hugo Frühling) también ha derivado en la fallida implementación de estrategias de co-producción de seguridad basadas en la cooperación entre pobladores y agentes estatales (Trebilcock y Luneke 2018).
En base a dicha acumulación, la academia local ha argumentado, de modo contumaz, la necesidad de introducir reformas a la institucionalidad que regula el funcionamiento de las fuerzas de seguridad (ver por ejemplo, columna de Ricardo Montero Allende). Y lo ha hecho también con anterioridad a los casos de corrupción, abuso y violación a los DDHH que terminaron por deslegitimar a las fuerzas de orden en los últimos años. Las reformas de “mano dura” que hoy se busca impulsar, en manos de las fuerzas de orden con que hoy contamos en Chile, son casi consensualmente vistas como una receta para el desastre (https://www.policiaydemocracia.org/blog/post-11).
También se ha argumentado, entre otras muchas medidas como el control de armas, la necesidad de fortalecer la capacidad de investigación de operaciones complejas, tanto por parte de la Unidad de Análisis Financiero (UAF), como de las fiscalías, por sobre las políticas de criminalización de los eslabones más débiles de la cadena del narcotráfico.
Para ser justos, las evaluaciones y medidas que se proponen en este corpus de trabajos sobre la realidad chilena requieren consensos amplios y esfuerzos sistemáticos. Son de gestión política compleja y menos estridentes y más tentativas, que las “balas de plata”. Estas últimas, en cambio, se pueden discutir con bastante superficialidad para lograr adhesiones rápidas (o alguna consultoría), avanzar agendas paralelas, o simplemente, para lanzar una cuña y salir del paso.
Concediendo que el desconocimiento sobre el tema puede estar inhibiendo una discusión más seria, incluyo al final una lista de referencias bibliográficas que reflejan la densidad de la acumulación disponible sobre el caso de Chile. Me temo, no obstante, que la asimetría entre parafernalia comunicacional y seriedad en el debate de alternativas de política pública no se limita solo a este ámbito de la realidad chilena, sino a un rasgo más estructural de nuestra realidad que también elegimos soslayar.
Bibliografía citada, sin links
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Blattman, Christopher, Gustavo Duncan, Benjamin Lessing y Santiago Tobón. (manuscrito) “Gang rule: Understanding and countering criminal governance.”
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[1] Se argumenta que una razón por la que las estrategias contra la oferta de narcotráfico fracasan es el “Efecto Globo”: reprimir en la producción de drogas en una región mueven esa producción otras zonas.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
CIPER/Académico es un espacio abierto a toda aquella investigación académica nacional e internacional que busca enriquecer la discusión sobre la realidad social y económica.
Hasta el momento, CIPER Académico recibe aportes de seis centros de estudios: el Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES), el Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR), el Centro de Investigación en Comunicación, Literatura y Observación Social (CICLOS) de la Universidad Diego Portales, el Núcleo Milenio Autoridad y Asimetrías de Poder (NUMAAP), el Observatorio del Gasto Fiscal y el Instituto Milenio para la Investigación en Depresión y Personalidad (MIDAP). Estos aportes no condicionan la libertad editorial de CIPER.