CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
La farandulización de la política: cuando el debate público es un reality
06.01.2021
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CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
06.01.2021
Esta documentada columna muestra que quienes triunfan en las elecciones están crecientemente definidos por los medios masivos y sus formas de contar los problemas: cuña corta, conflicto y entretención. Ese lenguaje, que permite a los líderes tener éxito en la TV y las redes, caricaturiza los temas complejos y limita la capacidad de la política de darle solución pues esos problemas no se explican con frases cortas, no son entretenidos y requieren cooperación. Dicho de otro modo, si el problema que tenemos es una política farandulera, entonces el problema también está en los medios de comunicación.
El autor es PhD(c) en métodos de la investigación social por la London School of Economics and Political Science (LSE) e investigador de la fundación Red de Estudios para la Profundización Democrática (RED). Es militante de Revolución Democrática.
En 2003, el mismo año que llego a los cines Terminator 3, Arnold Schwarzenegger lanzaría su exitosa candidatura a gobernador de California en un conocido programa de variedades (The Tonight Show). La campaña de Schwarzenegger estaría marcada por referencias a su trayectoria cinematográfica, como su “Hasta la vista, baby”. Schwarzenegger no sería el primero ni el último de un largo listado de celebridades que dieron el paso desde la fama y el glamur de la farándula a la disputa política. El actor de Terminator llegó a un importante puesto de poder político como candidato del partido republicano, pero claramente era un candidato extraño. Años después, cuando ya había concluido su segundo periodo de gobernador, en otro programa de variedades (Graham Norton Show) Schwarzenegger explicaba que él no se veía a sí mismo como un político y explicaba sus motivaciones de la siguiente forma: “Odio la política. Incluso cuando era gobernador, nunca me consideré un político…”.
¿Que define a un político? Y, tal vez más importante, ¿qué define a un buen político? Claramente, son preguntas cuyas respuestas han cambiado en el tiempo. Hace unos 100 años, Weber describía una profesión como particularmente adecuada para el rol del político: “la importancia del abogado en política occidental, desde que emergieron los partidos, no es coincidencia… La labor del abogado lo capacita para argumentar efectivamente por la causa de sus interesados clientes”.[i]
Muchas cosas han cambiado en estos 100 años, pero un elemento central es que, en la época en que Weber escribía su ensayo, la forma en que la gente se informaba de la política era por los diarios y, los más activos, en los mítines políticos. La llegada masiva de la televisión cambió eso. Esto explica que el oficio político y el tipo de habilidades requeridas haya cambiado tanto.
Por un lado, los políticos profesionales han empezado a usar un lenguaje cercano al empleado en la farándula y, por el otro han emergido, cada vez con más frecuencia, celebridades que emplean su capital de figuración mediática para ingresar a disputar puestos de poder en la política.
En los últimos años el caso más bullado ha sido el de la llegada a la presidencia de Estados Unidos de Donald Trump. Pero, en realidad, son múltiples los ejemplos de fenómenos similares. Para ser un fenómeno tan extendido y fundamental en la política contemporánea, es llamativo el poco espacio que ha tenido su discusión en los foros de debate público. En su lugar, como ha sido la tónica en varios temas, se le tilda rápidamente como una expresión más del manoseado concepto de “populismo”. Y si bien es cierto, como han hecho notar algunos[ii], que hay una tendencia en los liderazgos populistas a emplear algunas fórmulas de farandulización, ni todos los liderazgos de la farándula son populistas, ni todos los populistas funcionan con lenguaje de farándula.
El objetivo de este texto será precisar qué es el fenómeno de farandulización de la política. Su origen en la industria hollywoodense y el debilitamiento de las maquinarias partidarias que conlleva, además de discutir su impacto sobre las relaciones entre representantes y representados. Por último, se discutirá la forma que se ha ido adoptando en Chile y las posibles implicancias que pueda tener para la política nacional.
La farandulización de la política es un fenómeno global, ubicado en la intersección entre personalización y mediatización de la política[iii]. Sin embargo, hay razones para ver su epicentro original en Estados Unidos. Kathryn Cramer Brownell (2014)[iv] explica como una de las principales razones de este fenómeno el influjo de Hollywood. La historiadora argumenta que sería con la segunda guerra mundial que el potencial de las estrategias del espectáculo terminaría de ser reconocido por el establishment político de Estados Unidos. En particular, bajo la administración de Roosevelt la industria del entretenimiento terminó de ser aceptada como una herramienta central para la comunicación política y la promoción del “espíritu americano”. Pero, como relata Brownell, el acercamiento de la política al mundo del espectáculo dio el salto definitivo con la masificación de la televisión en Estados Unidos y la candidatura presidencial de John F. Kennedy.
La masificación de la televisión fue un terremoto a la forma en que se conducía la política. No es que antes no hubiera campañas masivas en los diarios y radios, inclusive lemas de campaña o jingles, pero lo cierto es que una cosa era leer en el diario que el hombre había llegado a la luna o escucharlo en la radio; otra cosa muy distinta fue verlo proyectado en el televisor de su hogar. Así, hasta 1959, la mayoría de los estadounidenses afirmaban que recibían la mayor parte de información sobre política a través de los diarios, y que la prensa impresa era más confiable que la televisión. En 10 años estas proporciones se invirtieron, haciendo de la televisión el principal medio de información sobre política[v]. Kennedy, quien era hijo de un productor de estudio hollywoodense, manejaba los nuevos códigos televisivos con maestría: supo explotar los primeros debates televisados de la historia, reconociendo que lo que decía era tan importante como su apariencia al momento de decir esas cosas. Su campaña presidencial, en 1960, fue intensiva en lenguaje de la publicidad televisiva y cinematográfica. Rodeado de una mítica vida de glamur y codeándose con toda la elite hollywoodense, su relación con el público era descrita con frecuencia como más parecida a la de una estrella de cine con sus seguidores que a la de un político con sus partidarios[vi].
Kennedy se volvió arquetipo del político que abraza la gramática de la farándula. Por un lado, una gramática en la que los medios de comunicación masiva parecían poder reemplazar a los partidos políticos en su relación con sus partidarios.[vii] Por otro lado, esta gramática implicaba lo que Sartori denominó una “cultura de la imagen”, marcada por la primacía de lo visible y “portadora de mensajes ‘candentes’ que agitan nuestras emociones…nos apasionan”[viii], una cultura en la que, como dijo el padre del propio Kennedy, la imagen es realidad. Y esta gramática imponía su formato: el “sound bite” o “cuña” que reducía los mensajes a breves intervenciones repetidas por los medios de comunicación. La aventura de Kennedy sería solo el comienzo de este camino. En 1968 las cuñas en la televisión estadounidense duraban un promedio de 42.3 segundos, para 1988, las cuñas habían disminuido a un promedio de 9.8 segundos[ix]. Además, como explicaba Bourdieu, la lógica de la mediatización significaba crecientemente una forma particular de presentar las disputas entre fuerzas políticas:
…el temor de aburrir les induce [a los medios] a otorgar prioridad al combate sobre el debate, a la polémica sobre la dialéctica, y a recurrir a cualquier medio para privilegiar el enfrentamiento entre las personas (los políticos, en particular) en detrimento de la confrontación entre sus argumentos…[x]
La política, de ser ámbito de la retórica y oratoria, se volvió un oficio en que lo central era la experticia de expertos en marketing político, estrategas comunicacionales y los llamados spin doctors. De hecho, después de Kennedy, Richard Nixon creó la oficina de comunicaciones de la Casa Blanca, que alojaría este ejercito permanente de soldados de la imagen.
30 años después de Kennedy, se estrenaba una película sobre la candidatura del aspirante a presidente, William J. Clinton (Bill Clinton). En lugar de mostrar al candidato en acción, la película, The War Room, dramatizaba las proezas de consultores y spin doctors, como James Carville (el que acuño la famosa frase “es la economía, estúpido”) y George Stephanopoulos. La línea entre política y entretenimiento parecía haberse disipado completamente. La actuación de Clinton en la parodia-documental the Final days, entre otras cosas, llevó incluso a algunos a llamarlo una personificación de la “celebridad en jefe” (celebrity-in-chief) del siglo 20[xi].
Los políticos fueron a la farándula en busca de un lenguaje, una herramienta que les permitiera llegar al público y movilizar votantes, sin necesidad de recurrir a los tradicionales partidos de masas y sus partidarios. Al hacerlo, difuminaron la frontera entre política y farándula. ¿Si los políticos podían ser celebridades, por qué no podrían las celebridades ser políticos?
A medida que la televisión y la industria del espectáculo empezaba a cumplir una función política, lo propio ocurría con las celebridades que aparecían en la pantalla. Actores que comúnmente eran considerados frívolos y alejados de las definiciones nacionales se volvieron icónicos modelos del “espíritu americano”. Así, en el año 2000 (16 años antes de ser electo presidente), Trump comentaba la creciente tendencia de que las celebridades disputaran cargos públicos:
A mucha gente le parece extravagante que alguien ajeno a la política profesional busque la presidencia estadounidense. … Hay muchos lamentos entre los expertos de que nos hemos convertido en una ‘cultura de celebridades’ en la que los deportistas, las estrellas de cine y los empresarios son considerados para cargos públicos…
Las palabras de Trump no debiesen sorprender. Después de todo, hasta el día el hoy, el principal referente de un sector relevante del partido republicano es un actor que luego de hacerse conocido en el mundo de la farándula, disputó y fue electo gobernador de California y, finalmente, presidente del país. Si Kennedy se ha vuelto el referente del movimiento desde la política hacia la farándula, Ronald Reagan lo sería para el movimiento desde la farándula a la política. Por ejemplo, cuando Schwartzenegger habló en la convención republicana, nombró a dos personas como sus referentes principales: Abraham Lincoln y Ronald Reagan.
Ronald Reagan comenzó su carrera como actor de cine, pero alcanzó su mayor fama en la televisión. En particular, se volvió anfitrión y vocero de la General Electric, presentando los nuevos productos de la empresa en su hogar: “…Reagan como anfitrión, ofreció periódicamente a los espectadores un recorrido por su casa «Total Electric«. Como lugar para vivir mejor eléctricamente, la casa de los Reagan se convirtió en el escenario de la primera serie de reality show de la televisión”[xii].
Varias décadas después, Donald Trump había adquirido cierto nivel de reconocimiento por su rol en el concurso de Miss Universo y varios cameos en películas populares como “Mi Pobre Angelito 2”. Sin embargo, al igual que con Reagan, sería con un reality show que Trump le presentaría al mundo el personaje con que luego ganaría la presidencia. Como explica Von Drehle (2016), el rol de Trump en The Apprentice no solo le dio fama, sino que le generó un tipo de reconocimiento particular: “los personajes más astutos de los reality shows experimentan un tipo de estrellato diferente al de los ídolos de la televisión y las películas del pasado. Se anima a los fans a sentir que conocen a estas personas, no como personajes de ficción, sino como de carne y hueso”.[xiii] Los reality shows parecen develar con mayor crudeza el potencial movilizador que pueden adquirir las celebridades en política al “personificar” un héroe que se relaciona con su fanaticada. Como explicaba George Saunders, en un contexto como este, las campañas presidenciales estadounidenses se volverían, más que disputas programáticas, “la selección de un héroe que personifique el ethos nacional predominante”.
En 2003, West y Orman acuñaron el término “política de celebridades” para referirse a este fenómeno que veían con preocupación volverse central al funcionamiento de la política estadounidense[xiv]. El elemento central a la “política de celebridades” es lo que Drake y Higgins (2006) han descrito como la forma de relacionarse de estas figuras con sus políticas y el público. Estas celebridades actúan sus políticas. En su caso la forma en que dicen lo que dicen, envasado en su estatus de héroes de la pantalla, define su mensaje. No es solo ocupar la gramática de la farándula para transmitir su mensaje, su condición de celebridad es parte del mensaje, es parte de su propuesta política. En definitiva, no es que solo argumenten sus posiciones políticas, sino que, cual actor en una película o un participante en un reality show, personifican el héroe de su causa. Como lo explican Drake y Higgins (2006): “…Schwarzenegger actúa con un físico distintivo encarnado por su presencia intimidante (su cuerpo es esculpido, musculoso y apenas contenido por su traje) y su entrega vocal entrecortada germánica que recuerda insistentemente las actuaciones de Terminator…”[xv]. En definitiva, cuando Schwartzenegger hablaba en la televisión de millones de hogares no lo hacía solo como candiadto a gobernador. Su sola presencia significaba que también lo estaba haciendo el héroe de Terminator.
Desde Bepe Grillo en Italia, hasta Volodímir Zelenski, en Ukrania, el salto desde una carrera en el negocio del espectáculo a la política parece cada vez más común. Sin embargo, el caso chileno tiene algunos aspectos que lo distinguen. En particular, sería recién en 1962 que la televisión, gracias al interés del público por el mundial de futbol de ese año, comenzaría lentamente a masificarse. Por otro lado, no sería hasta agosto de 1970 que la televisión alcanzaría cobertura nacional. En otras palabras, apenas se alcanzó a realizar una elección democrática bajo el influjo nacional de la televisión[xvi], antes de que llegase el golpe de Estado.
La dictadura siempre supo reconocer la importancia de la industria del entretenimiento. Si bien en un comienzo hubo un uso abiertamente político de su potencial, posteriormente, en los ochenta, hubo un giro hacia un estilo comercial que focalizara el objetivo de la televisión en entretener y despolitizar. Como explica Sergio Reisenberg, de Canal 7: “Evidentemente, antes que pensar había que cantar y bailar”[xvii]. Programas como “Éxito”, con Pollo Fuentes, o “Festival a la Una”, con Enrique Maluenda, mostraban esta distancia, imperturbable ante las tormentas políticas y económicas de esos años.
Al finalizar la dictadura, una campaña marcaría un punto de inflexión en la forma en que farándula y política nacional se relacionarían: La campaña del “No”[xviii]. Aunque los partidos mantenían su fuerte presencia en la sociedad y varios todavía tenían el recuerdo de campañas electorales basadas en la movilización de partidarios y militantes, la campaña del No significó el aterrizaje de los estrategas comunicacionales y expertos en marketing político. Un aterrizaje que no estuvo libre de choques con la organización social y política[xix].
La campaña publicitaria del plebiscito de 1988 fue la primera campaña política en Chile pensada desde la televisión, pensada desde el poder de la franja televisada. Un elemento de esta nueva forma de hacer campaña fue el “destape” político de la farándula[xx]. Si bien algunas celebridades del espectáculo salieron a mostrar públicamente su apoyo al régimen, el grueso lo hizo por el No. Referentes nacionales como Florcita Motuda, Delfina Guzmán, Carolina Arregui, Alfredo Castro, Javiera Parra, Jorge González e incluso el futbolista Carlos Caszely apoyaron esta opción, pero también lo hicieron importantes figuras internacionales desde Hollywood, como Jane Fonda, Richard Dreyfuss, y Christopher Reeves.
En los últimos 30 años Chile se ha integrado plenamente al fenómeno de farandulización de la política. Esta ha sido la contracara del creciente debilitamiento de los partidos tradicionales y, por lo mismo, de las campañas basadas en la fuerza identitaria directa de los partidos, reflejada en la capacidad de movilizar a sus partidarios. El tema ha adquirido mayor notoriedad en el último tiempo por la emergencia de algunas figuras como la alcaldesa Cathy Barriga y la diputada Pamela Jiles, quienes proviniendo del mundo de la farándula han ingresado a la política aplicando estrategias de ese ámbito. En palabras de la entonces candidata Jiles, cuando anunciaba su paso hacia la política institucional: “La farándula ha sido un vehículo para hablarle a mi pueblo de política”.
¿Qué le espera a Chile en los tiempos en que la política farandulizada adquiere tal fuerza? En algo tenía razón el Trump del 2000. La farandulización de la política llegó para quedarse. Fenómenos recientes como la masificación de las redes sociales han profundizado esa tendencia. No tiene sentido refugiarse en una nostalgia derrotada. Lo anterior no implica renunciar a defender lo mejor de esa política “aburrida” que no sale en la televisión, sino aceptar que ambas formas tendrán que convivir. Y la política de celebridades, sin un contrapeso, puede representar un verdadero peligro a la sociedad.
Hay al menos dos peligros para Chile en la primacía de la política de farándula. El primero es que, si la política es “algo que pasa en la tele”, se quiebra el vínculo significativo entre ciudadanía y sus representantes. Si los políticos se perciben como personajes de un reality en la Moneda o en el parlamento, entonces concitarán el mismo apoyo fervoroso y efímero que generan las celebridades pasajeras de la industria del espectáculo. Un día serán admirados y reverenciados, y al siguiente despreciados y vilipendiados. Una política hidropónica, sin raíces en la sociedad, sin militantes ni inserción en las organizaciones sociales, está condenada a los vaivenes del rating. Qué duda cabe que esa es parte de la crisis que hoy vive Chile.
El segundo peligro es lo que puede ocurrir cuando la política de farándula gana y llega al poder. El legado de Reagan es controversial y sus políticas hasta el día de hoy dividen a los Estados Unidos entre apasionados defensores y detractores. Sin embargo, hay una política que es particularmente criticada. En 1981, las autoridades sanitarias estadounidenses detectaron la emergencia de un nuevo virus. Para 1984, el VIH había infectado a unas 7.700 personas y matado a más de 3.500. Sin embargo, el gobierno de Reagan había desestimado la gravedad de la enfermedad (e incluso integrantes de su gobierno la había catalogado de una “plaga gay”). Recién en 1985 Reagan mencionó por primera vez al SIDA. Parece una ironía del destino que 35 años después el segundo presidente proveniente del corazón de la farándula haya tenido una reacción similar ante el COVID-19 (al que llamó, el “virus chino”).
Para un político-celebridad que busca encarnar el héroe hollywoodense, enfrentar un villano sin rostro no encajaba con la narrativa propia. Agachar la cabeza y entregarles el mando a los aburridos expertos era traicionar el relato que les había permitido llegar al poder. La política aburrida no logra captar la atención del televidente. No tiene ni el glamur de la pantalla grande ni la energía de las peleas, en forma de cuñas entre personeros públicos, de la pantalla chica y las redes sociales. Es lenta, fea, a ratos exasperante. Pero, cada tanto, los países se ven enfrentados a desafíos que nos recuerdan que a veces lo más revolucionario que puede hacer un municipio es gobernar adecuadamente, recoger la basura a tiempo y que las luminarias funcionen. Y a veces lo mismo corre para un gobierno que enfrenta una pandemia. Hoy más que nunca necesitamos un poco de política aburrida.
[i] Weber, M. (1965). Politics as a Vocation. P. 11
[ii] Moffitt B and Tormey S (2013) Rethinking Populism: Politics, Mediatisation and Political Style. Political Studies 62: 381–397.
[iii] A propósito de la creciente personalización de la política en el mundo, véase por ejemplo McAllister, I. (2007). The personalization of politics. In The Oxford handbook of political behavior. Oxford University Press. A propósito de la tendencia a la mediatización de la política en occidente, véase Esser, F., & Strömbäck, J. (Eds.). (2014). Mediatization of politics: Understanding the transformation of Western democracies. Springer.
[iv] Brownell, K. C. (2014). Showbiz Politics: Hollywood in American Political Life. UNC Press Books.
[v] West, D. M., & Orman, J. M. (2003). Celebrity politics. Prentice Hall.
[vi] Austin C. Wherwein, “Wisconsin Battle One of Contrasts”, New York Times, febrero 21, 1960, 55.
[vii] Fernández (1996). Medios de comunicación ¡sustitutos de la actividad política?
[xviii] Sartori, G (1998). Homo Videns. La sociedad teledirigida.
[ix] Simon (1996). From inside the Beltway. Perspectives on Campaign ’96.
[x] Bourdieu, Pierre (1997). Sobre la Televisión. Barcelona: Anagrama
[xi] Schroeder, A. (2004). Celebrity-in-chief: How show business took over the White House. Westview Press.
[xii] Raphael, T. (2009). The body electric: GE, TV, and the Reagan brand. The Drama Review, 53(2), 113-138. P. 129
[xiii] Von Drehle D (2016) The Art of the Steal. Time, 18 January, pp.19–27. P. 25-26
[xiv] West, D. M., & Orman, J. M. (2003). Celebrity politics. Prentice Hall.
[xv] Drake P and Higgins M (2006) I’m a Celebrity, Get Me into Politics: The Political Celebrity and the Celebrity Politician. In: Holmes S and Redmond S (eds) Framing Celebrity: New Directions in Celebrity Culture. London: Routledge, pp.87–100. P. 99-98
[xvi] Si bien para las elecciones presidenciales de 1964 la televisión había alcanzado cierto nivel de penetración y se organizaron los primeros debates presidenciales televisados, estos estaban lejos de tener el protagonismo que luego tendrían. De hecho, de los tres candidatos presidenciales Durán era el único que contaba con un televisor antes de este periodo; Frei se compró una con motivo del debate, mientras que Allende prefirió no hacerlo
[xvii] Contardo, O., & García, M. (2005). La era ochentera: Tevé, pop y under en el Chile de los ochenta. Ediciones B Chile.
[xviii] Para una entretenida discusión sobre el tema, a partir de la película “No” de Pablo Larraín, veáse Benson-Allott, C. (2013). An Illusion Appropriate to the Conditions No (Pablo Larraín, 2012). Film Quarterly, 66(3), 61-63.
[xix] A propósito de estas tensiones, véase por ejemplo Oxhorn, P. (1994). Where did all the protesters go? Popular mobilization and the transition to democracy in Chile. Latin American Perspectives, 21(3), 49-68.
[xx] Existieron algunos ejemplos previos, aunque a menor escala y con menor repercusión como el del “Elvis Rojo” y su apoyo a la campaña de Salvador Allende https://www.bbc.com/mundo/noticias/2016/03/160317_documental_dean_reed_elvis_rojo_gringo_ch
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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