CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
Prisión política en el Chile democrático: un nuevo debate incómodo
17.12.2020
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CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
17.12.2020
¿Alguien detenido por destruir propiedad pública o privada es un preso político o un delincuente común? Para responder a esta pregunta el autor abre la cancha y no limita el análisis a lo que hizo un manifestante, sino considera también cómo el estado lo juzga y castiga. Argumenta que cuando se usa el proceso penal políticamente, los imputados -más allá de si son culpables o inocentes de delitos- son presos políticos, pues el estado ha rebasado los límites que tiene para perseguir crímenes. En esta documentada columna el autor entrega evidencia para sostener que eso es lo que ha ocurrido en Chile desde el 18/O.
Este fin de año, en el marco de la conmemoración de un año de movilizaciones sociales iniciadas en octubre de 2019 y de un nuevo aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos, se ha abierto un debate inesperado para una democracia que se pensaba era un modelo para la región: ¿existen presos políticos en Chile?
Diversas voces del Gobierno, instituciones públicas, académicos y partidos políticos descartaron dicha hipótesis. Se dijo, por ejemplo “solo hay prisión política en dictadura” o “el Ministerio Público persigue delitos y no ideas políticas”.[1]
Este texto busca discutir esas ideas tomando en cuenta otros elementos de análisis.
Como punto de partida, es necesario reconocer la complejidad del concepto de prisión política. Actualmente no hay una definición consensuada. Amnistía internacional, por ejemplo, usa el concepto de “prisión de conciencia”, categoría con la que se refiere a personas que están privadas de libertad debido a sus ideas, sin que hayan cometido o propugnado hecho de violencia alguno. Así, una persona que incurre en estos actos y es encarcelado, no sería “preso de conciencia”.
El punto clave parece estar, para algunos, en que si alguien, en una protesta política, quema una micro, se enfrenta a la policía, corta una calle, ese hecho ya no sería político, sino que se calificaría exclusivamente por el delito cometido.
En este texto voy a sostener que la “prisión política” es una categoría de análisis que no es únicamente legal, sino que nos obliga a considerar elementos políticos y jurídicos integralmente. Sostendré, además, que la prisión política, como una categoría autónoma de análisis jurídico-político, está íntimamente ligada a la violación de los derechos humanos en el marco de complejos escenarios políticos y sociales. En consecuencia, esta calificación es un problema mayor en las democracias.
Una mirada más amplia de las posibilidades de persecución por razones políticas la brinda la legislación internacional vinculada con temas de refugio y asilo. En dicha legislación, de la que Chile es parte, se reconoce la persecución por razones políticas, pero también por delitos conexos e incluso delitos comunes perseguidos con una finalidad o razón política. Así la doctrina del asilo, desde el siglo XIX, lo que se procura es “respetar el sometimiento de quienes son acusados de delitos de carácter común a los sistemas de justicia que funcionan bajo el estado de derecho y evitar la impunidad y, por el otro, no coartar los movimientos revolucionarios y de autodeterminación, así como los librepensadores”.[1]
El punto que destaca esta legislación es, entonces, que no es lo que hacen los ciudadanos el único foco de análisis. Hay que considerar es si le Estado usa políticamente su poder de coerción e incluso la violencia en contra de la población o de una parte de ella, por motivaciones políticas. En consecuencia, es necesario descartar la prisión política como una respuesta estatal basada, exclusivamente, en la persecución de una persona por sus ideas políticas en oposición al gobierno de turno.
En el ámbito internacional, una de las aproximaciones más citadas es la resolución del Parlamento Europeo de 2002 donde se estableció que se consideraría como prisión política en la que concurre alguna de las siguientes circunstancias: (i) que la detención haya sido impuesta en violación de una de las garantías fundamentales establecidas en el Convenio Europeo de Derechos Humanos; (ii) que la detención se haya impuesto por motivos puramente políticos sin relación con ningún delito; (iii) que por motivos políticos, la duración de la detención o sus condiciones sean manifiestamente desproporcionadas con respecto del delito del que la persona ha sido declarada culpable o de la que se sospecha; (iv) que por motivos políticos, la detención se produzca de manera discriminatoria en comparación con otras personas; (v) o, por último, que la detención sea el resultado de un procedimiento claramente irregular y que esto parezca estar conectado con motivos políticos de las autoridades.[1]
Los elementos centrales que debemos tener en consideración no son su inocencia o culpabilidad, sino que el contexto de la persecución penal, el tipo de legislación aplicable y el respeto de las debidas garantías de sus derechos humanos, sin discriminación
En el ámbito nacional, también ha habido un esfuerzo por dar contenido a la idea de “prisión política”. Así, en el informe de la Comisión de Prisión Política y Tortura de 2005 se establecieron algunos criterios para determinar cuándo estamos ante un caso de prisión política: (i) La existencia de la motivación política como fundamento único del acto represivo se reconoce porque deja de haber delito cuando se omite la motivación política de la conducta del imputado; (ii) La existencia de medidas privativas de libertad sin juicio y sin fundamento, como las detenciones administrativas o la aplicación de medidas restrictivas o privativas de libertad una vez cumplidas las condenas, en virtud de las atribuciones de los estados de excepción constitucional; (iii) La aplicación de normas jurídicas de mayor rigor en el juzgamiento de hechos, impuestas en forma arbitraria o con claros fines de represión política; (iv) También existe motivación política en la detención y juzgamiento de delitos que constituyen hechos delictivos sancionados por cualquier legislación ordinaria de un país, que fueron cometidos con la intención de derrocar al régimen o impulsar cambios políticos. Si bien en estos casos la privación de libertad no es ilegitima per se, debe velarse por el cumplimiento de garantías del debido proceso en el juzgamiento de los hechos y por que no se apliquen torturas a los imputados.[2]
En consecuencia, tanto la experiencia internacional más relevante como la nacional en esta materia se han pronunciado por una idea amplia sobre la prisión política que comprende: (i) personas privadas de libertad exclusivamente con base en sus ideas y/o actividad política; y, (ii) personas en prisión por actos con conexión política o por delitos comunes, a quienes se les persigue y/o violan sus derechos humanos por razones políticas. Las violaciones de derechos humanos con motivación política dicen relación, preferentemente, con el derecho a la libertad personal, integridad personal, debido proceso, protección judicial y no discriminación.
Esta visión amplia de la prisión política es concordante con los estándares internacionales sobre las obligaciones del Estado frente a la protesta social. En efecto, el Estado puede tomar medidas para castigar delitos cometidos en el marco de la protesta social, pero no puede utilizar el instrumento penal con fines de control social, no puede violar derechos humanos de los manifestantes, incluidos los violentos y, en particular, no puede utilizar la prisión preventiva como una forma de castigo político, ya que dichas actuaciones deslegitiman la respuesta del Estado.
Establecida esta aproximación amplia a la idea de prisión política, corresponde determinar si en el caso de las personas procesadas y condenadas que se encuentran privadas de libertad o cumpliendo medidas cautelares o condenas en libertad por actos supuestamente delictivos, cometidos en el marco de la revuelta de octubre de 2019, pueden ser consideradas como prisioneros políticos.[3]
Como hemos señalado, para su calificación como “presos políticos” de las personas perseguidas por su participación en actos supuestamente delictivos desde octubre de 2019, los elementos centrales que debemos tener en consideración no son su inocencia o culpabilidad, sino que el contexto de la persecución penal, el tipo de legislación aplicable y el respeto de las debidas garantías de sus derechos humanos, sin discriminación.
En cuanto al contexto, lo relevante para la calificación que nos preocupa es que la persecución penal se ha dado en el marco de las movilizaciones sociales del 18-O y, por tanto, son movilizaciones claramente políticas en el sentido de ser expresiones destinadas a la transformación política y social del modelo constitucional, económico y político en el país. Frente a estas movilizaciones, la respuesta estatal fue una brutal represión que ha sido constatada en informes nacionales e internacionales que coinciden en un cuadro de graves violaciones de derechos humanos que han sido generalizadas, afectando a amplios sectores de la población, pero en forma agravadas respecto de jóvenes que se han manifestado políticamente.[4] En definitiva, estamos ante hechos que se enmarcan en un contexto de conflicto político y en un marco de graves violaciones de derechos humanos con motivación política.
En cuanto a la legislación aplicable, con posterioridad a octubre de 2019, se ha visto una persecución penal intensiva respecto de las personas involucradas en protestas sociales a quienes se les ha aplicado una normativa especialmente gravosa con consideraciones políticas (ley seguridad del Estado, ley control de armas), por tipos agravados (incendio, homicidio frustrado, maltrato de autoridades, alzamiento)[5] y una legislación política cuestionada por organismos internacionales de derechos humanos (ley 21.208 o ley antibarricadas), dictada con el único fin de agravar la persecución por manifestaciones públicas en el marco de la revuelta del 18 de octubre.[6]
En relación con el debido respeto de los derechos humanos en el marco de la persecución penal, este pasa a ser un aspecto esencial para explicarse los hechos en Chile desde octubre de 2019.
Los datos que han entregado los órganos oficiales[7] y organismos académicos[8] y de derechos humanos[9] son relevantes para desprender algunos elementos de juicio: las detenciones ilegales se triplicaron respecto del promedio histórico; problemas para acceder a defensa jurídica al momento de la detención; en cuanto al tema probatorio, existen dudas sobre las bases probatorias para disponer la privación de libertad y mantener la prisión preventiva;[10] la cautelar más gravosa, prisión preventiva, se ha usado intensivamente (se ha accedido al 84,6% de las solicitudes) que en el período anterior a octubre de 2019[11] y se ha mantenido vigente mucho más allá de lo prudente para no infringir el principio de presunción de inocencia[12]; no se ha justificado adecuadamente el riesgo de fuga en un contexto de alto control policial y militar de las personas y el cierre de las fronteras y se ha recurrido a la peligrosidad sin acreditar otros elementos que permitan mantener la prisión conforma a los estándares internacionales; hay denuncias de que el poder judicial no ha tomado medidas efectivas para evitar la prisión preventiva de personas sin antecedentes y que arriesgarían una pena mínima menor que la prisión preventiva a las que han estado sometidas, transformando la prisión preventiva en una pena anticipada.
No podemos dejar de señalar que muchos de los que hoy están privados de libertad han denunciado graves violaciones de su derecho a la integridad personal, incluyendo situaciones de tortura. De esta situación ha dado cuenta un reciente informe de Paz Ciudadana.
En síntesis, hay antecedentes de hecho y de derecho para considerar que, en democracia, existen personas que pueden ser calificadas como prisioneros políticos. El hecho de que estas personas estén siendo investigadas o hayan sido condenadas por delitos comunes en ningún caso excluye dicha calificación.
En este sentido, los constantes llamados desde el poder político para presionar a los tribunales para mantener a manifestantes privados de libertad; calificativos de autoridades de personas perseguidas como “delincuentes”, violando presunción de inocencia; la sanción al juez Urrutia por decretar la modificación de cautelares de personas sindicadas como miembros de la Primera línea, un inédito pleno autoconvocado de la Corte de Apelaciones de Santiago para revocar una medida tomada por un juez para modificar cautelares de personas privadas de libertad; el hecho que en la persecución penal de miembros supuestamente de la Primera Línea, fue el Ministerio del Interior quien bregó por la prisión preventiva y no el Ministerio Público; asimismo, las declaraciones del Fiscal Nacional Ministerio Público confrontando al poder legislativo, dan cuenta de un escenario de politización de la persecución penal en el actual contexto nacional. Sumemos a ello, el anuncio de un veto presidencial respecto de un proyecto de indulto que aún no se discute en el Senado.[13]
Asimismo, la discriminación por razones políticas en la persecución de quienes son perseguidos por el Estado quedó demostrada en el marco de la acusación constitucional contra el ex – Ministro Víctor Pérez, donde se acreditó que, respecto de las manifestaciones de partidarios del Gobierno, no se ha hecho uso del instrumento penal. La diferencia de trato se basó en razones políticas y eso es una forma de discriminación.
Además, para configurar un contexto de discriminación en la aplicación de la persecución penal, es fundamental considerar la forma en que el propio aparato de poder punitivo ha actuado respecto de las violaciones de derechos humanos. Así, es evidente que la actividad punitiva no ha sido diligente ni mucho menos efectiva para hacer justicia frente a los violadores de derechos humanos.[14]
Algunos elementos que nos permiten sostener este uso discriminatorio del instrumento penal son: pese a existir 8.827 denuncias de violaciones de derechos humanos ante el Ministerio Público, solo existe una sentencia condenatoria; se han cerrado sin resultado sobre el 50% de las investigaciones; la prisión preventiva ha sido usada en forma excepcional (solo 25 imputados al 16 de octubre de 2020); y, siempre ha existido un fuerte respaldo político a las instituciones de donde provienen los violadores de derechos humanos.
De esta forma, no estamos ante las fallas “normales” del sistema penal, sino en un contexto político que debemos tener en consideración para determinar un patrón de conducta donde las fallas propias del sistema han servido para agravar la persecución solo contra un determinado sector político. No es “normal” tener 8.827 denuncias de graves violaciones de derechos humanos, 75 agentes estatales formalizados, 25 inculpados en prisión preventiva y un condenado versus 27.432 manifestantes detenidos, 5.084 formalizados, 648 de estos en prisión preventiva y 725 ya condenados. Eso es, evidentemente, un actuar discriminatorio por resultado.[15]
En síntesis, hay antecedentes de hecho y de derecho para considerar que, en democracia, existen personas que pueden ser calificadas como prisioneros políticos. El hecho de que estas personas estén siendo investigadas o hayan sido condenadas por delitos comunes en ningún caso excluye dicha calificación.
En este escenario, pasa a ser una cuestión central establecer la respuesta del Estado frente a este escenario. Sin duda, que la resolución de esta situación debe implicar al Estado en su conjunto.
Así, el poder judicial está obligado a revisar las medidas cautelares y en el actual contexto de restricciones por la pandemia del Covid-19, no se justifica mantener las prisiones preventivas. En cuanto a las condenas, se debiera elevar el estándar de exigencia en materia probatoria, en un contexto donde existe un serio cuestionamiento al rol de las policías y del propio Ministerio Público, la prueba para condenar debiera ser objeto de un alto escrutinio judicial.
Por otra parte, se debe avanzar en los esfuerzos políticos por dar una salida de fondo a la situación de quienes están siendo procesados y de quienes han sido condenados en este contexto de anormalidad política. Buscar una salida política a través de una ley de indulto general o una amnistía, parece ser el camino correcto para no profundizar la persecución política del estado de Chile en contra de quienes participaron de la protesta social, incluido quienes cometieron delitos en dicho contexto.
Finalmente, las personas que han sufrido prisión política deben ser reparadas integralmente por las violaciones de derechos humanos de las que han sido víctimas.
Por tanto, la calificación de prisiones político no implica inocencia, sino el reconocimiento de que el Estado tiene límites para perseguir los crímenes. Esta no es, por tanto, una cuestión de bondad, sino que es una exigencia de justicia.
[1] Este resumen y su explicación ampliada se puede revisar aquí. Sobre los alcances de la discusión sobre el tema en el Parlamento europeo y la exposición del relator, Christoph STRÄSSER, ver aquí.
[2] Comisión de Prisión Política y Tortura, 28 de noviembre de 2004, pp. 28-29.
[3] Según información del Ministerio Público, al 16 de octubre la fiscalía ha formalizado a 5.084 personas, 648 están en prisión preventiva y 725 han sido condenados.
[4] INDH. Mapa Violaciones de Derechos Humanos (ver aquí)
[5] Ver información de la Defensoría Penal Pública que da cuenta de esta situación (ver aquí) en:
[6] Amnistía Internacional, en carta al Gobierno de Chile de 31 de marzo de 2020, denunciaba “Amnistía Internacional ha tenido conocimiento que cientos de personas se encuentran privadas de la libertad por delitos menores como el de “desórdenes públicos” en conexión con las protestas de 2019. Muchos otros se encuentran en prisión por el uso indebido y desproporcional del derecho penal, tras la aplicación de leyes como la Ley de Seguridad Interior del Estado. Así mismo, la nueva Ley 21208, conocida como “Ley Antisaqueos y Antibarricadas” de enero de 2020 ha despertado serias preocupaciones debido a que por ejemplo, castiga penalmente la obstrucción de la vía pública en el contexto de manifestaciones sociales” (ver aquí).
[7] Ministerio público, Informe 16 de octubre de 2020 (ver aquí). Corte Suprema, Informe: El rol del Poder Judicial en el conocimiento de las acciones judiciales relacionadas al estallido social (ver aquí).
[8] Universidad Diego Portales, Informe Anual 2020 (ver aquí)
[9] Casa Memoria José Domingo Cañas, Informe sobre violaciones a los derechos humanos: el estallido de octubre de 2019, Chile (ver aquí). Coordinadora 18 de octubre (ver aquí). También ver columna en CIPER sobre el control de detención y balance penal del estallido.
[10] Denuncia efectuada por el diputado G. Boric el 14 de diciembre de 2020.
[11] Según datos de la DPP, entregados por el jefe de la Unidad de Derechos Humanos el 02 de noviembre, el porcentaje de prisiones preventivas dictadas por los jueces en casos por delitos relacionados a las protestas por la crisis social es el doble del que se registra si se consideran los ilícitos en general.
[12] Hay casos de la revuelta con una prisión preventiva de más de un año lo que comparativamente esto es muy alto, según informe de Paz Ciudadana, en 2017 un 53,1 de las prisiones preventivas duraron menos de 3 meses y solo 25% duraron más de seis meses y solo un 5% más de un año.
[13] El Presidente Piñera señaló el 14 de diciembre que “utilizará su facultad de veto, porque consideramos que es un mal proyecto, y que atenta contra el orden público, la seguridad ciudadana, la democracia y el Estado de derecho”.
[14] En un reciente estudio del Centro de Estudios de Justicia para las Américas (CEJA), la Fundación para el Debido Proceso Legal (DPLF) y la Defensoría de la Universidad de Chile, se concluye que en Chile ha habido «un incumplimiento generalizado de los principios de oficiosidad, oportunidad y exhaustividad en las investigaciones de graves violaciones de derechos humanos” (ver aquí)
[15] Hay discriminación cuando el trato diferenciado se busca o bien es el resultado de una conducta aparentemente neutral (ver aquí)
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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