CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
La hora clave del reconocimiento: escaños reservados y la promesa frustrada
21.11.2020
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CIPER ACADÉMICO / OPINIÓN
21.11.2020
Los escaños reservados no distorsionan el sistema democrático, como se ha argumentado, explica el politólogo Claudio Fuentes. Al contrario, esos escaños buscan solucionar una distorsión del actual sistema que deja casi sin representación al 12,8% de la población que se auto-identifica con los pueblos originarios. Por ello, estima que mecanismos como este no debiesen ser entendidos sólo como una excepción, sino como parte de “un entramado más complejo y rico de instituciones para la interculturalidad”. Examinando el incierto destino de estos escaños en la discusión en el Congreso, el autor revisa también las “innumerables veces en que las élites políticas han traicionado sus compromisos con los pueblos originarios”.
(Claudio Fuentes es cientista político, profesor de la Universidad Diego Portales, y ha desarrollado una larga investigación académica en el área constitucional. Es investigador responsable del proyecto FONDECYT Nº 1170025 sobre ideas y cambio constitucional en Chile e investigador asociado del el Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR)).
La senadora Jacqueline Van Rysselberghe, al proponer escaños reservados para evangélicos, devela en forma prístina la incomprensión que existe en parte de la sociedad —y en parte de la elite— respecto de los mecanismos de representación. En días pasados, la senadora sostuvo varios argumentos que merecen la pena ser revisados. Indicó, en primer lugar, que los escaños reservados representaban una alteración a la decisión de las mayorías que concurrían a votar. Además, sostuvo que si se aceptaba la idea de los escaños reservados para pueblos indígenas, entonces debía permitirse que diversos “grupos de interés” importantes, como los evangélicos, puedan quedar representados en la Convención.
¿Podemos equiparar pueblos originarios y evangélicos como grupos de interés? ¿Alteran los fundamentos de la democracia representativa este tipo de mecanismos?
Antes de responder a estas preguntas, necesitamos clarificar las propuestas en debate dado que tienden a confundirse. Lo que el Congreso Nacional se encuentra discutiendo en la actualidad es un proyecto de “escaños reservados” para pueblos originarios y afro-descendientes y que aluden a un número de asientos—todavía por definir—que se asignarían en la Convención para tales pueblos. Quienes llegasen a ocupar estos asientos lo harían bajo las mismas reglas de competencia que el resto de los y las representantes por lo que no se podría considerar ni un privilegio ni menos una distorsión de la democracia representativa. Aquí lo que se hace es establecer un número de asientos para que se permita la representación efectiva de tales pueblos.
En el caso de las personas con discapacidad no se proponen escaños reservados. El proyecto de ley propone establecer la obligación que en las listas de candidaturas incorporen personas con discapacidad (5%). Mientras en el caso de escaños reservados se asegura una representación de determinados grupos de la sociedad—en este caso, pueblos originarios—en el caso de las cuotas se trata de un mecanismo de acción afirmativa solo para candidaturas a fin de estimular la participación—en este caso, de personas con discapacidad.
La provocadora propuesta de la senadora Van Rysselberghe nos exige clarificar y distinguir cuidadosamente entre grupos sociales. No cabe duda de que cualquier grupo de la sociedad tiene intereses, por lo que parece lógico aspirar a una Convención compuesta por una multiplicidad de escaños reservados para contener tales intereses: gremios empresariales, religiones, sindicatos, pueblos indígenas, sociedad civil organizada, clubes de fútbol, y una larga lista de manifestaciones de intereses sociales. Veríamos, entonces, una Convención gremialista, compuesta por grupos intermedios de la sociedad que demandan una representación asegurada.
Pero aquella concepción de la sociedad —que observa solo grupos de interés—parte de la premisa que estos grupos forman parte del todo social y son idénticos. Y esa es precisamente esta la distinción fundamental que es necesario realizar.
Cuando nos referimos a los pueblos originarios, aludimos a grupos, colectivos, que tienen tradiciones propias, que son pre-existente al Estado-nacional, que se adscriben un determinado territorio, que tienen lenguas, cosmovisiones y formas de organización político-social particulares. Es esto lo que progresivamente han reconocido los convenios y declaraciones internacionales suscritos por Chile.
Por otro lado, un grupo religioso se une en torno a una creencia, un gremio empresarial se une en torno a determinados intereses económicos, un club de fútbol en torno a una afición. Pero a todos estos grupos no los une una reclamación territorial, lingüística o cultural que los diferencie del Estado-nacional.
Equiparar los pueblos originarios a un grupo religioso o a cualquier otro grupo de interés en la sociedad demuestra una total ceguera respecto de la trayectoria histórica de las relaciones entre el Estado de Chile y los pueblos originarios.
Es por esta razón que el debate sobre los escaños reservados para pueblos originarios no es menor. Si se acepta tal figura, la élite política estaría dando un paso fundamental al reconocer que existe un grupo social que convive en el territorio pero que tiene determinadas especificidades que requieren una representación particular.
¿Desvirtúan los escaños reservados la representación democrática?
Recién argumentábamos que existiría una rv azón sustantiva que justificaría la inclusión de los pueblos originarios a través de un sistema de escaños reservados. No se trata de cualquier grupo de interés que compite por influencia en una sociedad, sino que se trata de un colectivo con determinadas características sociales, históricas, políticas y territoriales.
Pero también existe una razón procedimental: el actual esquema de representación democrática inhibe la inclusión de dichos pueblos en el sistema político. Así, es precisamente lo contrario a lo que argumenta la senadora: lo que provoca una distorsión a la representación es el actual esquema de competencia. Si la democracia representativa capturara la diversidad socio-económica y cultural del país, los distintos cuerpos colegiados representativos reflejarían ese 12,8% de auto-identificación con los pueblos originarios. Pero esto no ocurre ni a nivel local, y menos a nivel nacional (4,6% en el Senado, 1,9% en la Cámara). Entonces, al establecerse escaños reservados, se buscaría superar esta distorsión que históricamente ha invisibilizado a los pueblos originarios. Si ellos tuviesen una representación proporcional a su población en el sistema político seguramente los escaños reservados no serían un tema de debate, pero al no contar con una adecuada representación, se transforma en un asunto que merece la atención.
Cabe advertir que la figura de los escaños reservados tampoco es algo ajeno o extraño a las democracias representativas. De hecho, a nivel de Congreso Nacionales se han establecido en más de una cuarentena de países. Lo que se busca a través de ellos es representar en un órgano colegiado como un Congreso Nacional los intereses de colectivos (étnicos, nacionales, religiosos, geográficos) pero que al mismo tiempo comparten ciertos rasgos identitarios distintivos respecto del resto de la sociedad. Los más frecuentes se asocian con representaciones en número de asientos en el Congreso que son reservados para grupos nacionales y/o para pueblos indígenas en casos como Nueva Zelandia, Colombia, India, Samoa o Taiwán, por citar algunos de ellos (Reynolds 2005, Fuentes y Sánchez 2018).
El debate sobre los escaños reservados para pueblos originarios no es menor. Si se acepta esta figura, la élite política estará dando un paso fundamental al reconocer que existe un grupo social que convive en el territorio pero que tiene determinadas especificidades que requieren una representación particular
En el caso de Nueva Zelandia existe una representación en el Parlamento que es equivalente al padrón electoral indígena que se construye en forma paralela a la realización de cada censo. Los representantes que postulan a los asientos reservados compiten en las elecciones general tal cual ocurre con el resto de los parlamentarios e incluso los partidos tradicionales de dicho país pueden presentar candidaturas indígenas para esos asientos. En el caso de Colombia, la representación se da en el Senado (2 cupos reservados) y en la cámara de diputados (1 asiento). En este país, además existe representación para comunidades afrodescendientes (1 cupo), y de colombianos y colombianas en el extranjero (1 cupo). Aquí no existe un padrón especial, sino que se aplica la auto-identificación al momento de votar.
Entonces, estos escaños reservados implicaría aceptar que existe un “otro”, distinto al Estado-nación, y que en tanto colectivo y dadas sus particularidades (que son preexistentes al Estado, que se autoidentifican con un territorio y una identidad cultural específica), requieren una representación diferenciada. Pero la configuración de estas formas de representación no debiese ser pensada como una “excepción”. De hecho, en el debate sobre los escaños reservados en la Convención Constitucional se ha argumentado que por tratarse de un hito tan relevante como el escribir una Constitución, se necesita de dicha representación de todos los pueblos indígenas.
Si bien aquel argumento es correcto pues nadie dudaría de la significancia de escribir una Constitución, lo que en realidad se requeriría es comenzar a debatir es un entramado más complejo y rico de instituciones para la interculturalidad. En un país donde el 12,8% de la población se autoidentifica con algún pueblo originario, se hace necesario avanzar, en diálogo y consulta con los pueblos originarios, respecto de las distintas formas de interacción político-institucional.
El debate sobre los escaños reservados revela una dimensión todavía más profunda respecto del modo en que las élites políticas han enfrentado el tema del reconocimiento. La lentitud en aprobar esta medida, las reiteradas postergaciones en el debate, los argumentos facilistas, todo ello va reforzando la incredulidad y desconfianza respecto del genuino interés por reconocer a los pueblos originarios. Todos los actores políticos manifiestan su compromiso fiel con la aprobación de la norma, pero ningún acuerdo se materializa.
La frustración ha sido una constante en las relaciones entre el Estado de Chile y los pueblos originarios. Recordemos brevemente lo sucedido a finales del segundo gobierno de Bachelet y que ilustra de modo patente el ciclo de promesas incumplidas. A fines de 2017, representantes de los pueblos originarios se reunieron con las autoridades de gobierno en cuatro ocasiones sucesivas a fin de lograr un acuerdo sobre su reconocimiento constitucional en lo que fue una consulta nacional sobre su reconocimiento. Fue un ir y venir de propuestas que culminaron con una lista de acuerdos totales, parciales y desacuerdos.
Acordaron que el proyecto de reforma constitucional establecería la preexistencia de los pueblos indígenas. Acordaron también que se reconocería el derecho de estos pueblos a conservar, fortalecer y desarrollar su identidad e instituciones. Llegaron a acuerdos parciales sobre el derecho a la libre determinación y respecto de los escaños reservados dado que los indígenas los solicitaban para diversos órganos colegiados. No se llegó a un acuerdo ni sobre el reconocimiento de los territorios indígenas ni respecto del rango constitucional del Convenio 169, ni tampoco respecto del reconocimiento de la plurinacionalidad.
Los indígenas estaban frustrados. De los 145 delegados, solo 38 firmaron el acta final pues estaban insatisfechos con lo alcanzado. Dos semanas después, el gobierno convocó a una nueva reunión. Ahora se invitó a 57 delegados, pero después de unas horas de deliberaciones, 27 de ellos decidieron retirarse. En el acta final tampoco se estableció acuerdo respecto de la plurinacionalidad o respecto de establecer un mecanismo de seguimiento para los acuerdos que se habían establecido allí. Pero en esa oportunidad el gobierno aceptó avanzar en reconocimiento territorial, reconocer la idea de representación en órganos colegiados y aceptar la idea de elevar a rango constitucional el deber de consulta por parte del Estado.
Cuatro meses después, a inicios de marzo, el gobierno enviaba un proyecto de reforma total a la Constitución. Llamaba la atención que varios de los puntos que habían generado consenso entre ese mismo gobierno y los pueblos indígenas no se reflejaran en ese proyecto. Y quizás lo más sorprendente de todo esto es que se trataba de un gobierno de izquierda, el gobierno de Bachelet, que envió su texto al legislativo a comienzos de marzo de 2018 . Allí no se reconocía la preexistencia de los pueblos indígenas. El texto indicaba que se reconocía a los pueblos indígenas “que habitan el territorio como parte de la nación chilena”.
Se trataba de un duro golpe pues la demanda por reconocimiento implicaba que el Estado de Chile aceptaría tanto la preexistencia como la noción que los pueblos originarios constituyen colectivos que tienen identidad propia. El proyecto reconocía sus derechos y su cultura. Se aceptaba la idea de una representación de escaños reservados a nivel parlamentario y se reconocían sus derechos culturales, lingüísticos y patrimoniales. Nada se decía sobre la autodeterminación, la salud tradicional, el deber de consulta previa y menos se hablaba de los derechos territoriales.
Lo impresionante (o decepcionante deberemos decir) de aquel diálogo frustrado fueron las expectativas que se habían creado sobre un eventual reconocimiento. En efecto, durante el gobierno de Bachelet se había gestado un proceso inédito de participación ciudadana con miras a establecer una nueva Constitución. En el caso de los pueblos originarios, se organizó un proceso constituyente indígena que involucró a poco más de 11 mil indígenas que se aglutinaron en torno a más de 500 encuentros que se efectuaron en 2016-2017. Posteriormente, entre agosto y noviembre de 2017 se organizó una nueva consulta a nivel local que involucró poco más de 10 mil indígenas. Ello fue seguido por consultas a nivel regional con más de 600 representantes, y las dos rondas nacionales finales que se realizaron al amparo del Programa de Naciones Unidas, el Instituto Nacional de Derechos Humanos y los presentantes de la CONADI.
Todo este esfuerzo colectivo de consultas, deliberaciones, negociaciones, acuerdos y desacuerdos culminaron en compromisos firmados por las partes pero que luego se vería evidentemente frustrado. Ni siquiera los ámbitos donde se generó un acuerdo total entre las partes se materializarían en el proyecto de ley que enviaría el gobierno al Congreso.
Al contrario de lo que argumenta la senadora Jacqueline Van Rysselberghe lo que provoca una distorsión a la representación es el actual esquema de competencia. Si la democracia representativa capturara la diversidad socioeconómica y cultural del país, los distintos cuerpos colegiados representativos reflejarían ese 12,8% de auto-identificación con los pueblos originarios
Son innumerables las veces en que las élites políticas han traicionado sus compromisos con los pueblos originarios. Las promesas incumplidas son parte de una histórica relación que combina intereses territoriales, económicos, políticos y hasta culturales. Basta recordar algunos hitos más contemporáneos:
Entonces, cuando examinamos la relación entre el Estado de Chile y los pueblos originarios advertimos no solo una constante compromiso de reconocimiento e inclusión en el proceso político, sino que además una permanente frustración de tales pueblos respecto a compromisos adquiridos y su no cumplimiento. Se trata de un momento único de la República de Chile, uno donde o se concurre a reconocer e incluir la diversidad o se opta, nuevamente, por frustrar una promesa.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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