MANUAL PARA ENTENDER LA PERMANENTE CRISIS POLÍTICA PERUANA
Crisis política en Perú IV: Las tribus y la calle
14.11.2020
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MANUAL PARA ENTENDER LA PERMANENTE CRISIS POLÍTICA PERUANA
14.11.2020
La crisis actual de Perú es responsabilidad de tribus políticas que son lo que queda de la descomposición del sistema de partidos, plantea esta columna. Su constante lucha por el poder está despertando a la calle y el autor no cree que tengan capacidad de pactar vías que canalicen institucionalmente el conflicto, como lo hizo la elite chilena a través del acuerdo que terminó en el plebiscito.
La crisis política actual en Perú se origina en una polarización que es azuzada por dos ramas de la élite política, las que han sobrevivido a la desaparición de Peruanos por el Kambio (partido que ganara la elección presidencial en el 2016) y a la pérdida de peso político del fujimorismo (Fuerza Popular pasó de 73 escaños en el Legislativo elegido en el 2016 a 13 en el elegido de manera extraordinaria para completar el periodo 2020-2021). Ante la ausencia de partidos que organicen la competencia política, los protagonistas de la crisis permanente son dos “tribus” o familias políticas, articuladas sobre la base de premisas ideológicas y principios valóricos: conservadores o progresistas.
La familia conservadora ha ocupado oportunistamente el poder ante la vacancia presidencial declarada al mandatario reemplazante Martín Vizcarra (quien como vicepresidente asumió la máxima autoridad estatal luego de la renuncia del presidente elegido Pedro Pablo Kuczynski en el 2018). Se trata de una red informal de políticos profesionales y tecnócratas trajinados, procedentes de una casta política tradicional que comparte valores sociales conservadores (en temas sociales como educación y salud) y un estilo jerárquico en la administración pública. Programáticamente están inclinados hacia la derecha y han forjado vínculos con sectores católicos conservadores y militares reaccionarios. La mayoría de ellos han ocupado cargos de responsabilidad pública principalmente durante el gobierno de Alan García (2006-2011). En los últimos años, sus figuras más visibles se han manifestado públicamente a través de comunicados que firman como “Coordinadora Republicana”.
La familia progresista, por su parte, se opone a la anterior. Está conformada por políticos de izquierda, funcionarios de centros no-gubernamentales, líderes de opinión en medios influyentes, académicos que comparten banderas sociales liberales (desde el respeto a las identidades sexuales hasta la reforma universitaria) y dominan la narrativa de la lucha anticorrupción (desde ONG especializadas en el tema). La mayoría de los integrantes de esta tribu accedió a cargos importantes durante el gobierno de Ollanta Humala (2011-2016) y recientemente con Martín Vizcarra (2018-2020). En los últimos años, han construido vínculos con funcionarios del sistema judicial y son influyentes en redes internacionales gracias a sus contactos con la cooperación, el sistema internacional de derechos humanos y redes internacionales de organismos de sociedad civil.
Ambas tribus luchan por acceder al poder, incluso en contextos no electorales. El propio enfrentamiento entre ellas ha privilegiado la conveniencia a la institucionalidad política. No ha habido voluntad de los actores para conducir las reglas de juego vigentes para promover la estabilidad, sino el empleo de aquellas para confrontar. Así han terminado pareciéndose en ciertas pautas de comportamiento. Primero, interpretan las normas constitucionales con altos grados de arbitrariedad. Los progresistas avalaron la “negación fáctica” de la Confianza al Consejo de Ministros que precipitó el cierre del Congreso por Martín Vizcarra, en setiembre de 2019; los conservadores endosan la causal de “incapacidad moral” con que procedió el Congreso para destituir a Vizcarra en noviembre del 2020. Consecuentemente, emplean fácilmente la nomenclatura de “golpe de Estado” para cuestionar el escenario en el que resultan perdedores. Ninguna de las partes sostiene que las irregularidades subyacentes a ambos derrumbes institucionales (del Legislativo primero y del Ejecutivo después) son igual de perjudiciales para la institucionalidad democrática. Esto, porque se alinean en bandos irreconciliables y así estigmatizan al oponente en términos éticos, empleando un glosario denostador (“gangsters de la política”, “mafias”, “golpistas”, etc).
El eje de la cultura política peruana del 'no sé qué quiero, pero sé lo que no quiero” ha llegado a su máxima expresión'
Esta polarización no se instalaría tan fácilmente en la sociedad, si no viviésemos el apogeo del maniqueísmo discursivo a nivel global: “buenos” versus “malos”. Siendo así, la verdad pierde valor en sí misma, y solo funciona aquella narrativa que gana el estatus de superioridad moral. En este sentido, el discurso de la lucha contra la corrupción ha sido objeto de pugna, aunque el bando progresista cuenta con más recursos para explotarlo favorablemente. Ha impuesto su “verdad”, a pesar de sujetarse en contradicciones. Por ejemplo, pese a su defensa “principista” de los derechos fundamentales, no reclamaron por la falta de presunción de inocencia de políticos confinados a prisiones preventivas de hasta tres años, porque éstos pertenecían al campo ideológico rival. Este tipo de polarización ideológica entre las élites resiente el valor de la verdad de los hechos y relativiza la corrupción. Por eso ambos bandos toleran las sospechas de corrupción entre los cercanos programáticamente, mientras sancionan máximamente a los de la orilla contrario.
Al imponer su narrativa, la tribu progresista ganó la calle. La indignación dormida despertó en un sector importante de la ciudadanía ante la asunción del poder del gobierno interino de Manuel Merino, hasta entonces presidente del Congreso 2020-2021, elegido por el partido Acción Popular. Existía en la sociedad peruana un malestar acumulado de tanta inestabilidad política que no toleró una crisis política más. Sin dudas, este es el motor de la protesta. Seguramente se suman también el descontento producido por la pésima gestión sanitaria y económica durante la pandemia, como sostienen los voceros del gobierno interino, pero estas causas las considero menores, quizás complementarias. Al respecto, el sector progresista ha elaborado una narrativa para desprestigiar al gobierno interino, señalando que se trata de una “coalición vacadora” (sic) que busca postergar las elecciones, pues en realidad son “mafias” las que han tomado el poder. Al punto, señala el discurso progresista, de dañar el equilibrio de poderes de la democracia peruana y producto de acuerdos “dictatoriales” que llevarían a la liberación del sentenciado por rebelión Antauro Humala, líder de una de las bancadas que facilitó la salida de Vizcarra.
En esta historia, se ha eximido de máxima responsabilidad a la administración de Vizcarra de la gestión de la pandemia del Covid-19, aduciendo la histórica debilidad del Estado peruano. Este mismo guión consideraba precisamente la pandemia una de las razones para no proceder con un cambio de gobierno que altere las políticas públicas respectivas.
El gobierno interino, en sus primeros días, ha reaccionado a las imputaciones. En primer lugar, mediante su primer Decreto Supremo ha confirmado el calendario electoral, y el premier Ántero Flores-Aráoz y la ministra de Justicia Delia Muñoz han rechazado la amnistía a Humala. El nuevo ministro de Salud, Abel Salinas, ha anunciado correctivos en la detección de contagios del Covid-19 (el empleo de pruebas moleculares y no “rápidas” para este fin). Sin embargo, no gozan de credibilidad ante la opinión pública. Los emisarios no convencen con sus mensajes, aunque algunos de estos busquen espantar fantasmas. De hecho, corren el riesgo de no mantenerse en el poder, porque cuando tengan que solicitar la Confianza del Pleno congresal, éste podría no otorgársela. Y esto último, porque la composición del gabinete Flores-Aráoz no terminó siendo la consagración de una “repartija” (un acuerdo de la supuesta “coalición vacadora” o destituyente), sino el resultado de una combinación azarosa de congresistas con intereses particulares (algunos, sin duda, con negocios turbios) y de representantes amateurs, dominados por la ingenuidad (absolutos debutantes políticos que se estrenan en el Congreso Nacional). De hecho, varios congresistas “vacadores” (sic) ya se sienten “traicionados” por la conformación conservadora del gabinete y han anunciado su voto en contra de dicha confianza; incluso, han salido a las calles a protestar.
Para llegar a una salida, se requiere de un pacto político entre dos élites enfrentadas. La ausencia de partidos políticos pasa aquí la factura
La precariedad política es tal, que quienes hoy ostentan el poder ejecutivo no provienen de la componenda parlamentaria que vacó a Vizcarra hace unos días. Solo Merino y un círculo de Acción Popular que lo acompaña han transitado del Palacio Legislativo a Palacio de Gobierno. El mayor beneficiado ha sido la tribu conservadora que con gran sentido de oportunidad, aprovechó la carambola política y el vacío de poder para socorrer al presidente interino en las horas inciertas de montar un gobierno de transición. Y tenían los recursos políticos para hacerlo: cuadros políticos experimentados a disposición, redes con poderes fácticos (económicos, empresariales, militares), pero, sobre todo, incentivos ideológicos: confrontar a sus rivales progresistas.
Mientras la tribu conservadora ha tenido los recursos para un triunfo político temporal, la progresista tiene los recursos para un triunfo moral. En tiempos de necesidades morales insatisfechas, la calle es el combustible requerido para tentar también la victoria política. Sin embargo, la conexión entre la tribu progresista y la indignación ciudadana movilizada es absolutamente narrativa. La calle no tiene dueño político porque se basa en sentimientos anti-establishment, sin un norte político más allá de la renuncia de Merino. El eje de la cultura política peruana del “no sé que quiero, pero sé lo que no quiero” ha llegado a su máxima expresión. Pero precisamente para llegar a una salida, se requiere de un pacto político entre las dos élites enfrentadas. Y en este paso, la ausencia de partidos políticos pasa factura.
Ante un escenario similar, las coaliciones partidarias chilenas lograron acordar un referéndum constituyente para amortiguar, en algo, el estallido social. En parte, el paulatino acercamiento programático entre ellas y los modales institucionales de sus cuadros, permitieron encausar –al menos temporalmente- la furia movilizada. En Perú, las tribus ideológicas tienden a seguir azuzando la polarización, reproduciendo la inestabilidad ad infinitum. La familia conservadora apela al cansancio de la movilización social; la progresista, a la sucesión de una ola de movilizaciones que alcance el nivel de las que antecedieron la caída de Alberto Fujimori en el 2000. Es así que, en lo único que están de acuerdo los operadores de la polarización es que la calle decidirá.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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