A UN AÑO DEL ESTALLIDO CIPER REVISÓ LOS EXPEDIENTES DE ALGUNOS DE LOS CASOS MÁS GRAVES
“Si se obstruye, debo aspirarle la tráquea”: así viven ahora las familias golpeadas por violaciones de DDHH durante el 18/O
17.10.2020
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
A UN AÑO DEL ESTALLIDO CIPER REVISÓ LOS EXPEDIENTES DE ALGUNOS DE LOS CASOS MÁS GRAVES
17.10.2020
La conmemoración del 18 de octubre no es solo un recuento de manifestaciones masivas, disturbios, saqueos y negociaciones políticas. Marca también el primer aniversario del retorno, ahora en democracia, de las violaciones de derechos humanos recurrentes. CIPER revisó miles de fojas de investigación judicial y conversó con las víctimas de agresiones cometidas por agentes del Estado en las primeras semanas del estallido. Un trabajador postrado que solo puede comunicarse con parpadeos, una adolescente a la que operaron para reinstalarle huesos del cráneo, un joven con una placa de titanio en el rostro, padres que piden justicia por la muerte de un hijo e hijos que no logran hacer el duelo por su padre.
Foto inicial: Gustavo Gatica, el joven que perdió la vista por perdigones disparados por Carabineros, visitando a Mario Acuña, postrado en su casa de Buin. Crédito: gentileza de la familia.
Un trabajador postrado que debe ser alimentado por la tráquea y que sólo puede comunicarse parpadeando; una adolescente sometida a una operación para reponerle huesos del cráneo; un joven al que debieron reconstruirle el rostro con una placa de titanio; padres que exigen justicia para su hijo muerto por infantes de marina e hijos que cargan con el duelo por su padre asesinado a golpes.
La conmemoración del 18/O no es solo un recuento de manifestaciones, disturbios y negociaciones políticas. La revuelta marcó también el retorno a Chile, en democracia, de violaciones de derechos humanos recurrentes. Las siguientes cinco historias muestran cómo cambió la vida de familias que sufrieron la violencia de agentes del Estado en las primeras semanas del estallido social, cuando Carabineros disparó 152 mil cartuchos sobre las manifestaciones, cada uno con una docena de perdigones (vea el reportaje: Carabineros revela que disparó 104 mil tiros de escopeta en las primeras dos semanas del estallido social).
Se trata de cinco historias que se suman a otros casos emblemáticos, como el del estudiante Gustavo Gatica y el de la trabajadora Fabiola Campillay, ambos con pérdida total de la visión, y que muestran el difícil recorrido de las víctimas y sus familias para hacer justicia y restablecer su salud, física y mental.
CIPER investigó también, en cada una de estos cinco casos graves de violación de derechos humanos, el avance o el retraso de las investigaciones judiciales. En la mayoría los progresos son escasos. Pero, en otros, han sido clave las pesquisas a cargo de la Brigada Investigadora de Delitos contra los Derechos Humanos de la Policía de Investigaciones.
Del total de casos revisados para este reportaje, sólo en uno hay una agente del Estado formalizado por cuasi delito de homicidio: el cabo de la Armada Leonardo Medina. En el resto la investigación aún se mantiene en etapa de secreto, sin llegar a tribunales. En términos globales, hasta hoy, la Fiscalía tiene identificados a 466 agentes del Estado involucrados en hechos denunciados como violaciones a los derechos humanos, pero un número mucho menor están formalizados, según ratificó esta institución a CIPER (vea el reportaje: Balance penal del estallido: Fiscalía investiga a 466 agentes del Estado y gobierno acusa a 3.274 personas de cometer actos violentos)
“Desde el 21 de octubre, ha sido largo y doloroso para nosotros, una agonía. Los asesinos aún están sueltos y siguen ejerciendo. Todos sabemos que son carabineros y el gobierno no lo toma con seriedad. Pedimos una audiencia con el ministro Gonzalo Blumel y nada”, lamenta Natalia Pérez. Para ella y sus cuatro hijos la vida cambió radicalmente con la muerte de Alex, su ex esposo.
Alex Núñez Sandoval (40 años) falleció producto de una golpiza propinada por Carabineros cuando ya había sido detenido por quebrantar el toque de queda, en las cercanías de la estación del Metro Del Sol, en Maipú. Su nombre inicialmente no fue incluido en la nómina de fallecidos que entregaba el gobierno, pero un reportaje de CIPER reveló su caso (vea el reportaje: Manifestante murió en la Posta Central y gobierno no lo incluyó en la lista oficial de fallecidos).
Con voz pausada, Natalia dice que durante estos meses la espera y la falta de apoyo la obligaron a extremar sus esfuerzos, más allá de lo que fue capaz de resistir. “He debido ser el único pilar de mis hijos, y, dentro de lo que he podido, he tratado de ayudar a los abuelos. Pero con la pandemia, como trabajo en salud pública, me tuve que alejar de ellos, y allí me ganó la pena, no soporté más”, comparte.
Hoy, con licencia médica debido a su estado de ánimo, ella siente que sus hijos están pagando un precio tremendo tras el asesinato de su padre. “Tuvieron que viajar al campo con mis papás. Recién ahora están retomando su vida”, cuenta.
“Mi hijo mayor, Rodrigo (23), logró canalizarse después de la muerte de Alex. Pero el segundo, E. (15), se encerró como una ostra. Y A. (12) lo ha pasado pésimo, con crisis de pánico y temor nocturno. La M., a pesar de ser tan pequeña, tiene seis años, lo ha tomado muy bien hasta ahora”, prosigue.
Natalia, después de tanto dolor, no acepta la resignación y asume que no puede bajar los brazos, aunque la tristeza la invada con frecuencia en su casa en Maipú, como reconoce. “Uno debe ponerse la capa y sacar adelante a sus chiquillos, como sea. En algún momento, tendré tiempo para llorar. No puedo dejar que la muerte de Alex quede en vano”, reflexiona.
Natalia dice que conoce de cerca las carencias del país, después de trabajar 19 años en la salud pública como técnica en enfermería. “Uno salió a la calle a pelear una vida digna. Y los que debían protegernos nos agredieron, pero vamos a continuar pidiendo lo que nos corresponde”, sostiene.
Ella no pierde la esperanza de que algún día la escuchen, que consideren su voz, por anónima que sea. «Espero que me vean a la cara, que me miren. No los voy a insultar, solo quiero pedir explicaciones, que me den las respuestas, que se hagan cargo de lo que hicieron”, insiste.
Su abogado, Cristián Cruz, recuerda que la petición de audiencia que le hicieron el otrora ministro del Interior Gonzalo Blumel fue ingresada el 7 de febrero.
En un inicio, cuenta Natalia, todo parecía encaminarse a un encuentro. De hecho, el 12 de febrero el abogado Cristián Cruz recibió un correo electrónico en el que se le informó que debían acudir a La Moneda el 25 de febrero a las 10:00. Blumel los esperaba. Sin embargo, una semana después todo cambió. Un nuevo correo, firmado ahora por el abogado Gustavo Valdés, les notificó que la reunión sería afuera del palacio presidencial y no con el ministro, sino con tres funcionarios, entre ellos Pablo Prieto, entonces jefe de gabinete de Blumel (vea el intercambio completo de mensajes en este enlace).
“Era un grupo de desconocidos para nosotros y respecto de quienes jamás solicitamos reunión alguna. Por eso, decidimos no asistir”, sostiene Cruz, abogado que ha encabezado múltiples querellas en temas de derechos humanos, incluida la que condujo a la condena en primera instancia del excomandante en jefe del Ejército, Juan Emilio Cheyre en el caso Caravana de la Muerte.
Espero que me vean a la cara, que me miren. No los voy a insultar, solo quiero pedir explicaciones, que me den las respuestas, que se hagan cargo de lo que hicieron
Desde su hogar, Natalia confiesa que efectivamente creyó que el ministro Blumel iba a escuchar la tragedia de ella y de sus hijos, pues, aunque estaba separada desde hacía ocho años de Alex, mantenían una relación estrecha. Se conocían desde los cinco años y vivían a pocas casas de distancia, en el mismo pasaje.
Ella recuerda con detalle lo que sucedió en la noche del 21 de octubre. “Alex —relata— no participaba en las protestas, sólo miraba de lejos, pero esa tarde lo llamaron para hacer unas herramientas. Él reparaba taladros y esmeriles. El toque de queda era a las siete y él volvió después de esa hora. Y ahí lo agarraron”.
Fue Rodrigo, su hijo mayor, quien le advirtió que unos carabineros habían golpeado a su papá, cerca de la estación Del Sol del Metro. Ella fue a verlo a su casa a eso de las 21:00, según observó en un reloj de pared. Lo encontró sentado y con un chichón en la frente que le pareció “gigante”. Le propuso que fueran a la Posta Central, pero Alex se negó y le comentó que la golpiza se la propinaron entre tres carabineros.
A la mañana siguiente, ella enrumbó a su trabajo en una posta rural de Noviciado. Durante el viaje, la llamó su excuñada, Karen, para avisarle que llevaban a Alex a la ex Posta Central, entubado, agónico. Cuando Natalia logró llegar al centro asistencial de calle Portugal, la doctora Patricia Negretti le anticipó el desenlace y le sugirió que hablara con sus hijos.
“A las tres y media del 22 de octubre, el Alex falleció a los 40 años. Al ver como estaba, creo que fue lo mejor que pudo pasar”, recuerda Natalia, quien de inmediato pidió que le hicieran una autopsia. Después de tantos años en el servicio público de salud, ella sabía que esa medida sería clave para determinar las causas de la muerte.
El informe del Servicio Médico Legal, elaborado por el médico René López, estuvo listo el 2 de diciembre. Según ese reporte, Alex Núñez murió de un traumatismo encéfalo craneano. Tenía —además— contusiones múltiples en los pulmones y sus tejidos blandos. Es decir, “lesiones recientes, atribuibles a terceros”, detalló el especialista.
Para esa fecha, Carabineros ya tenía antecedentes del crimen, como ratifica un documento electrónico rotulado como secreto emitido a las 09:34 del lunes 28 de octubre de 2019. En ese informe, el subteniente Juan Rivas le comunicó al comisario Gerardo Henríquez que los involucrados en la golpiza pretendían falsear sus testimonios, según le comentara el entonces subteniente Gary Valenzuela. Este último oficial, quien luego fue dado de baja, está imputado hoy por el femicidio de la carabinera Norma Vásquez, ocurrido en agosto en Linares
Desde entonces, las versiones de los policías involucrados fueron contradictorias, por ello la familia pidió realizar una reconstitución de escena, la que aún está pendiente. Hasta ahora, a casi un del año del crimen, sólo hubo una fijación fotográfica, un paso previo para lograr desenmarañar lo acontecido el 21 de octubre, cuando Alex se quedó conversando y comiendo papas fritas en la calle, en horario de toque de queda.
“Yo sabía que estaba mal, le bajaba el pulso, por eso cuando él falleció, yo ya lo tenía entregado”, evoca Natalia.
Nunca más pudieron recuperar sus antiguas vidas. Paola Martínez explica que su sobrino, Mario Acuña, quedó postrado después de la golpiza que le propinaron tres carabineros el 23 de octubre de 2019 en Los Olmos con Camino Bajo de Matte, a sólo cien metros de su hogar en la población Jorge Washington, de Buin.
“Después de eso, estuvo cinco meses hospitalizado y cambió todo para nosotros. Ahora respira por la tráquea y come por la guatita, así que yo le paso todo por la juguera. Y si se obstruye mucho, debo aspirarlo, limpiarle la tráquea”, explica.
Todo ocurrió en menos de cinco minutos, según testigos y videos. Mario (44 años) no alcanzó a escapar de la policía después de participar en una manifestación con otros 20 vecinos y familiares, llegó golpeado y ensangrentado a la casa de su tía. El 24 de octubre amaneció orinado, en coma y con convulsiones.
“Y ahora, yo me tengo que hacer la fuerte con él”, cuenta Paola, de 49 años.
Mario, padre separado de tres niños, la escucha, pero ya no puede hablar. “Nosotros le preguntamos cosas y él nos responde parpadeando, también mueve su mano izquierda, sus dedos, en verdad. A veces, lo hacemos reír, pero cuando tiene dolores no lo logramos. En esos momentos, no llora ni grita”, lamenta ella.
La pandemia los ha confinado a una soledad aún mayor, dice Paola. Por precaución, dejaron de visitarlos incluso los doctores que apoyaban la rehabilitación de su sobrino, quien estuvo al borde de la muerte, internado primero en el Hospital Barros Luco y luego en el San Luis, de Buin.
Hace unos días, sin embargo, Paola y Mario recibieron la visita inesperada de Gustavo Gatica, el estudiante de sicología que quedó ciego el 8 de noviembre de 2019, luego de ser impactado por perdigones disparados por Carabineros. Para ella fue un momento de alegría y tristeza. “Me dio pena verlos. Gustavo está ciego y camina. Mario ve, pero no camina. ¿Por qué les hicieron esto?”, se pregunta.
“Ese día, cuando nos dispararon, andábamos con niños. Si yo hubiera visto al Mario, me habría vuelto a buscarlo. Es una rabia grande que tengo, por no haberlo hecho”, se recrimina Paola, quien, en la historia de su familia, siempre fungió como una madre sustituta para “El Mariachi”, como llaman a Mario, quien perdió a su padre este año.
La versión de Paola coincide con las pericias fotográficas, planimétricas y balísticas que ya fueron entregadas al fiscal Gamal Massú de San Bernardo por la Brigada Investigadora de Delitos contra los Derechos Humanos de la PDI.
Los hechos, registrados en vídeos y audios, ocurrieron entre las 23:14 y las 23:18 del 23 de octubre, según reconstruyeron los comisarios Carlos Váquez y Raúl Bocaz de la PDI, después de entrevistar a una decena de testigos y recorrer el barrio, buscando evidencias.
En aquella pesquisa, una vecina, Romina Flores, recordó a los policías que sólo eran 15 a 20 personas protestando esa noche. “Mario estuvo cantando y animándonos en la protesta, pero en ningún momento hizo algún tipo de destrozo, incluso mencionó que, si llegaba Carabineros, él iba a arrancar con los niños y las mujeres, para protegernos”.
Camila Palma, prima de Mario, agregó frente a los comisarios que llevaban varios días manifestándose en la misma esquina, casi frente al Liceo Técnico Profesional de Buin, y que algunos niños llegaron con velas y globos blancos. “Los colgamos en la plaza”, detalló.
Como todas las jornadas desde el estallido social, la luz se cortó y los vecinos prendieron una fogata. “Había toque de queda y nos daba miedo que le pudiera pasar algo a los niños”, dijo a la policía Lorena Pereira, 35, quien esa noche estaba acompañada por sus hijos de 14 y 9 años.
La primera alerta llegó con la aparición de un carro de bomberos, a una cuadra. Casi de inmediato alguien gritó que venían los pacos. Todos corrieron, salvo Mario y una amiga de éste, una mujer joven con una cicatriz en el rostro, a quien nadie conocía, una “volaita”, como la describieron los vecinos a la policía civil.
Mario Acuña, después de unos minutos, apareció en la entrada de la casa de su tía, pidió que le abrieran la puerta y se sentó en un sillón. Estaba sangrando y tenía chichones en la cabeza. Paola y Lorena lo revisaron y limpiaron. El hijo adolescente de esta última, de 14 años, le tomó una foto. Fue el primer registro.
Mario se fue a su casa, que está pareada con la de Paola, y no despertó más. Al amanecer estaba en coma, orinado y convulsionaba. Una ambulancia llegó de urgencia, lo entubaron y lo llevaron al Hospital Barros Luco, el primer centro asistencial en que estuvo.
El doctor Jorge Godoy dictaminó que había sufrido agresiones “con algún objeto contuso” que le provocaron “traumatismo de nervios y medula espinal, a nivel del cuello”. Fue la segunda evidencia documental de lo acontecido.
La familia subió a Facebook las imágenes de Mario en el centro asistencial y desde entonces comenzaron a construirse dos verdades. Una de Carabineros. Otra, de la Fiscalía y la PDI.
En esa vorágine, el Instituto Nacional de Derechos Humanos contactó a Carla Serrano, la ex conviviente de Mario Acuña y madre de sus tres hijos. Tras esa conversación, la querella quedó presentada ante el Ministerio Público.
Bajo las órdenes del fiscal Massú, los comisarios Carlos Vásquez y Raúl Bocaz se constituyeron el 30 de octubre de 2019 en la plaza donde ocurrieron los hechos y allí detectaron que existían dos cámaras que apuntaban hacia “el sitio del suceso”. Una estaba en el interior de una casa, la otra pertenecía al Liceo Técnico Profesional de Buin. Debido a su baja calidad, ambos registros fueron enviados a la Sección Sonido y Audiovisual del Laboratorio de Criminalística, para ser mejorados y periciados.
Los agentes luego lograron ubicar a la mujer de la cicatriz, Romina Segovia, la única testigo directa. “La gente corrió y con el Mario fuimos a escondernos en la plaza (…) Recibí impactos de perdigones en el pecho y en el estómago, pero seguí caminando”, dijo la mujer a la PDI.
“Ellos (los carabineros) llegaron corriendo y nos dijeron que nos paráramos. A Mario le dijeron que se tirara al suelo y él se tendió boca abajo. De los cuatro pacos que llegaron, tres se acercaron a él y le dieron varias patadas en el cuerpo. El cuarto se acercó a mí y me dijo que caminara (…). Los perdigones que recibí están en mi pecho y guata, aún no me dan fecha para operarme”, atestiguó la mujer el 18 de noviembre de 2019 y entregó las fichas médicas de sus lesiones.
Luego, Romina participó en un peritaje de fijación de escena con la perita fotográfica Angélica Ibarra y el experto en planimetría Héctor Fernández, ambos del Laboratorio de Criminalística de la PDI.
En Carabineros, tras las denuncias en redes sociales, se abrió una investigación en la Fiscalía Administrativa de la Prefectura del Maipo, bajo la dirección del teniente Juan Pablo Garrido. La pesquisa comenzó el 27 de octubre y se cerró en apenas tres semanas, el 12 de noviembre, sin detectar culpables o delitos.
En su informe, el teniente Garrido escribió que estaba acreditado que el carro policial Z-7076 llegó al lugar bajo el mando del capitán Juan Rosales Apablaza, luego de que recibieran la alerta de que civiles estaban disparando armas de fuego. Según este sumario, los policías dispersaron a los manifestantes, quienes siguieron lanzando objetos a los policías.
En el sumario el capitán Apablaza reconoció haber percutado dos veces su escopeta antidisturbios esa noche, pero aseguró que no vio nada. “Debido a las circunstancias y a la oscuridad era imposible identificar a los individuos y menos a esta persona que supuestamente resultó herida”, aseguró. “No observé a ningún carabinero de mi patrulla agrediendo a los manifestantes”, insistió.
Tras ese testimonio, el teniente Garrido dio por cierta la versión. “Conforme a lo anterior —escribió— se establece que el cabo segundo (Henry) Cuellar Vega, en los momentos que trataban de dispersar a los manifestantes, se percató de que un individuo estaba tendido en el suelo, procediendo a ponerlo de pie, consultándole si estaba lesionado, respondiéndole que no, siendo testigos de sus dichos los carabineros Víctor Lastra Marguirott y Jonatan Neira Chaparro”.
Tras señalar que no era posible entrevistar a Mario Acuña por estar en riesgo vital, el teniente Garrido dictaminó que se encontraban agotadas las diligencias.
Los comisarios de la PDI, en cambio, siguieron investigando y el 9 de enero lograron obtener las pruebas que desecharon la versión del sumario administrativo.
Ese día llegaron a las manos de los comisarios de la PDI los informes de los registros de audio y video obtenidos en el Liceo Técnico Profesional de Buin y en una casa ubicada al oriente de la plaza.
Nosotros le preguntamos cosas y él nos responde parpadeando, también mueve su mano izquierda, sus dedos, en verdad. A veces, lo hacemos reír, pero cuando tiene dolores no lo logramos. En esos momentos, no llora ni grita
Las imágenes del primero permitieron ratificar la versión de Romina Segovia, la testigo impactada por perdigones que se quedó con Mario Acuña. El segundo registro permitió reconstruir los diálogos, aunque sin identificar plenamente a los policías, debido a la oscuridad.
—¡Al suelo, mierda! —dice un carabinero, en el registro periciado por la PDI.
Se escucha un disparo y el uniformado vuelve a lanzar una orden.
—¡Párate ahí, conchatumare! —grita el policía.
—Ya —responde Romina Segovia.
—¡Párate ahí, conchatumare! —insiste el mismo carabinero.
—No dispare, no me mate —suplica Mario Acuña.
Se escuchan varias voces inentendibles y luego, nuevamente, la voz de “El Mariachi”.
—Sin pegar, sin pegar, sin pegar!
Las imágenes muestran luego a Romina Segovia huyendo y a Mario caminando hacia la casa de su tía, Paola. No hay enfrentamientos.
Con esos registros audiovisuales, el fiscal Massú citó en julio de 2020 a declarar a los carabineros Henry Cuellar, Víctor Lastra y Richard Quiroz. Todos decidieron guardar silencio, a la espera de que sus abogados accedieran a las carpetas investigativas.
La abogada Mariela Santana, quien representa a la familia, sostiene que ahora la diligencia clave es poder determinar si Mario Acuña puede declarar, aunque sea con un cuestionario cerrado, respondiendo sí o no con sus párpados. “El Departamento de Derechos Humanos del Colegio Médico, encabezado por el doctor Enrique Morales, debe dictaminar eso en las próximas semanas”, explica.
“El objetivo de este último esfuerzo es que Mario Acuña pueda identificar a sus agresores”, ahonda Mariela Santana, miembro del Corporación de Defensa y Promoción de los Derechos del Pueblo.
Paola, la tía que cuida a Mario Acuña, desconfía cada día más de las instituciones y del futuro: “Nadie del gobierno o Carabineros nos ha llamado. A veces, los carabineros se dan una vuelta por acá y nos apuntan con focos, en la noche”.
Héctor Alvarado confiesa que le cuesta dormir desde que el 10 de diciembre de 2019 encontró a su hija de 15 años inconsciente en una sala de la Posta Central, con su cabeza deforme y al borde de la muerte, debido al impacto de una bomba lacrimógena disparada en las inmediaciones de Plaza Italia.
Por cierto, el insomnio también afecta a Geraldine, quien el 14 de agosto debió someterse a una operación para que le reinsertaran un hueso de su cráneo. “Ella tiene pesadillas muy trágicas y me despierta a veces”, cuenta Héctor, con voz lenta. De inmediato, aclara que prefiere no hablar más sobre aquellas imágenes que invaden a su hija durante las noches. Son terribles, según él.
Héctor está consciente de que el camino de recuperación será extenso y que su hija está aún muy afectada, tanto en lo físico como en lo sicológico. “Hay que ayudarla, tiene momentos buenos y otros de baja”, ahonda.
En ese camino, sin embargo, reconoce que el miedo lo mantiene paralizado desde hace meses y que su vida se redujo a estar con su hija, por lo que ha postergado su vida sentimental y laboral. “Me da miedo dejarla, porque no quiero volver a vivir lo que nos sucedió”, reconoce.
Por ello —precisa— tampoco ha querido aceptar los trabajos que le han ofrecido antiguos empleadores. El temor, insiste, es más grande. “Estoy cesante y voy a seguir estando cesante, no hemos tenido un momento para sacarnos esto todavía”, se resigna este obrero de Pedro Aguirre Cerda.
Como ejemplo de estas dificultades, recuerda que el 14 de agosto, cuando operaron por última vez a su hija, él vivió un retroceso evidente. “Fue volver a sentir lo mismo”, admite.
Lo que más lamentó durante esos días fue el desdén con que algunos funcionarios trataron a su hija en el Hospital San Borja, según él. “No la cuidaron. Como tuvo convulsiones, la mantuvieron amarrada con contenciones y le salieron unas llagas enormes en los tobillos. Ahí uno ve las diferencias. La tomaron como si fuera cualquier objeto, no un ser humano”, reclama.
Por cierto, la prolongada precariedad laboral lo obligó a adoptar decisiones drásticas. Una de las primeras fue abandonar la habitación que arrendaba, para volver a vivir con su madre de 90 años y sus dos hermanas. La otra, postergar su relación de pareja, ya casi inexistente, según sus palabras.
Hoy, con su hija, comparten un cuarto, con mucha incomodidad y, sobre todo, falta de privacidad, dice. “Yo sé que ella está choreada, porque vivir juntos en una sola pieza en la casa de mi madre es muy complicado”, admite.
A la distancia, evoca que él no entendía a cabalidad las razones detrás de la revuelta. Que eso se lo explicó su hija, hablándole de desigualdad y patriarcado. “Ella andaba luchando por los temas de uno”, reflexiona hoy.
Por eso, remarca, quiere que se haga justicia. “Pero no solamente en nuestro caso, sino en todos”, plantea. Hasta ahora, sin embargo, ningún agente del Estado fue formalizado por la Fiscalía.
Me dijeron que fue un accidente y yo no lo creí. Me fui directo a la Posta Central. Allí, un doctor me hizo pasar a verla… No era ella, estaba deforme total, su cabecita era inmensa. Los chiquillos de la calle la salvaron
Por ello, Héctor desconfía de los tribunales y sobre todo del poder, en general. “Para nosotros (los trabajadores) no hay justicia. Están acostumbrados a pasar a llevar los derechos humanos, lo han hecho por años. Ahí tienes al niño de 16 años que arrojaron al rio Mapocho, lo tratan como un delincuente”, apunta.
Dice que de alguna forma presentía que algo podía pasarle a su hija, que ese miedo lo rondó desde el inicio del estallido social, cuando su hija comenzó a movilizarse. “Ese día fue difícil. Yo estaba donde mi pareja, había llegado recién de mi trabajo. Me dijeron que fue un accidente y yo no lo creí. Me fui directo a la Posta Central. Allí, un doctor me hizo pasar a verla… No era ella, estaba deforme total, su cabecita era inmensa. Los chiquillos de la calle la salvaron”, evoca, en referencia a los médicos y paramédicos voluntarios que atendían heridos en Plaza Italia.
Hoy, a diez meses de lo sucedido, sólo espera que su hija recupere por completo su movilidad y termine sus estudios de Gastronomía en el Liceo Consolidada Dávila, donde alguna vez se grabó la serie El Reemplazante.
“Quiero verla feliz”, resume.
El 21 de octubre también falleció Manuel Rebolledo. Tenía 20 años y una hija que comenzaba a caminar.
En su caso, jamás hubo dudas de lo ocurrido. En Talcahuano es públicamente conocido que su deceso se produjo luego que lo atropellara el cabo e infante de marina Leonardo Medina, de 31 años. Hay videos, testigos y, lo más importante, la confesión escrita del involucrado.
Por ello, para Luisa Navarrete es incomprensible que el proceso judicial sobre la muerte de su hijo avance “con tanta lentitud”. Dice que la familia está muy afectada, en especial su nieta, de sólo dos años. “Ella mira las fotos de su papá y le baila, es tremendo”, lamenta.
Su esposo, inválido, y también llamado Manuel, la interrumpe y agrega que para él lo más difícil en todos estos meses ha sido recordar —a diario— la vida que tenía en común con su hijo mayor. “Él me ayudaba con el menor, que tiene 13. Lo llevaba al fútbol, porque es arquero. Teníamos planes de que fuera profesional, pero ahora está todo mal. Duele que te maten a un hijo y que no se vea la justicia. Es un homicidio, no un accidente de tránsito”, reclama.
Sus palabras, por cierto, apuntan al centro del debate judicial del caso que investiga el fiscal Julián Muñoz, pues, al igual que en el ataque al adolescente A.A., empujado al río Mapocho, el dilema en la muerte de Manuel Rebolledo es establecer la intención del chofer que lo atropelló, el infante de marina Leonardo Medina. Esa es la diferencia clave entre una pena de cárcel y otra que se cumpla en libertad. Para Manuel ese es un debate inentendible y lejano, inaceptable. Dice que tiene “rabia y odio a las instituciones que no hacen su pega y quieren esconder todo”. No acepta que la muerte de su hijo no tenga castigo.
Por eso, explica, salen a protestar al lugar donde atropellaron a Manuel. Ya los han detenido por manifestarse. Sin embargo, Luisa asegura que no piensa bajar los brazos, que volverán a movilizarse este 21 de octubre: “Esto va a ser para toda la vida, me lo entregaron todo quebrado”, cuenta con dolor y angustia, como si todo hubiera ocurrido ayer.
De hecho, ella recuerda el día del atropello en cada detalle, como una sucesión de eventos que cambiaron sus vidas, hasta entonces ajenas a la política. Dice que luego de la colisión, todo ocurrió con celeridad.
Y los registros confirman esa rapidez. Según los videos disponibles, después del atropello, llegó un carro policial que estaba a unos 200 metros. Los carabineros hablaron con el cabo Medina y este les dijo que había impactado con su camión militar a un joven que se había cruzado cuando avanzaba por el sitio eriazo en persecución de manifestantes.
Casi en paralelo, una ambulancia trasladó a Manuel Rebolledo hasta el Hospital Las Higueras, donde falleció a las 19:30. El subteniente de Carabineros Reinaldo Retamal detuvo entonces al cabo Medina y reportó los hechos a la fiscal de turno, Ana Aldana.
El cabo Medina renunció a su derecho a guardar silencio y la madrugada del 22 de octubre declaró ante el subcomisario Roberto Henríquez sobre lo sucedido:
“Vi alrededor de 20 a 30 personas saliendo del frigorífico (FríoPacífico) en dirección a la población Libertad que está al frente, debido a lo cual quise seguirlos. Salí de la calzada y subí a un camino de tierra. En ese momento, mi vista iba hacia los sujetos que arrancaban, momento en el que mi teniente Andrés Ducaud (que iba de copiloto) me señala que tuviera cuidado, ya que venían tres individuos por mi otro costado, es decir mi lado derecho, observando que dos de esos tipos corren por detrás del camión y uno de ellos se tira por delante de este, por lo que frené enseguida, pero pude ver que dicha persona se resbaló y luego no lo vi más”, relató Medina.
Él me ayudaba con el menor, que tiene 13. Lo llevaba al fútbol, porque es arquero. Teníamos planes de que fuera profesional, pero ahora está todo mal. Duele que te maten a un hijo y que no se vea la justicia. Es un homicidio, no un accidente de tránsito
Para Luisa Navarrete, sin embargo, los hechos tienen matices e interpretaciones que deben ser aclarados. “¿Pudieron eludir una barricada y no a mi hijo?”, se pregunta y comienza a relatar su versión de aquella jornada, cuya investigación estuvo estancada por meses.
“Estábamos tomando once —recuerda— y recibimos una llamada de una sobrina. Ella nos contó. Salimos de inmediato, mi marido iba atrás, porque es minusválido. Cuando llegué, me acerqué a un infante de marina y él, cínicamente, me dijo ‘aquí no ha pasado nada’. Los carabineros que había me miraban y se reían. También lo negaron”, evoca.
Ante la desinformación, un vecino los trasladó a toda velocidad hasta el Hospital Las Higueras. Ingresaron a Urgencias y Luisa comenzó a buscar a su hijo. “Me acerqué a la puerta (de acceso al área exclusiva de pacientes) y me puse a mirar por abajo, donde había una rejilla. Lo vi. Había una enfermera a cada lado de la camilla, en la cabecera, a los pies, a los costados”.
“Nunca pudimos hablar con ningún médico. Estuvimos toda la tarde y toda la noche. Nos entregaron su cuerpo al otro día”, evoca la mujer, con molestia.
Desde entonces todo ocurrió muy rápido. En el primer informe del caso, emitido el mismo 22 de octubre por la Brigada de Homicidios de Concepción, el inspector José Vidal dictaminó sin mayores pesquisas que todo era casual. “Se establece la participación del detenido Leonardo Esteban Medina Camaño, en el cuasidelito de homicidio de Manuel Alejandro Rebolledo Navarrete, hecho ocurrido en contexto de accidente de tránsito”, suscribió.
El informe de la SIAT apuntó a lo mismo. “El conductor del móvil, en cumplimiento de sus deberes profesionales (en Estado de excepción constitucional), inicia un seguimiento a peatones accediendo a un terreno irregular adyacente a la calzada, lugar donde uno de los peatones, pierde el equilibrio de su anatomía, cayendo, quedando en la trayectoria del móvil, siendo atropellado (sic)”, indicó en el citado reporte el teniente de Carabineros, Carlos Figueroa, también el 22 de octubre.
En su declaración inicial, el cabo Medina coincidió que todo fue por azar. “Nunca fue mi intención atropellar a esta persona”, observó ante el subcomisario Roberto Henríquez.
Sin embargo, el Instituto Nacional de Derechos Humanos, representado por la abogada Carolina Chang, descreyó esta tesis e interpuso una querella el mismo 22 de octubre, la que fue declarada admisible por la jueza Mariangela Thiele del Juzgado de Garantía de Temuco. En su escrito, el INDH argumentó que el cabo Medina no había adoptado ninguna medida para evitar la colisión, según mostraban los registros audiovisuales disponibles (vea los videos del accidente).
El 25 de octubre el fiscal jefe de Talcahuano, Julián Muñoz, asumió la causa y pidió realizar peritajes fotográficos, planimétricos y recabar declaraciones a testigos. Durante noviembre de 2019, el fiscal Muñoz recibió aquellos reportes y, desde entonces, todo se detuvo hasta esta semana, cuando se realizó la reconstitución de escena.
Para Luisa Navarrete, aunque la causa se reactive después de meses, ya nada será igual. “A mi hijo, yo no lo voy a recuperar”.
Sebastián Roque sabe que pudo morir el 21 de octubre a los 24 años. Y que pudo ser el mismo día y de la misma forma en que falleció Álex Núñez. Por una golpiza de Carabineros. Y está consciente de que lo salvó una casualidad.
Y aunque en su propio cuerpo lleva los vestigios de aquella noche, ya asumió que no tendrá justicia como muchas otras personas. De nada importa que en su caso existan testigos directos y secundarios de la agresión que sufrió. O que tenga en su poder dos reportes médicos que indican que le insertaron una placa de titanio en su rostro, luego de que sufriera una golpiza a manos de la policía frente al Templo Votivo de Maipú.
“Lo único que atiné a hacer fue a cubrirme el rostro y me pegaron harto en la cabeza, pero yo andaba con mi casco de ciclista, lo que amortiguó los golpes. Si no hubiese ido con él, pude correr la misma suerte de Alex Núñez, que lo mataron a golpes acá en Maipú el mismo día”, reflexiona.
Estudiante de un máster en bioquímica, había salido a recorrer las manifestaciones con su cámara, pese a las advertencias de su madre. “Me gusta la fotografía análoga y con unos amigos estuvimos juntándonos ese fin de semana. El lunes nos reunimos en Las Rejas a eso de las tres de la tarde (…) Nos movimos a Las Parcelas y como a las siete, yo me fui. Había toque de queda y quería llegar antes”, recuerda.
La Plaza de Maipú estaba rodeada por militares, por lo que debió tomar calles interiores. “Frente al Templo había carabineros y militares dispersando a la gente. Sentí una sirena de bomberos y, como la calle tiene dos direcciones, pensé ‘me voy a subir a la vereda para no interponerme’”, recuerda.
Cuando los bomberos pasaron, un carabinero se paró frente suyo. “Me dijo, ¿puedo decirlo con garabatos?, ‘tírate al suelo, conchatumare’”. Sebastián, vestido como siempre con camisa y pantalón de tela, respondió que no estaba haciendo nada.
“Entré en pánico y traté de arrancar, entre él y la reja perimetral del Templo de Maipú. El espacio era muy pequeño, me pegó una patada y yo quedé en el piso. Me tomó del cuello de la camisa, me arrastró y me empezó a pegar. Ahí llegaron más carabineros y me golpearon en el piso con los bastones retráctiles. Lo único que atiné a hacer fue a cubrirme el rostro”.
Sebastián Roque no tiene noción de cuánto tiempo duró aquello. “Después, en un momento, cesaron. Yo me descubrí y me llegó un último golpe en la cara, en la boca. En ese momento, sentí que me iba a negro, pero al final no perdí la consciencia y pude abrir los ojos”.
Los policías lo dejaron pararse y Sebastián fue a tomar su bicicleta. “Quería irme altiro y me di cuenta de que las ruedas estaban desinfladas (…) Los carabineros me gritaron ‘corre ¿o querís que te peguemos de nuevo?’”.
“Yo vivo a cuatro cuadras, cuando llevaba una, se me acercó un carabinero y me dijo ‘esto no debió haberte pasado, no debieron pegarte así’. Yo le pregunté ‘¿puedo ir a buscar mis lentes?’ Y él me respondió ‘no, andate no más’. Era super joven, supongo que no tenía un rango tan alto”.
A dos cuadras de su casa, un vecino se ofreció para acompañarlo y ayudarlo con la bicicleta. “Una cuadra antes de llegar a mi casa, me puse a llorar, me derrumbé”, cuenta.
En su hogar, tras enfrentar los retos de su madre, se lavó la cara, subió un vídeo con su historia a Instagram y se acostó. El dolor, sin embargo, lo obligó a salir.
“Eran pasadas las ocho de la noche y había toque de queda. No le iba a pedir a mi papá que me llevara al hospital, porque él tiene 85 años y es una persona de la tercera edad. Con mi madre, que tiene 63, le pedimos al vecino que nos acompañara. Me llevó en auto, al Hospital del Carmen. Entré a Urgencias y estuve toda la noche esperando en los pasillos a que llegara un especialista. Al final, lo que tenía era una fractura en el maxilar superior. Los dientes del lado derecho estaban más adentro, como que topaban con la mandíbula inferior”, describe.
La operación debió realizarse en una semana. “Me pusieron una placa de titanio y estuve un mes comiendo papilla, después pan de molde y cosas blandas”.
“Nadie se merece que lo traten con tanta violencia, como lo hicieron conmigo”, sopesa, pero sabe que jamás tendrá justicia. “Yo no pude identificar a los que me golpearon. Había una cámara, pero estaba deshabilitada”, lamenta.
Es difícil pensar cómo una persona o un grupo de personas pueden desatar tanta violencia contra un individuo indefenso. No sé de dónde surgirá toda esa violencia, esa rabia. Yo no estaba cometiendo ningún delito
Admite que lo único que pudo aportar, además de los antecedentes quirúrgicos, fue la constatación de lesiones que le hizo el Departamento de Derechos Humanos del Colegio Médico.
Un hombre fue testigo de su agresión, pero jamás pudieron saber quién era. Además, por error y desconocimiento, él botó el casco de su bicicleta, el que hubiera servido para ser periciado.
“Siento que si hubiera recordado un nombre o una cara no estaría en esta posición y eso me hace sentir culpa”, confiesa.
Reconoce que hasta hoy contar la historia lo afecta y que por eso casi no ha conversado el tema con Leonel, su padre octogenario, ni tampoco con María, su madre. Es mejor el silencio.
“Soy hijo único”, desliza y ahonda que para ellos fue doloroso ver lo que le sucedió.
“Es difícil pensar cómo una persona o un grupo de personas pueden desatar tanta violencia contra un individuo indefenso. No sé de dónde surgirá toda esa violencia, esa rabia. Yo no estaba cometiendo ningún delito y obvio que no hubo ningún conducto regular”, concluye.