CIPER ACADÉMICO / ENTREVISTA
“No hay epidemia que haya afectado más a los ricos que a los pobres”
09.10.2020
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CIPER ACADÉMICO / ENTREVISTA
09.10.2020
Diego Armus es historiador de la enfermedad y en esta entrevista reflexiona sobre el Covid-19, la incertidumbre y lo complejo que es gestionar una pandemia en contextos de pobreza y desigualdad social, característicos de América Latina. En esta región, donde las ciudades capitales están rodeadas por enormes círculos de pobreza, las estrategias sanitarias de las autoridades no pueden ser las mismas que se aplican en Europa, pues no somos “países de clase media” destaca. Sobre la aparición de una vacuna y la idea de que pronto vamos a dar vuelta la página del Covid-19, Armus es cauto. La historia muestra que algunas epidemias “se apagan” independientemente de la acción humana y otras se quedan, como el SIDA, que se ha transformado en una enfermedad crónica. Las vacunas, además, son un camino incierto. “Puede que estén en el horizonte, pero cuando lleguen presentarán problemas de logística y accesibilidad, y con ello inequidades entre naciones pobres y ricas”, resume.
Crédito a la fotografía: Roberto Pera
Diego Armus, PhD en Historia y profesor de historia latinoamericana en Swarthmore College, investiga la enfermedad como un fenómeno político y cultural. Armus es argentino y en un ensayo que escribió sobre la tuberculosis en Buenos Aires, retrata cómo ésta se vinculó a una clase social, a una definición de mujer y hasta un tipo de tango: “la milonguita” (“Tango, género y tuberculosis en Buenos Aires 1900-1940”, se tituló su investigación[2]).
Uno de sus argumentos es que las enfermedades se vuelven una preocupación pública cuando afectan a los que tienen poder. Ejemplifica con el «Mal de Chagas»que ha enfermado y matado durante casi un siglo en Latinoamérica:
-Se trata de una enfermedad transmisible, distintiva de la pobreza rural y semi-rural de muchas regiones de América del Sur. Un problema que los pobres, la gente común, lo acepta como un dato de la vida cotidiana: se la ha naturalizado, es parte del paisaje, ha perdido la capacidad de sorprender a los que deciden. Pero ahora está llegando al hemisferio norte y hay voces que proponen hablar de la ‘epidemia del Mal de Chagas’. La malaria es otro ejemplo. La gente vivía con malaria y lo aceptaba, ‘bueno es así’, hasta que el poder político, por los motivos que fueren, empezó a tomar nota de eso», explica.
¿Qué lecciones podemos sacar de esto para hacer frente al Covid-19? Poco. Su forma de entender la enfermedad hace que Armus se resista a buscar lecciones en la historia. Explica que a lo mejor el historiador de la salud pública puede identificar en el pasado instrumentos para desarrollar mejor política pública. Pero el historiador de la enfermedad aprende a cuidarse de las generalizaciones.
-Cada epidemia es única, resultante de un microorganismo y del modo en que una sociedad lo confronta, reacciona e interpreta-, dijo a CIPER.
Para Armus, además, “el presente no es un buen alumno del pasado. La historia puede señalar una hoja de ruta, pero nada más. Hace un siglo, por ejemplo, la sociedad estaba mucho menos medicalizada que ahora, por lo tanto lo que aprendimos entonces de una epidemia no sé hasta qué punto es relevante hoy”.
Lo que sí enseña la historia es que las epidemias son el reino de las incertidumbres.
-Lo primero que hay que hacer es reconocer y aprender a convivir con incertidumbres: aquellas cosas para las cuales tengo una pregunta pero no puedo formular una respuesta. Articular una respuesta política, de salud pública, en medio de la incertidumbre que trae una epidemia nueva como el Covid-19 es un desafío brutal. Reconocer esa incertidumbre y navegarla desechando las respuestas simplistas, el exitismo, la ideologización de este problema de salud pública, es probablemente el primer paso para discutir políticamente una epidemia-, plantea.
Además de la incertidumbre, otro patrón que caracteriza a las epidemias es que no afectan a todos por igual. A diferencia de lo planteado por el ministro de Salud Enique Paris, Armus explica que en esto la historia es clara: “Las epidemias no son democráticas. Pueden afectar a todos, pero los que más mueren son los pobres, los más vulnerables. No hay epidemia que haya afectado más a los ricos que a los pobres”, afirma.
Un caso característico en América Latina es la epidemia de cólera ocurrida en Perú en los 90. Entonces, murieron 2.909 personas y las poblaciones más afectadas fueron habitantes de las zonas rurales y del Amazonas, por su falta de acceso a agua potable y una adecuada red de alcantarillados. Treinta años después, el caso peruano le sirve a Armus para mostrar lo poco que algunos países aprenden de sus crisis sanitarias.
-Si sigues las noticias sobre el Covid-19, parece ser que no se entendió nada de la epidemia del cólera, porque la red de infraestructura de agua potable sigue siendo tan precaria como en los ’90 en Perú. Dicho esto, también hay que tomar nota que la gente desarrolla recursos para enfrentar las enfermedades. Entonces, donde no hay agua potable que llegue a la cocina o al baño, se instalan llaves comunitarias con las cuales las personas pueden lavarse las manos, una de las medidas que hasta hoy se han revelado más o menos efectivas para mitigar el contagio de Covid-19.
Esa imagen latinomericana de profunda desigualdad y falta de infraestructura, sobre todo en áreas rurales o en los contornos de las capitales, hace que Armus se pregunte por el tipo de estrategia que tenemos que desarrollar para combatir el Covid-19 en la región.
-En muchos países de la periferia lo que se intentó hacer, y la Argentina es un caso, fue utilizar los mismos recursos que están usando los europeos. Como si la Argentina fuera un país de clase media. Esa perspectiva puede funcionar -y solo hasta cierto punto- en Buenos Aires. En el Gran Buenos Aires la situación es otra y es horrorosa, con casi 50% de la población debajo del nivel de pobreza. Entonces, la agenda anti-epidémica para mitigar el contagio necesita localizarse. Las ciudades de Sierra Leona no son ciudades de clase media, las de Liberia tampoco; en Vietnam, en Ho Chi Min City, el hacinamiento no es una excepción. Pero en esos países la vigilancia epidemiológica, por ahora, ha dado buenos resultados. Me parece que hay algo en América Latina que no funciona bien, y no me pidas una explicación muy convincente porque no la tengo.
A mediados de septiembre, Martha Lincoln, antropóloga de la salud, se preguntaba en un artículo de la revista Nature por el rol de la “arrogancia” a la hora de combatir el Covid-19. Citaba los casos de Chile, Estados Unidos, Brasil, Reino Unido, países reconocidos internacionalmente por su manejo de la salud pública y que sin embargo, en contextos de Covid-19, son los que han mostrado peores resultados. La antropóloga, de origen vietnamita, destacaba en cambio que su país, pequeño y siempre al final de las listas, había manejado mucho mejor la enfermedad.
Armus cree que, más que arrogancia, lo que afectó a autoridades y científicos de Francia, Italia, Inglaterra, sobre todo al comienzo de la pandemia, fue “el reconocimiento de su propia perplejidad frente al tsunami que es una epidemia”. Está de acuerdo sí con que las naciones de extremo Oriente lo han hecho mejor:
-Pienso que al final los pocos recursos que hay para lidiar con la pandemia son los mismos en los distintos países. Francia debe tener más ventiladores y salas de terapia intensiva, pero Vietnam lo hace mejor porque no necesita mandar tanta gente a terapia intensiva. Tal vez haya que pensar cómo se construye y se consolida una cultura anti-epidémica; y una cultura de confianza y de resiliencia para lidiar con las incertidumbres que trae una epidemia nueva, sobre la que se sabe poco.
Articular una respuesta política, de salud pública, en medio de la incertidumbre que trae una epidemia nueva es un desafío brutal.
-¿Qué es una cultura antiepidémica?
-Me refiero a algunas sociedades que lograron aprender algo de experiencias epidémicas traumáticas. La historia de la mascarilla en China, Japón, Corea es elocuente. La mascarilla tiene en extremo Oriente una trayectoria muy distinta a la de Occidente. Empieza a usarse en 1910, durante una epidemia en Manchuria. Desde entonces estará mas o menos presente durante todo el siglo en casi todo extremo Oriente. En China estuvo en los tiempos de Mao, en los que siguieron, en la China que genera polución por izquierda y por derecha. Hoy la mascarilla se ha naturalizado y la usan todos, hasta la estetizan. En Vietnam también. En Occidente, en cambio, apareció en la pandemia de influenza de 1918. Pero hubo que esperar al Covid para que volviera a usarse y ha tomado tiempo para que su uso se generalice.
-En Occidente olvidamos más rápido la pandemia de 1918, ¿por qué?
-La pandemia de 1918 hizo estragos pero muy pronto fue tapada por la catástrofe de la Primera Guerra. Ya en los primeros años de la década del ‘20 nadie hablaba de la pandemia y está ausente en las crónicas de la época, por ejemplo en los escritos de Hemingway o Scott Fitzgerald. La memoria de la Primera Guerra desplazó radicalmente la memoria de la pandemia, y mirá que murieron casi 100 millones de personas ¿Por qué se olvidan las muertes y el desastre traídos por la pandemia y no los traídos por la guerra? Tal vez haya que pensar que la guerra es percibida por la sociedad como un resultado de acciones humanas y la pandemia como un fenómeno extra-humano, desatado por procesos que no se asocian claramente con lo que hacen o no hacen los humanos. Aunque esto, con la pandemia del Covid, empiece a relativizarse cuando se toma en cuenta lo que el calentamiento global está trayendo consigo.
Según Armus, los casos de Vietnam, Nueva Zelanda, Corea del Sur, hablan también de una relación entre los ciudadanos y el Estado que es distinta.
-El Estado que logra desarrollar en la sociedad una consciencia de civilidad sanitaria, me parece que ya ganó una primera batalla. Nueva Zelanda lo está haciendo a su modo. Y Vietnam, donde según las noticias la civilidad sanitaria es notable. La realidad es que en esta coyuntura están mucho mejor. Y pareciera ser que estos logros tienen que ver con otro asunto: una epidemia es una maratón, no una carrera de 100 metros. Para correrla es necesario una buena dosis de confiianza para navegar colectivamente en medio de una neblina que afecta a todos. Si se asume la incertidumbre, si la sociedad y el gobierno entienden que no se podrá dar vuelta la página tan rápido, entonces construir confianza en lo que puede hacer la salud pública y la ciencia se vuelve una prioridad de la política. Todo indica que en extremo Oriente en parte lo han logrado. Y también en algunos países de África.
No todos los virus se comportan del mismo modo y un mismo virus puede atenuarse, acomodarse, independientemente de lo que puedan hacer los seres humanos ¿Suena humillante, cierto?
-Africa aprende del ébola…
– Sí, pareciera ser que en materia de redes de vigilancia epidemiológica algunos países africanos aprendieron del ébola; y en extremo Oriente del SARS.
-Ahora, también hablamos de Estados fuertes en algunos casos…
-Yo creo que hay dos cosas. Por un lado está el discurso que viene de arriba y con fuerza, que puede originarse en un contexto de cierto o mucho autoritarismo y, también, puede expresarse en intervenciones autorizadas, con una autoridad ganada que la sociedad respeta y acompaña. Por otro lado están las redes de vigilancia epidemiológica a nivel comunitario, basadas en agentes sanitarios y no necesariamente médicos, que son figuras clave en el esfuerzo por mitigar el contagio ¿Tu crees que en Sierra Leona y en Liberia hay mucho más médicos o ventiladores? No, pero lo que sí han logrado consolidar, aún en la tremenda escasez de recursos, son instrumentos que permiten alimentar y reproducir la civilidad sanitaria de la que hablamos.
América Latina tiene su propia historia de aprendizajes y olvidos en relación a las enfermedades y epidemias.
En el libro “La enfermedad en la historia moderna de América Latina” (2003), del cual Armus es editor, el investigador Patrick Larvie documenta el rol que jugó la sociedad civil en Brasil para que las autoridades reconocieran que el SIDA era un problema de salud pública -complejo, nacional- y no una enfermedad que solo afectaba a homosexuales ricos u hombres promiscuos, como se lo veía en los 80’, cuando el país transitaba de la dictadura a la democracia.
-El caso brasileño es un ejemplo de la importancia que tienen las elites en la definición de una enfermedad y el rol que puede jugar la sociedad civil. Al principio la resistencia de las autoridades a reconocer que el SIDA es un problema sanitario es muy fuerte…
-El caso de Brasil es bien interesante pero en modo alguno excepcional. Todas las epidemias comparten una suerte de dramaturgia que comienza naturalmente con la negación de lo que está ocurriendo. Recordemos que la del Covid-19 también fue negada, incluso sanitaristas muy progresistas decían que se trataba de un problema del norte, que los problemas de los países del sur eran otros, como el sarampión y el dengue. Por suerte pronto entendieron que a esas dos epidemias había que sumarle la del Covid-19. Luego de ese primer acto, el de la negación, viene el segundo, donde, por los motivos que fueren, el contagio y el temor al contagio son tan obvios que hay que hacerse cargo. Entonces la sociedad y la cultura empiezan a interpretar, en medio de la incertidumbre, lo que está pasando. Ese momento, en gran medida discursivo, es muy específico de cada epidemia y enfermedad. En el medievo, las herejías de algunos servían para explicar el azote epidémico y también los castigos concomitantes. En Brasil, con el SIDA, la primera interpretación que emana del poder es que se trata de un castigo a la numerosa presencia de homosexuales en la sociedad. Luego se entra en el tercer acto de la dramaturgia: llegan las intervenciones, destinadas a intentar gobernar el contagio. Son intervenciones que no siempre producen resultados. De hecho, abundan los casos de epidemias que, después hacer estragos, se van apagando en su letalidad. El último acto, tal como lo hablamos en el caso de la pandemia de 1918, es el olvido. Ahora con el SIDA, en Brasil y en el mundo, este último acto no ha llegado.
¿Tu crees que en Sierra Leona y en Liberia hay mucho más médicos o ventiladores? No, pero lo que sí han logrado consolidar, aún en la tremenda escasez de recursos, son instrumentos que permiten alimentar y reproducir una civilidad sanitaria.
-¿Qué ha pasado?
-El SIDA se transformó en una suerte de enfermedad crónica, frente a la cual hay tratamientos pero no vacunas. Esto hay que tenerlo presente, pues queremos pensar que de esta pandemia saldremos pronto de la mano de una vacuna. Y sí, puede que las vacunas estén en un horizonte no muy lejano, pero cuando lleguen presentarán problemas inmensos de logística y accesibilidad, y con ellos inequidades entre naciones pobres y ricas, y al interior de todas las naciones entre ricos y pobres.
-El diario The Guardian publicó un artículo donde citaba un informe del ministerio de Salud que alertaba sobre la posibilidad de que el coronavirus se vuelva endémico en ciertas zonas de Inglaterra: lugares hacinados, habitados por inmigrantes, que no han podido hacer cuarentena o disminuir su movimiento. Lo mismo podría pasar en América Latina, tomando en cuenta nuestras condiciones de pobreza, hacinamiento e informalidad.
-Sin duda. Pero conviene tener presente que no todos los virus se comportan del mismo modo y que un mismo virus puede atenuarse, acomodarse, independientemente de lo que puedan hacer los seres humanos ¿Suena humillante, cierto? Al día de hoy el Covid sigue presentando mas incógnitas que respuestas. No sabemos si se va a comportar como el virus de la pandemia de influenza del 18, con subsiguientes rebrotes que aumentan la letalidad. O como otros coronavirus, que perdían letalidad con el paso del tiempo. Hay quienes miran con preocupación que el Covid-19 pueda instalarse en una suerte de meseta y quedarse allí, como si fuera una endemia. Son especulaciones que advierten sobre todo lo que no se sabe sobre el Covid. Dicho esto, quizás valga la pena recordar que hasta ahora las epidemias irrumpen con más o menos ferocidad, enferman y matan mucho o poco, y luego se apagan. ¿Cómo se apagan? Antes de la llegada de la bacteriología moderna, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, era difícil atribuirse algo que podría calificarse como un triunfo sobre el contagio. Se vivía con los ciclos epidémicos y de algún modo se los aceptaba como algo inevitable. Con la bacteriología las cosas cambian. Aparecen recursos como las vacunas que frente a ciertas enfermedades son eficaces y evitan el contagio. Así es como las décadas del 60 y 70 del siglo pasado están marcadas por un gran optimismo sobre la capacidad humana de controlar los peligros epidémicos. Pero también en esos años, y sin duda en los 80, con la llegada del SIDA, también toma forma una perspectiva menos optimista. Para ese entonces circulaba entre algunos infectólogos un comentario irónico y anticipador en materia de azotes epidémicos: al siglo XIX lo siguió el siglo XX y al final del siglo XX y comienzos del XXI, lo va a seguir el siglo XIX. Un modo de decir que las epidemias estaban destinadas a regresar. Y no hay duda que lo han hecho.
[1] Armus es PhD en Historia por la Universidad de California, Berkeley; y es profesor en Swarthmore College, Universidad de Harvard.
[2] En el libro La Ciudad Impura. Salud, Tuberculosis y Cultura en Buenos Aires, 1870-1950, Armus estudia la distintas dimensiones de la tuberculosis. Entre ellas, su impacto en toda la sociedad, pero más entre los pobres y los trabajadores. También discute las asociaciones y metáforas utilizadas por los autores de las letras de tango que feminizaron la enfermedad aún cuando ésta afectaba a hombres y mujeres por igual.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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