COLUMNA DE OPINIÓN
Contra toda pretensión ilegítima de autoridad
18.08.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
18.08.2020
La rebeldía contra la autoridad que hay en Chile tiene causas, pues las distintas autoridades han fallado explica el autor: desde “los líderes espirituales al encubrir pedófilos”, hasta los policías con sus desfalcos y “al reventar los ojos de los manifestantes”. Lo mismo ocurre con políticos, medios de comunicación y empresarios. ¿Cómo construimos autoridades legítimas? El autor cree que la solución no es fácil y pasa por “reconocer diversas formas y ámbitos de autoridad” y acordar “procedimientos para dirimir las disputas, que serán muchas”. En esta columna defiende la vía de la subsidiariedad. Pese a “la mala prensa que tiene hoy”, puede brindar la base para construir una autoridad legítima, explica.
Si una frase puede resumir nuestro presente es aquél graffiti perdido en la ciudad en que se lee lo siguiente: “Contra toda autoridad excepto mi mamá». Pero si algo necesitamos para construir futuro será cambiar la primera parte de esa frase.
La autoridad en el sentido que aquí me interesa destacar es aquel status que hace que una persona acepte como legítimas las imposiciones, limitaciones y/o mandatos que otra persona, una organización o una norma imponen sobre ella. El sacerdote es visto como autoridad cuando el feligrés escucha en silencio sus sermones y actúa bajo su guía espiritual. El jefe es autoridad cuando el empleado realiza ese esfuerzo extra que aquél le pide en el proceso productivo. El carabinero de tránsito es entendido como una autoridad cuando al levantar la mano en medio de la calle y gesticular al conductor que se estacione, éste lo hace. Los políticos son autoridad cuando los ciudadanos acatan las normas que estos generan, etcétera.
Cuando el ciudadano se levanta “contra toda autoridad” es la legitimidad de esos mandatos la que está en entredicho. De modo que lo que antes se obedecía, ahora es objeto de reclamos; luego, de exigencias de justificación y, por último, de desobediencia.
La actitud actual contra toda autoridad no ha sido gratuita. Las autoridades han fallado. Todas. A la luz de los ciudadanos, fallaron los líderes espirituales al encubrir pedófilos; los empresarios al coludirse contra los ciudadanos; las policías, primero, al hacer desfalcos y luego al reventar los ojos de los protestantes; y los políticos desde mucho antes al dejar de representarlos. Por afán de síntesis, no entro en más detalles con el resto: los medios de comunicación, los jueces, los expertos… y, por cierto, nosotros los académicos. Nadie se salva. Excepto, claro está, las madres.
El 12 de noviembre del 2019 el presidente Piñera improvisó ante las cámaras un discurso en que sin decir nada, dijo todo. Y la clase política entendió que no había más tiempo. En tres días, los políticos elaboraron la única respuesta política que hasta ahora han podido proponer para enfrentar el estallido. Esencialmente dijeron: bueno, si las cosas son así, preguntémosle a la gente si quieren nuevas reglas. Se dieron las manos.
Cuando se produjo el estallido social y la violencia empezó a escalar, el presidente sacó a los militares a las calles pensando que su sola presencia bastaría para generar orden. Y vimos tanquetas en la ciudad. Eso sí, eran tanquetas rodeadas de protestantes tripuladas por conscriptos que se miraban estupefactos sin poder hacer nada. Como ellos, la élite económica, política y social se quedó entre atónita y molesta frente a esa ciudadanía que no parecía dispuesta a seguir los rituales de siempre. Toda lo que se suponía sólido se desvanecía entre medio de pancartas que decían que no iban a acabar hasta que la dignidad se hiciera costumbre. Y todos los aspirantes a ser autoridad se quedaron mudos. Las iglesias, los empresarios, los políticos,… nadie sabía qué hacer.
Como sabemos, la violencia fue en ascenso y ningún representante político pudo canalizar mediante su acción o presencia la indignación ciudadana. Por eso, al entrar noviembre del 2019, con ejemplos aislados de peleas entre civiles, atropellos en medio de protestas y algunos intentos de linchamiento, Chile entraba a paso firme al descalabro social. El 12 de noviembre del 2019, el presidente Piñera improvisó ante las cámaras un discurso en que sin decir nada, dijo todo. Y la clase política entendió que no había más tiempo. En tres días, los políticos elaboraron la única respuesta política que hasta ahora han podido proponer para enfrentar el estallido. Esencialmente dijeron: bueno, si las cosas son así, preguntémosle a la gente si quieren nuevas reglas. Se dieron las manos.
Pero la violencia continuó. Y, pese a todo, la economía chilena resistió bastante bien esos primeros meses del estallido. Tanto, que algunos de los firmantes de aquel compromiso empezaron a arrepentirse de lo que habían hecho. Vino el verano y Chile se preparaba para un marzo más movilizado, más combativo, pre plebiscitario. Y sólo una pandemia vino a poner un paréntesis a la anomia creciente. Pero lo hizo poniendo más carbón en el fuego que incendiaba la idea de autoridad al imponer nuevas urgencias y hacerlo a una escala aún más grande.
Importantes fallas en nuestra incapacidad estatal quedaron al desnudo en los meses siguientes siendo la semilla para nuevos resquebrajamientos de la autoridad. Las leyes en ayuda no salían o lo hacían tarde y con características insuficientes para enfrentar la crisis. Tan así, que la situación terminó por desesperar a alcaldes y parlamentarios que empezaron a buscar sus propios métodos de ir en ayuda de la población saltando a la autoridad que históricamente administraba dicho proceso: el poder ejecutivo. Así, la fragilidad de la autoridad en Chile escaló un nivel adicional, uno en el que ya no era sólo el desacato de la ciudadanía contra toda autoridad; sino además, la abierta confrontación de las autoridades locales frente a las autoridades nacionales y del poder legislativo frente a las iniciativas exclusivas de ley.
Llegó agosto y con él un respiro gracias al retiro del 10% de las AFP, el cambio de gabinete (que ordenó a la coalición gobernante) y las reducciones (¿momentáneas?) en las tasas de mortalidad y contagio producto de la pandemia.
Si queremos construir un futuro, tenemos que partir comprendiendo que hoy nadie puede ponerse los ropajes de autoridad y esperar que las personas se ordenen atrás suyo.
Pasaremos agosto. Y con él se acortarán los plazos. Pronto conoceremos lo que la ciudadanía piensa de la única propuesta que la clase política ha podido articular ante el estallido social. Gane el Apruebo o gane el Rechazo nada va a funcionar si no entendemos que estamos parados sobre la necesidad de volver a construir la legitimidad de la autoridad.
Si queremos construir un futuro, tenemos que partir comprendiendo que hoy nadie puede ponerse los ropajes de autoridad y esperar que las personas se ordenen atrás suyo. Por ende, vamos a tener que ponernos de acuerdo en reconocer diversas formas y ámbitos de autoridad y más que delimitar dominios u órdenes de prevalencia entre ellos que queden cristalizados en normas, tendremos que acordar procedimientos para dirimir las disputas, que serán muchas. Deberemos, ahora sin letra chica, abandonar las prácticas habituales por las que hemos mantenido siempre nuestros conflictos de manera latente (hasta que estallan) y terminar con esas viejas prácticas de dar a conocer nuestras discrepancias indirectamente camuflándolas entre pelambres, rodeos y chaqueteos varios. En suma, tendremos que hacernos cargos de verdad de nuestras relaciones.
Ningún decreto o norma nos dará por sí mismo lo que necesitamos. Pero en un país leguleyo como Chile será allí precisamente donde iremos a buscar respuestas.
¿Y cómo lo hacemos entonces? Uff! Está complicado porque lo que necesitamos y buscaremos afanosamente en nuevas normas ya lo tenemos en las que hoy nos rigen. Ya está escrito en nuestras reglas fundamentales diversas normativas tendientes a proteger a los ciudadanos en sus espacios de libertad y forzarlos, de ser necesario, a la producción de bienes colectivos y públicos. Pero como en nuestra realidad contingente no se toleran las medias tintas, los instintos tribales que hoy por hoy nos polarizan pueden llevarnos a una lucha potencialmente fratricida que hará difícil rescatar esas normas cuando estemos discutiendo una nueva constitución (si gana el Apruebo) o busquemos otro camino de enfrentar las demandas del estallido social (si gana el Rechazo).
El principio de subsidiariedad abre un espacio de desarrollo para las sociedades civiles organizadas, reconociendo en ellas su lugar en la producción de lo público. Pero al mismo tiempo convoca al Estado a actuar allí donde ellas no han cumplido.
La forma principal de esas normativas que ya poseemos son las ideas de subsidiariedad y el rol subsidiario del Estado. Sé que, con sólo mencionarlo, algunos exclamarán que “ya se le salió a Jorge el facho derechista que lleva adentro” y a otros “que ya le salió a Jorge el nostálgico de un pasado comunitario que nunca volverá y que de hecho nunca fue”.
Ya volveré sobre eso, primero definamos el término.
Por su origen etimológico, el concepto de “subsidiariedad” se refiere a ayuda o apoyo. Y su uso histórico para los temas de vida en común suele vincularse a la doctrina social de la iglesia católica. Por ejemplo, en la encíclica Rerum Novarum, escribe el Papa León XIII en 1891 lo siguiente: “No es justo según hemos dicho, que ni el individuo ni la familia sean absorbidos por el Estado, lo justo es dejar a cada uno obrar con libertad hasta dónde sea posible […] No obstante, los que gobiernan deberán atender a la defensa de la comunidad y de sus miembros” [1]. Es decir, un Estado Subsidiario es aquél que presta esa ayuda o apoyo a las personas y los grupos que ellos conforman. Ello tiene implicancias que, por un lado, limitan (sentido negativo) y, por el otro, promueven (sentido positivo) la acción del Estado.
En el sentido negativo le indica al Estado que no debe actuar si mediante su acto más que apoyar coarta el despliegue de las libertades humanas; pero al mismo tiempo, en sentido positivo, lo fuerza a actuar si dichas libertades no se están desplegando [2].
La pregunta es a las libertades de quienes se refiere el concepto. Y es aquí donde sus detractores fruncen el ceño porque el principio de subsidiariedad reconoce distintas esferas de competencia para el individuo, el Estado y también para las organizaciones y comunidades que son parte de la sociedad (usualmente denominadas como “agrupaciones intermedias”) las que serían autónomas del Estado y diferente a la mera agregación de voluntades individuales. Y, por lo tanto, entre los individuos y el Estado, el concepto de subsidiariedad introduce como agentes en sí mismos a esos grupos intermedios.
Nuestro problema no es el principio de subsidiariedad, es esa actitud contra toda autoridad que no sea aquella única que cada uno aún considera legítima y el total desprecio o minimización del valor de todas las otras.
Por eso para quienes sólo ven en la defensa del concepto un argumento de “facho de derecha”, la subsidiariedad no es otra cosa que una excusa para tener un Estado mínimo. Ellos se focalizan sólo en el sentido negativo del término. En su lectura un Estado Subsidiario es uno que se retira de la escena y toma palco mientras la iniciativa privada se despliega y, por lo tanto, dos frases más adelante concluyen que subsidiariedad sería la encarnación del mismísimo diablo, es decir, el neoliberalismo. Por ejemplo, escriben Atria, Salgado y Willenmann (2020) sobre el concepto de Estado Subsidiario: “En los hechos, significa neoliberalismo. Es decir, significa, en materia política, la neutralización que define a la Constitución vigente que asegura no solo que el modelo neoliberal no será modificado, sino que en general el Estado no puede o le resulta muy difícil interferir con la acción de agentes económicos; en lo que se refiere a los derechos sociales, la función del Estado no es asegurarlos igualitariamente, sino garantizar las condiciones del mercado y un mínimo a quien no pueda acceder al mercado” [3].
Por lo tanto, para ellos da lo mismo tanto el origen del concepto como su significado simplemente porque en Chile, un lugar tan especial, le habríamos dado en los hechos a la subsidiariedad ese sentido reducido así que habría que básicamente ignorarlo, o mejor, reemplazarlo. Pero en realidad lo que parece molestarles es esa cuña entre individuos y Estado, esos grupos intermedios. Atria y compañía están contra toda autoridad que se funde en ellos.
En contraste, para los que sólo ven el sentido positivo del término, piensan que tras la subsidiariedad habría un resabio corporativista, pasado a un nostálgico catolicismo trasnochado que no podría impedir el avance del Estado más allá de las competencias (ciertamente mínimas) que le reconocen. Para ellos, al no limitar de entrada al Estado, el principio de subsidiariedad deja abiertas las puertas para que éste interfiera en la acción privada y, por ende, no permitiría a un sistema basado en derechos individuales detener el avance del mismísimo diablo, es decir, del socialismo. Por ejemplo, García y Verdugo (2015) sostienen que “la subsidiariedad no ha podido convertirse en un estándar que le entregue certeza a la comunidad jurídica” y, por tanto, “los defensores de la subsidiariedad debieran condicionar su defensa a la aplicación práctica de una doctrina que hoy parece desvanecerse. De lo contrario, deberían buscar otras formas más efectivas de defender los principios de una sociedad libre” [4, pp:224-225]. Es decir, al poner una cuña entre individuos y Estado en esa idea de los grupos intermedios, el principio de subsidiariedad estaría dejando entreabierta la compuerta para que el Estado intervenga sobre la libertad de los individuos, y los autores están contra toda autoridad que emane de un Estado si no les otorga a los individuos certeza jurídica.
Por cierto, ambos cuestionamientos no son más que caricaturas que hablan más de los temores de quienes sospechan del mercado y quienes lo hacen del Estado que del principio de subsidiariedad en sí mismo. Ello porque el principio ha sido utilizado en controversias constitucionales tanto para (i) defender a la iniciativa privada frente a la intromisión del Estado como para (ii) forzar al privado a hacerse cargo de derechos sociales. Un ejemplo del primer caso fue, en el 2013, la sentencia del Tribunal Constitucional en la elaboración de la ley sobre televisión digital (Boletín No. 6190). En el trámite legislativo se introdujo un inciso que buscaba prohibir el People Meter online y el Tribunal Constitucional lo declaró inconstitucional porque el artículo sería una intromisión estatal en los medios de comunicación social “de cara a la vulneración de la autonomía” de los cuerpos intermedios (véase la sentencia del Tribunal Constitucional Rol N°2358-12). Un ejemplo del segundo caso fue, el 2008, cuando se le pidió al Tribunal Constitucional pronunciarse si era constitucional un alza de precios fijada por una Isapre y el tribunal lo declaró inconstitucionalidad porque “se torna patente respecto de aquellos sujetos a los cuales la Constitución, como manifestación del principio de subsidiariedad, les ha reconocido y asegurado la facultad de participar en el proceso que infunde eficacia a los derechos que ella garantiza” (véase la sentencia del Tribunal Constitucional Rol N°976-08).[5]
Nuestro problema no es el principio de subsidiariedad, es esa actitud contra toda autoridad que no sea aquella única que cada uno aún considera legítima y el total desprecio o minimización del valor de todas las otras. Para unos, la sospecha recae sobre el Estado. Y están contra toda autoridad estatal. Para otros sobre el Mercado, y están contra toda autoridad privada. Pero nosotros, los seres de carne y hueso, los que tenemos que relacionarnos querámoslo o no ya sea mediante una norma pública o una regla privada tendremos que construir autoridades legítimas en alguna parte. Y lo único que nos promete el principio de subsidiariedad es que ésta no será generada mecánicamente de forma ex-ante. Al contrario, nos dice que las autoridades que nos demos y la autonomía de la cual gocemos dependerán de los rendimientos que generen las fuentes de autoridad que construyamos para con los miembros de la sociedad: las personas y las comunidades que vamos creando. Por lo tanto, poner en nuestras normas fundamentales un principio subsidiario es decirnos a nosotros mismos y a las generaciones futuras que debemos hacernos cargo de nuestras relaciones y no esperar que las reglas mecánicamente resuelvan nuestros conflictos de la vida en común.
Por ende, si nuestro problema es de autoridad, lo que necesitamos es dejar abierta la compuerta para que podamos construir formas legítimas de autoridad. Ello no sucederá bajo la idea tras el “Régimen de lo Público” que promueven algunos comentaristas de la plaza [6] porque éste confunde lo público con lo estatal. Pero tampoco sucederá bajo un sistema que espera ilusamente que las inequidades de una sociedad de mercado desaparezcan por la propia acción de la iniciativa privada.
El principio de subsidiariedad abre un espacio de desarrollo para las sociedades civiles organizadas, reconociendo en ellas su lugar en la producción de lo público. Pero al mismo tiempo convoca al Estado a actuar allí donde ellas no han cumplido. Por lo tanto, colocada en nuestras reglas fundamentales, la subsidiariedad permite una pluralidad de fuentes de autoridad y obliga a cada generación a hacerse cargo – en su propio tiempo – de sus relaciones mutuas. Es decir, ubica en nuestras más elementales reglas de convivencia la obligación de recordar nuestra mutua interdependencia. Al hacerlo, da a los ciudadanos herramientas para actuar contra toda pretensión ilegítima de autoridad.
[1] Leon XIII (1891): Carta Encíclica Rerum Novarum punto 26.
[2] Para una reflexión detallada a varias voces sobre el concepto, véase el libro “Subsidiariedad: Más allá del Estado y del Mercado”, editado por Pablo Ortúzar. Editorial IES, 2015. Mi propia reflexión sobre el libro la plasmé en una reseña titulada “Subsidiariedad: el eslabón olvidado” en Revista de Estudios Públicos, N°140, pp: 165-174.
[3] Atria, F.; C. Salgado y Wilenmann, J. (2020): El Proceso Constituyente en 138 Preguntas y Respuestas. Editorial LOM (ver pregunta N°124)
[4] García, J.F. y Verdugo, S (2015): “Subsidiariedad: mitos y realidades en torno a su teoría y práctica constitucional” en Subsidiariedad: Más allá del Estado y del Mercado, pp 205:226.
[5] Para más ejemplos en que el Tribunal Constitucional falló limitando la acción estatal y promoviéndola en fallos relevantes ver el artículo indicado en la nota 3.
[6] Véase, por ejemplo, Atria et al “El Otro Modelo: Del orden neoliberal al régimen de lo público”. Editorial Debate, 2013.
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