COLUMNA DE OPINIÓN
La política económica frente al COVID-19 en Chile y el mundo: una invitación a ampliar las fronteras de lo posible
24.05.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
24.05.2020
Esta columna revisa en detalle lo que se ha hecho en Chile para proteger a las empresas y los trabajadores; y lo compara con las políticas que se despliegan en el mundo. El resultado es un muy informativo retrato sobre las herramientas que se están usando hoy en distintas latitudes: desde países que niegan ayuda a empresas que tributan en paraísos fiscales, a aquellos que estudian impuestos permanentes para el 0,1% más rico; desde países que revisan el rol de su banco central para que ayude a generar empleos, hasta aquellos que ya están organizando sistemas de alimentación nacional pues “la hambruna puede convertirse en la próxima pandemia que enfrenten las sociedades”. La exploración que ofrecen los autores tiene una finalidad central: invitar “a pensar las políticas económicas actuales de cara a los desafíos del futuro”.
La pandemia del COVID-19 que se expande a nivel global y las medidas sanitarias asociadas han llevado a los países a presentar una serie de políticas destinadas a mitigar sus fuertes efectos económicos. El FMI ha pronosticado para 2020 una caída de -3% de la economía mundial y de -1% para las economías emergentes. Para Chile se proyecta una caída incluso mayor, de un -4,5%, la peor desde la crisis de 1982-1983.
Dada la gravedad de la situación, los países se han visto obligados a ensayar soluciones de política poco convencionales. Muchas de ellas habían comenzado ya a discutirse en el marco de la crisis financiera de 2007-2008, y en el contexto de crisis climática que enfrenta la humanidad. Así, esta “triple crisis del capitalismo” como la denomina Mariana Mazzucato –como pandemia, como crisis económica y como crisis climática– plantea un escenario propicio para discutir no sólo las mejores políticas para salir de la emergencia actual, sino de manera más general, para prefigurar lo que será una transformación sustancial de cómo pensamos la economía, la sociedad y la democracia en la post-pandemia. Esta columna constituye una invitación a pensar las políticas económicas actuales de cara a los desafíos del futuro, y en ese sentido, una invitación a ampliar las fronteras de lo posible.
La hambruna durante y posterior al coronavirus puede convertirse en la próxima pandemia que enfrentan las sociedades.
Las medidas sanitarias establecidas producto de la pandemia –cuarentenas obligatorias, cierre de fronteras, de establecimientos educacionales y empresas– ha tenido enormes repercusiones humanas, sociales y económicas, disminuyendo la seguridad alimentaria, el acceso a servicios básicos y el dinamismo de la economía. La hambruna durante y posterior al coronavirus puede convertirse en la próxima pandemia que enfrentan las sociedades. En efecto, el Programa Mundial de Alimentos estima que las personas que padecen hambre podrían duplicarse a nivel global si no se toman las medidas necesarias.
El hambre en tiempos de cuarentena lleva a conflictos económicos y sociales que tensionan las medidas sanitarias necesarias para evitar la propagación del virus. Según un informe reciente de la CEPAL, la desigualdad y la pobreza en sus múltiples dimensiones aumentarán en toda América Latina, dada la masificación de la precariedad laboral. De este modo, existen altas probabilidades que la hambruna se profundice debido a las cada vez más extremas condiciones de vulnerabilidad socioeconómica que conlleva la pérdida de empleos en contextos de alta informalidad.
La situación socioeconómica ha llevado a tensiones y protestas que se han ido incrementando con la extensión de las cuarentenas: el símbolo de los trapos rojos en las ventanas (Colombia), disturbios sociales en la comuna de El Bosque (Chile) y en la ciudad de El Alto (Bolivia), o protestas de organizaciones sociales en Argentina. Los lemas se repiten: “por una cuarentena sin hambre” o “con hambre, no hay cuarentena”.
¿Qué medidas han adoptado los Estados? Estas se pueden dividir en dos tipos: recursos monetarios para seguridad alimentaria y entrega directa de alimentos.
Por ejemplo, el gobierno de Argentina está extendiendo la cobertura del beneficio “Tarjeta Alimentaria” a más de un millón de familias, con la posibilidad de aumentar el monto en zonas más pobres debido a la inflación alimentaria.
¿Chile está haciendo un esfuerzo fiscal que, dado sus opciones reales, se corresponde con el desafío social y económico actual? A nuestro juicio, los datos muestran claramente lo contrario.
Mientras tanto, Costa Rica está entregando una canasta de alimentos a familias más vulnerables, y Uruguay aplica dicha medida a trabajadores informales sin cobertura social. Ambas políticas se complementan con la discusión de una renta de emergencia familiar para otros gastos del hogar y la extensión de comedores sociales que están aumentando su demanda rápidamente.
El hambre se ha posicionado recientemente en la agenda pública chilena luego de la cuarentena total en el Gran Santiago. Desde antes se estaban observando iniciativas de la sociedad civil y los municipios mediante el levantamiento de ollas comunes o entrega de alimentos en barrios vulnerables. El punto de quiebre estuvo en un anuncio televisivo en cadena nacional del presidente Sebastián Piñera: la entrega de 2,5 millones de cajas de alimentos, las que serán repartidas a domicilio y contendrán alimentos no perecibles y elementos de limpieza.
El anuncio estuvo seguido de una gran confusión sobre la cifra real de beneficiarios (como aquella sobre “el 70% del 40%” de las familias más vulnerables) y la logística de la distribución, acusaciones de aprovechamiento político, y el surgimiento de aglomeraciones en municipios y de protestas sociales en algunos barrios vulnerables debido a las altas expectativas creadas en la población.
En particular, se ha instalado la discusión de si no era más fácil y efectivo fortalecer e incrementar las medidas de ayuda a personas y empresas ya anunciadas.
Dada la profundidad de la crisis económica y social, en el mundo se han implementado una amplia gama de programas fiscales de ayuda a personas y empresas (ver OECD para un resumen por país).
Chile ha seguido una estrategia mixta. Para las empresas la ayuda ha consistido en asegurarles que podrán endeudarse (con el fisco como garante), permitirles detener sus actividades sin pagar salarios (ley de protección del empleo) o posponer sus impuestos. Para los trabajadores formales, la ayuda ha sido principalmente flexibilizar el acceso a sus propios ahorros vía seguro de desempleo (con un subsidio que sólo opera cuando se acaban los ahorros individuales) –en Australia, por ejemplo, bajo ciertas condiciones se puede acceder también a una parte de las cuentas de ahorro previsional individual.
En el caso de los trabajadores informales y sectores de más bajos ingresos, además de las canastas de alimentos, se ha aprobado recientemente un ingreso familiar de emergencia con un tope de $65 mil por persona, por tres meses, y con valores decrecientes en el tiempo.
Si bien los montos involucrados son cuantiosos (sobre todo en el papel), su naturaleza diversa exige un análisis cuidadoso. Por ejemplo, desde el punto de vista del esfuerzo fiscal, no es lo mismo que el Estado asuma (parte de) los costos salariales de las empresas fuertemente afectadas, a que lo hagan los mismos trabajadores a través de sus ahorros del seguro de cesantía, como sucede en el caso chileno.
En ambos casos, la intención es la mantención de los ingresos y evitar destrucción de relaciones laborales, algo clave tanto para mitigar el hambre como para una recuperación económica más rápida. Sin embargo, mientras en el primer caso el costo de la crisis recae en las personas y empresas que van a pagar más impuestos a futuro, en el segundo, el costo de la crisis recae en las y los trabajadores, quienes tendrán una fuerte pérdida de ahorros y con ello quedarán desprotegidos para situaciones de desempleo post crisis. Es decir, el costo lo pagan las y los trabajadores, pues aumenta su vulnerabilidad frente a shocks futuros.
Otra pregunta clave es si acaso el Estado de Chile está haciendo un esfuerzo fiscal que, dado sus opciones reales, se corresponde con el desafío social y económico actual. A nuestro juicio, los datos muestran claramente lo contrario.
Profesores de la London School of Economics y de la Universidad de Berkeley que han estudiado largamente las desigualdades económicas internacionales, sugieren un impuesto a la riqueza neta del 1% de los contribuyentes más ricos de la Unión Europea por 10 años.
Aunque la diversidad de los tipos de ayudas hasta ahora anunciados y ejecutados hace difícil tener una mirada global respecto a la magnitud del esfuerzo pues los montos totales mezclan peras (gastos efectivos) con manzanas (ingresos fiscales que sólo se posponen), existe una forma simple de cuantificar el esfuerzo fiscal extraordinario propuesto: ver cuánto mayor es la proyección de deuda pública debido al COVID. Este ejercicio está transparentemente descrito en el informe de la Dipres (cuadro 8.2): mientras que la proyección de la deuda fiscal bruta al año 2021 realizada con información a enero del 2020 (pre-COVID), era de 32,2 puntos del PIB, la misma aumentó a 35,7 a finales de abril (post-COVID). Es decir, el esfuerzo neto de las finanzas públicas de acuerdo a las estimaciones de Dipres, es en torno a los 3,5 puntos del PIB.[1]
¿Cómo se compara esta cifra con lo que están haciendo otros países? Este es un ejercicio no simple de hacer, pero una mirada gruesa refuerza la conclusión anterior[2]. Según el FMI (tabla 1.2, cap. 1), en promedio la deuda fiscal en el mundo subirá 13 puntos porcentuales entre 2019 y 2020 (de 83 a 96% del PIB); 17 puntos en las economías avanzadas (de 105 a 122% del PIB), y 9 puntos (de 53 a 62% del PIB) en las economías emergentes y de ingreso medio. Esto indica que el esfuerzo fiscal que está haciendo Chile (cuya deuda total subirá de 28 a 35% del PIB, es decir 7 puntos, pero donde sólo 3,5 puntos se deben realmente al COVID) se acerca más bien al que están haciendo los países de bajos ingresos, cuyo aumento promedio de la deuda será de 4 puntos porcentuales (de 47 a 43% del PIB).
Lo acotado del incremento de la deuda en comparación con otros países da una clara idea de que Chile tiene todavía espacio para llevar a cabo un programa de ayuda fiscal más audaz. En efecto, junto con Perú nuestro país es uno de los con mayor margen de acción en la región para llevar a cabo programas de ayuda fiscal más ambiciosos. De hecho, muchas veces se hace referencia a este margen de acción para desestimar medidas más audaces, por ejemplo, de política monetaria, que abordamos más adelante.
Una discusión adicional que se ha planteado en el plano internacional es la posibilidad de limitar las ayudas fiscales y/o exigir ciertos comportamientos por parte de las empresas que los reciben. Países tan distintos como Canadá, Escocia, Polonia, Dinamarca o Francia han explicitado que para algunas o todas sus medidas de apoyo estarán excluidas las empresas con registro o destino parcial de sus recursos en paraísos fiscales, territorios que atraen e incentivan la salida de capitales que de otra manera podría quedarse en sus países de origen y contribuir al financiamiento público de bienes y servicios sociales. Esta propuesta es interesante porque remarca que los recursos públicos deben servir a las empresas que demuestran compromiso con el financiamiento del fisco. Asimismo, es coincidente con un planteamiento reciente del Financial Times, que llama a dotar de un rol más activo al Estado, promoviendo una noción de solidaridad que fomente la contribución recíproca, tanto del Estado a las empresas como de éstas al Estado. En Chile este debate ha estado ausente.
A continuación, revisaremos la manera en que los países han logrado aumentar los recursos disponibles para financiar su política fiscal.
Las principales formas que están utilizando los países para financiar sus paquetes de ayuda son dos: las herramientas tributarias y el uso de fondos soberanos. En el primer caso, podemos distinguir entre medidas que modifican y medidas que no modifican la carga tributaria. Dentro de las segundas, las respuestas iniciales a nivel mundial han considerado medidas como alivio a empresas y contribuyentes; aplazamientos o pagos parciales de IVA; contribuciones o impuesto al ingreso; alza de tramos mínimos imponibles; y condonaciones de multas e intereses.
Respecto de las primeras, países tan distintos como España, Suiza, Perú, Rusia o el Reino Unido, discuten en la actualidad propuestas para subir las tasas de los contribuyentes más ricos y/o crear impuestos especiales de solidaridad que afecten a un pequeño número de contribuyentes de alta riqueza.
Profesores de la London School of Economics y de la Universidad de Berkeley que han estudiado largamente las desigualdades económicas internacionales, sugieren una de las medidas mejor formuladas: un impuesto a la riqueza neta del 1% de los contribuyentes más ricos de la Unión Europea por 10 años. Este impuesto, cuya recaudación estimada anual sería de 1% del PIB de la Unión Europea, aportaría recursos para sustentar las fuentes de financiamiento más inmediatas como las ya mencionadas líneas de crédito, eurobonos o fondos de rescate, evitando una crisis de pago posterior o una sobrecarga de deuda mayor a la que ya tienen varios países.
Al presentar este impuesto a la riqueza un diseño progresivo, temporal y de costos localizados en un grupo pequeño y bien definido y cuya posición aventajada en la economía mundial está largamente documentada, el impacto de esta medida es muy controlado y produce escasos desincentivos económicos.
No es que los bancos centrales hayan abandonado su objetivo anti-inflacionario o su autonomía de los gobiernos, sino que se ha instalado la idea de que durante las crisis el primer objetivo es secundario respecto de otros como la mantención del empleo y la recuperación económica más generalmente.
Esta propuesta ya ha sido estudiada en profundidad para Estados Unidos por Saez y Zucman, es coincidente con las propuestas más amplias de rediseño de los sistemas tributarios de Thomas Piketty e incluso ha sido considerada una medida plausible si es por un tiempo limitado por acérrimos detractores a este tipo de tributación, como Wojciech Kopczuc, de la Universidad de Columbia.
En el caso de Chile, las medidas tributarias no se han modificado desde que se hicieran los primeros anuncios, que establecieron diferimientos y alivios tributarios temporales que no alteran los componentes esenciales del sistema tributario. Esto significa que se mantiene una carga tributaria relativamente baja en comparación con países de ingreso medio y alto, con variaciones menores en los últimos 20 años, y un sistema regresivo donde los impuestos indirectos como el IVA aportan más que los directos –como el impuesto a la renta. En este contexto, medidas como las discutidas arriba harían posible no sólo elevar la recaudación tributaria y disminuir la necesidad de grandes planes de endeudamiento, sino sobretodo lograr un financiamiento más orgánico de la crisis, donde quienes tienen más demuestren un compromiso mayor con la sociedad chilena, más allá de acciones caritativas individuales.
En el caso de los fondos soberanos, en el mundo la contingencia ha llevado a aumentar su contribución a los paquetes de rescate económico, ya sea a través de la inyección de liquidez en porcentajes mayores a lo normal (ej. en Noruega), o estimulando el crecimiento económico de las empresas más golpeadas (ej. en Turquía).
Otro ejemplo es la Unión Europea que ha utilizado fondos estructurales y creó un fondo de solidaridad para ofrecer un soporte adicional a sus estados miembros. En Chile, si bien el Fondo para la Estabilización Económica y Social (FEES) acumula el equivalente al 5% del PIB, el gobierno no ha considerado su utilización. Recientemente un grupo de economistas que representan distintas sensibilidades políticas ha planteado la posibilidad de utilizar estos recursos para ampliar el financiamiento disponible y así aumentar las exiguas medidas de ayuda planteadas.
Desde la crisis de 2007-8 se ha venido resquebrajando el consenso global respecto a que los bancos centrales (BCs) deben preocuparse exclusivamente de la inflación (para lo cual se asignan metas) y deben buscar la mayor autonomía de las decisiones de los gobiernos en ejercicio (bajo el supuesto que BCs a merced de decisiones políticas generarían grandes males colectivos) (ver dossier publicado en Project-syndicate que incluye a destacados economistas como Kenneth Roggoff de la U de Harvard y Barry Eichengreen de la U de Berkeley).
En la práctica, no es que los bancos centrales hayan abandonado su objetivo anti-inflacionario o su autonomía de los gobiernos, sino que se ha instalado la idea de que durante las crisis el primer objetivo es secundario respecto de otros como la mantención del empleo y la recuperación económica más generalmente.
Asimismo, se plantea por sobre la autonomía, la importancia de la coordinación de los esfuerzos fiscales y monetarios para potenciar las respuestas a la crisis y evitar que estos generen efectos contrarios. Entre las medidas antes consideradas anatema, y que ahora están poniéndose sobre la mesa podemos contar el financiamiento del Banco Central a los gobiernos (ya sea directa o indirectamente) y las tasas de interés negativas.
Como una manera de actuar rápidamente ante la crisis económica que se avecina, los principales bancos centrales del mundo como la FED, el Banco de Inglaterra y el Banco Central Europeo han comenzado a implementar estas medidas poniendo un fuerte énfasis en el empleo y la recuperación económica en coordinación con la autoridad fiscal (ver resumen y referencias aquí). Quizás la experiencia más decidora es la del Banco de Reserva de Nueva Zelanda (RBNZ), el primero en declararse formalmente independiente del gobierno en 1989 y en aplicar el marco de metas de inflación que rigen hoy en Chile. El RBNZ anunció en abril un paquete que incluye compras de bonos del tesoro que implicarían recapitalizar hasta un 25% de la deuda pública, y que por su magnitud, muchos ven como un financiamiento directo al gobierno.
Si bien puede argumentarse que la realidad de los países desarrollados es distinta de aquellos en vías de desarrollo, recientemente el Banco de Pagos de Basilea ha instado incluso a los bancos centrales de países emergentes a utilizar herramientas monetarias poco convencionales.
En Chile, la respuesta del Banco Central hasta ahora sido positiva pero acotada. En primer lugar, ha mantenido su tasa de interés en el “mínimo técnico” de 0,5% y aumentado sus facilidades para otorgar financiamiento barato a las instituciones financieras locales de manera de asegurar liquidez en el mercado. En segundo lugar, en mayo pasado pidió al FMI una línea de crédito por US$23,800 millones para ampliar sus reservas y utilizar en caso que sea necesario, por ejemplo, ante una corrida contra el peso.
Si bien estas medidas son importantes y apuntan en la dirección correcta, parece relevante preguntarse por la necesidad de ampliar su rango de maniobra en línea con los principales bancos centrales del mundo y repensar su rol en la política económica de manera de prepararse para la crisis económica que se avecina, especialmente en un contexto de esfuerzos fiscales insuficientes.
En abril, un grupo de parlamentarios presentó un proyecto para ampliar los objetivos del banco e incluir el de velar por el empleo en contextos de crisis. Como hemos planteado, esto va en línea con el movimiento de los bancos centrales de los principales países desarrollados. De hecho, la ley que rige al banco de central neozelandés fue recientemente modificada justamente para incorporar el objetivo de “promover el máximo empleo sostenible” a sus preocupaciones.
No parece descabellado, además de esto, incluir con mayor fuerza la necesidad de coordinación con la autoridad fiscal en el cumplimiento de sus objetivos, que algunos economistas como los ex-ministros Valdés y Céspedes plantean, ya se encuentra implícito en la ley del BC. Finalmente, cabe preguntarse por la posibilidad de que el BC pueda comprar bonos del gobierno.
Varios ex-presidentes del Banco Central se han mostrado partidarios de cambiar la ley para que el BC compre bonos del tesoro en mercados secundarios, mientras que un ex-consejero, diversos analistas del mundo financiero y parlamentarios de la comisión de hacienda se han abierto a la posibilidad de que en tiempos extraordinarios, el BC tome acciones extraordinarias como financiar directamente al fisco. Como demuestra la exitosa experiencia de nuestro país a inicios de los años noventa, la coordinación adecuada entre política fiscal y monetaria, y el perseguir distintos objetivos monetarios no implica necesariamente rescindir la autonomía del BC ni tampoco amenazar su objetivo antiinflacionario. Por el contrario, la dura experiencia durante la crisis asiática demuestra que hacerse cargo de sólo un objetivo y descuidar la coordinación con Hacienda puede tener efectos muy perniciosos.
Desde hace varios años que se viene gestando un importante debate entre los economistas de la academia estadounidense, especialmente en el perímetro de la gran crisis del 2008-2009, la que llevó a ensayar un conjunto de políticas no convencionales que han terminado por definir una nueva normalidad (new normal).[3]
Detrás de estas nuevas herramientas, muchas de las cuales vuelven a ensayarse en el contexto actual de pandemia, hay un amplio debate intelectual que dista mucho de haber concluido, y que tensiona a la ciencia económica.
El núcleo de este debate fue bien resumido en un texto programático de Naidu, Rodrik y Zucman en el que discuten y critican el hecho de que el neoliberalismo se haya transformado en sinónimo de la economía de corriente principal. Si bien este verdadero manifiesto ha recibido algunas críticas desde la sociología económica por no ir lo suficientemente lejos en la deconstrucción de las fundaciones del mainstream económico, resulta evidente constatar una importante crisis intelectual de la economía como ciencia, de la cual nuestro país no escapa. Tras 40 años de historia e imperio de esa gran convergencia entre capitalismo, neoliberalismo y economía al punto de fundirse en un mismo fenómeno, lo que la crisis del 2008-2009 y, hoy, la pandemia ponen en evidencia es la posibilidad de una gran divergencia, esto es, la lenta y gradual separación de estos tres componentes.
Es esta divergencia lo que explica que se estén discutiendo muy seriamente fenómenos y políticas hasta hace poco tan inimaginables como la desglobalización (que El-Erian percibe en la ruptura de las cadenas de suministro global costo-efectivas, lo que podría traducirse en enfoques más locales), planes de reconexión en torno a la salud pública y el clima para llegar a una nueva globalización, o formas de renta básica de emergencia que abren el horizonte de posibilidad para algún tipo de ingreso básico universal como parte de una nueva normalidad (cuya fundamentación filosófica y política se encuentra en el libro de Van Parijs y Vanderborght Ingreso básico).
Es importante al mismo tiempo, no perder de vista que la tentación de volver al estadio previo de la pandemia estará muy presente una vez finalizada la misma, sobre todo si se confirma el carácter inevitable de una globalización finalmente encadenada por prácticas, reglas, instituciones e intereses poderosos. Nos parece, en este contexto, que es fundamental abrir espacios para ampliar las fronteras de lo posible, y abrazar el escenario de transformación que se abre con la post-pandemia munidos de estas nuevas herramientas.
[1] Cabe destacar que esta proyección depende de muchos factores, entre ellos, del efecto directo de la caída del crecimiento sobre la recaudación tributaria y del esfuerzo que está haciendo el gobierno en disminuir la ejecución de su presupuesto en otras áreas (particularmente, vivienda y OOPP).
[2] Una nota precautoria: esta comparación no es perfecta, pues en el informe del FMI no hay una estimación de cuánto va a aumentar la deuda pública sólo producto del COVID (como hacemos para el caso de Chile), sino que la proyección muestra lo que aumentará la deuda total durante el 2020.
[3] Ejemplos de ello son las tasas de interés negativas, para enfrentar lo que Larry Summers llamó el “estancamiento secular”, la creciente preocupación por subir las metas de inflación en los países del norte, la expansión cuantitativa (quantitative easing, QE) y, para enfrentar problemas de liquidez en coyunturas de crisis, la resurrección de los arreglos de intercambio conocidos como SWAP entre la FED y los bancos centrales de los países desarrollados (lo que hace de la FED el prestador de última instancia dado el carácter dominante del dólar).
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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