COLUMNA DE OPINIÓN
Crisis sociosanitaria y la oportunidad de transitar a un régimen de Estado de bienestar comprehensivo
12.05.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
12.05.2020
El COVID-19 ha tumbado los sistemas sanitarios de múltiples países, no importando el régimen de Estado de bienestar en cada uno de ellos. Sin embargo, una diferencia clave es el modo en que cada país mitiga los efectos de la crisis sociosanitaria. El autor de esta columna ve en esa diferencia la posibilidad de avanzar hacia un régimen de Estado de bienestar comprehensivo, que combine estabilidad, crecimiento económico y protección al “creciente segmento de la población que enfrenta condiciones permanentes de impredecibilidad y riesgo social a través de sus vidas”.
A pesar de los ideales iluministas y racionalistas que la fundaron, la manera en que operan las sociedades modernas conduce inevitablemente a condiciones de desigualdad entre los individuos. Sus expresiones varían desde la desigualdad financiera, hasta inequidades simbólicas y materiales de género, pasando por desigualdad étnica, educativa, de salud, entre otras.
Los países cuentan con un conjunto de medidas regulatorias—que abarcan tanto instituciones como políticas públicas—orientadas a mitigar el riesgo o incertidumbre social, derivada de las desigualdades a las que está expuesta la población.
Estas medidas regulatorias (que son financiadas tradicionalmente a través de impuestos generales y de contribuciones de las personas activas en el mercado laboral) cubren básicamente tres áreas esenciales: servicios financieros (pensiones, seguros de desempleo, seguros de invalidez), servicios sociales (salud, educación, vivienda, transporte) y derechos sociales (que incluye, entre otros, participación e información). El conjunto amplio de estas medidas regulatorias es lo que entendemos como Estado de bienestar.
La pobreza en la vejez es una dolorosa muestra de que el régimen liberal de Bienestar no logra reducir la incertidumbre e inseguridad social que enfrentan gran parte de las personas mayores en nuestro país, quienes a su vez perciben una débil presencia del Estado y una ineludible dependencia al mercado y sus familias para resolver sus necesidades individuales.
Todas las sociedades cuentan con un Estado de bienestar, aunque difieren fuertemente en el tipo, orientación, o régimen de éste. Las diferencias entre uno u otro tipo de régimen radican, primero, en el grado de desmercantilización (decommodification en inglés) que existe en cada país, esto es, el grado de dependencia a los ingresos individuales (derivados de la actividad laboral) para satisfacer necesidades personales y sociales.
Segundo, los regímenes de Estados de bienestar se distinguen por la relevancia del rol asumido por el Estado, el mercado, y la familia en la generación de protección social. Por último, otro aspecto diferenciador (muy visible en tiempos de crisis) son los requisitos exigidos para acceder a beneficios públicos orientados a mitigar desigualdades (beneficios universales, o beneficios condicionales al nivel de ingresos individual o familiar).
En el caso de Chile, observamos un régimen liberal de bienestar caracterizado primero por un bajo grado de desmercantilización (o alta dependencia a los ingresos para satisfacer necesidades); segundo, donde la mayoría de la población depende del mercado y las familias para resolver su bienestar social; y tercero donde el acceso a beneficios públicos de parte del Estado se orientan a quienes están por debajo de un umbral de ingresos bastante exiguo (típicamente familias en el 40% más vulnerable, según el registro social de hogares). Evidencia de esto último son la batería de subsidios o transferencias directas (también llamados bonos) entre los que destacan el ‘aporte familiar permanente’ (bono marzo), el ‘bono protección’, el ‘bono por logro escolar’, el ‘bono invierno’, el ‘subsidio único familiar’, el ‘bono al trabajo de la mujer’, o los recientemente aprobados ‘ingreso mínimo garantizado’ y ‘bono COVID’.
Otra evidencia ilustrativa del carácter liberal del régimen de bienestar en Chile corresponde al dominio de las pensiones. Bajo el actual esquema de capitalización individual, la dimensión contributiva de las pensiones (la proporción de las pensiones reflejo de las cotizaciones previsionales) depende únicamente del financiamiento de cada trabajador/a, pues ni el Estado ni los empleadores (hasta el momento) contribuyen al fondo de pensiones de las personas.
Es decir, la satisfacción de las necesidades financieras en la vejez descansa únicamente en la capacidad de los individuos de haber tenido un ingreso permanente y además empleos formales a través de su vida (un estudio reciente evidencia que esto ocurre sólo para el 44% de la población).
Avanzar hacia regímenes de Estados de bienestar más comprehensivos implica entonces fomentar la mezcla entre eficacia y sostenibilidad financiera y equidad social.
Sin embargo, para aquellas personas con bajas o nulas cotizaciones previsionales, y que son parte de los sectores más vulnerables de la población, el Estado se hace presente con beneficios públicos (pensión básica solidaria o aporte previsional solidario) los cuales, aunque son exiguos en sus montos, mitigan en alguna medida el riesgo social derivado de la escasez financiera de una creciente proporción de personas mayores.
En países con regímenes de bienestar como el nuestro, se ha demostrado que la escasez económica en la vejez tiene implicancias en una peor salud de los individuos, en la necesidad de trabajar hasta edades tardías (ver publicaciones Retirement Trajectories y Extended Working Life Policies), y también en la proporción de personas mayores que vive en hogares multi-generacionales. Respecto a este último punto, la encuesta ‘Vulnerabilidad en personas mayores en Chile: Un estudio sobre ventajas y desventajas acumuladas’ (FONDECYT Nº11180360) evidencia que en la ciudad de Santiago, sólo un 15,8% de las personas entre 65 y 75 años de edad se caracterizan por vivir solos/as, o con una pareja; el resto vive en hogares bi- o multi-generacionales.
La pobreza en la vejez es una dolorosa muestra de que el régimen liberal de Bienestar no logra reducir la incertidumbre e inseguridad social que enfrentan gran parte de las personas mayores en nuestro país, quienes a su vez perciben una débil presencia del Estado y una ineludible dependencia al mercado y sus familias para resolver sus necesidades individuales.
Mientras el estallido social de octubre de 2019 evidenció la incapacidad del Estado para reducir las enormes desigualdades que afrontan las personas a lo largo de sus vidas, la actual crisis sociosanitaria confirma la urgencia de transitar hacia un régimen de Estado de bienestar menos liberal, que colectivice los riesgos asociados a los problemas económicos (desempleo, precariedad de viviendas), sociales (violencia intrafamiliar, aislamiento, acceso a educación a distancia) y de salud (física y mental) derivados de la pandemia. Hoy más que nunca parece indispensable modificar la lógica de administración de servicios financieros y servicios sociales, así como los criterios de acceso a beneficios públicos, que permitan que mayores capas de la población obtengan protección social de parte del Estado.
Si revisamos la historia mundial reciente, podemos observar que momentos álgidos de crisis social han derivado en la instalación de regímenes de Estados de bienestar más comprehensivos. Así lo fue el New Deal en Estados Unidos tras la crisis financiera de hace casi 100 años, como también la introducción de robustas políticas de bienestar en la Europa de post-guerra. Una explicación que se ha dado para esto es que son justamente aquellas circunstancias de crisis las que han demostrado efectos desproporcionadamente nocivos entre quienes viven en constante situación de riesgo social, y en consecuencia han conducido a la reflexión sobre la necesidad de colectivizar los efectos perjudiciales de contextos apremiantes.
No obstante lo anterior, la crisis sanitaria actual demuestra que ningún país—cualquiera sea su régimen de Estado de bienestar—ha logrado enfrentar este momento de forma apropiada. Hemos visto que en naciones con regímenes socialdemócratas (países nórdicos), corporativistas (Europa occidental) y mediterráneos (sur de Europa), la expansión del virus ha provocado la saturación de la capacidad hospitalaria, la potencial insolvencia de servicios financieros (seguros de desempleo en particular), y la inoperancia de sistemas educativos (sobre todo a nivel escolar), entre otras implicancias.
Sin embargo, un espacio en donde se pueden observar (y se podrá continuar observando) diferencias entre los países, es en la manera en que países con regímenes de bienestar más comprehensivos logran mitigar los enormes desafíos de la crisis sociosanitaria entre personas que durante su vida han acumulado múltiples tipos de desventajas económicas, sociales, y de salud.
Es crucial que este llamado a avanzar hacia un Estado de bienestar más comprehensivo y menos liberal no sea leído desde el clivaje izquierda/derecha tan presente en los estériles debates públicos del último tiempo. Algo que nos enseñó el estadillo social de octubre pasado, es que el sufrimiento social enfrentado por grandes proporciones de la población (sobre todo en tiempos de crisis) no es una causa representativa de los partidos progresistas ni tampoco de los partidos conservadores. Esto no solamente porque la mayoría de la población se resiste a creer que son dichos partidos los representantes de sus convicciones, sino principalmente porque la promoción de la equidad y la dignidad para individuos históricamente privados del acceso a una vida decente no es patrimonio de los partidos políticos sino de una mayoría ciudadana que exige y requiere cambios sustantivos.
Este llamado tampoco debe ser leído desde el clivaje capitalismo/estatismo, como si avanzar hacia un régimen de bienestar diferente consistiera en eliminar las economías capitalistas. Como expresa muy claramente el Profesor de la Universidad de Nueva York, David Garland, en un reciente libro titulado ‘Thewelfarestate: A very short introduction’, por una parte, la idea de promover mayor universalidad de beneficios públicos de parte del Estado depende lógicamente de tener países con solvencia, estabilidad, y crecimiento económico, así como de impuestos crecientes, de altas contribuciones obligatorias a la población laboralmente activa (y en algunos casos también la inactiva), y del crecimiento sustentable del sector formal del mercado laboral (y decrecimiento del sector informal).
Sin embargo, Garland agrega que es necesario también desmitificar la noción de que la promoción de Estados de bienestar robustos es opuesta al desarrollo de economías capitalistas. Esto pues los beneficios públicos universales no solamente aseguran el bienestar de los/as trabajadores/as y sus familias, sino que también estimulan la demanda económica, y en consecuencia generan inversión y gasto de las personas.
En otras palabras, para asegurar su continuidad el capitalismo requiere de regímenes de Estados de bienestar que permitan a los individuos acceder a una vivienda digna, a educarse en sistemas educativos públicos de alto estándar, a atenciones y tratamientos oportunos en la salud pública, a un transporte público de calidad, entre otros beneficios colectivos. De otro modo, si todas las dimensiones de la vida se mercantilizan y comienzan a operar en base a criterios económico-capitalistas, la proporción de personas que podrá acceder a dichos bienes y servicios cada vez será menor, amenazando la estabilidad de las mismas economías capitalistas.
Avanzar hacia regímenes de Estados de bienestar más comprehensivos implica entonces fomentar la mezcla entre eficacia y sostenibilidad financiera, por una parte, y equidad social por otra. Se trata de fomentar un régimen de bienestar que permita el desarrollo de una economía capitalista socialmente eficiente, esto es, una que a través de férreas medidas regulatorias redistribuya el progreso económico hacia el creciente segmento de la población que enfrenta condiciones permanentes de impredecibilidad y riesgo social a través de sus cursos de vida.
Los acontecimientos de octubre de 2019 abrieron la posibilidad de realizar un proceso constituyente que se presenta como una oportunidad única para discutir democráticamente hacia qué régimen de Estado de bienestar queremos transitar, y qué mecanismos tributarios y contributivos harán que esto sea financieramente sostenible en el tiempo. Las consecuencias económicas, sociales y de salud de la pandemia ciertamente van a influir en el proceso de reflexión de lo/as representantes de la posible Convención que formule la Nueva Constitución. Un grupo cada vez más grande de académicos/as estaremos dispuestos a contribuir en dicha reflexión.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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