Chile en crisis: desigualdades reveladas y la oportunidad de “resetear”
08.04.2020
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08.04.2020
Si en medio de la pandemia “el Estado no interviniera de manera excepcional y se dejara operar al sistema tal como está establecido, el resultado sería desastroso”. Así reflexiona en esta columna la directora ejecutiva de Aministía Internacional Chile, Ana Piquer. “La necesidad de que el Estado intervenga es evidencia de que el sistema en sí mismo no funciona como garante de derechos de todas las personas”, dice. Si la gente salió a la calle en octubre, sostiene, fue “para exigir dignidad, igualdad y protección de sus derechos” y la emergencia del coronavirus “mostró hasta qué punto estas exigencias no exageraban ni un ápice”.
Para Chile, los seis meses entre octubre de 2019 y abril de 2020 han sido extraños, por decir lo menos. Pasamos de un estallido social y una efervescencia por salir a la calle, conectarse, conversar y reencontrarnos (aparejado de una reacción estatal que produjo una gravísima crisis de derechos humanos) a enfrentar una pandemia que nos obligó a replegarnos y alejarnos físicamente. De grandes aglomeraciones y abrazos, soportando el temor a la violencia, los perdigones y los gases lacrimógenos, pasamos a encerrarnos en nuestras casas todo lo que podemos, soportando el temor a un virus del que nadie sabe tanto todavía.
La crisis política, social y de derechos humanos que empezó en octubre del año pasado reveló hasta qué punto nuestro sistema falla gravemente al asegurar el derecho de reunión, la igualdad ante la ley, la protección frente a la violencia estatal. La violencia policial que habíamos denunciado reiteradamente, se volvió generalizada, dejando personas muertas, torturadas y mutiladas en el camino. Se puso en duda, como nunca, la protección de los llamados derechos civiles y políticos.
Y no es igual para todos/as. El gobierno que habló de perseguir sin descanso y hasta el fin de sus días a quienes hayan cometido hechos de violencia como saqueos e incendios, no hace lo mismo respecto de carabineros –agentes del propio Estado– que habiendo cometido hechos de violencia, se limita a decir que se debe dejar que la justicia actúe. El gobierno que habló de condenar la violencia “venga de donde venga”, no condena con la misma fuerza la violencia que es ejercida por el propio Estado. Incluso, el actuar policial es visiblemente diferente tratándose de manifestaciones, dependiendo de quiénes se manifiestan y el motivo por el cual se manifiestan.
Todo esto ya pasaba antes. Pero la crisis vino a “estresar” el sistema hasta evidenciar para todo el mundo que el problema es estructural.
No queremos volver a la ‘normalidad’ de antes, porque esa normalidad era la desigualdad. Lo que queremos es que esto no sea en vano y sirva para reflexionar y reconocer que el sistema chileno no protege los derechos humanos de todas las personas por igual.
¿Por qué salió la gente a la calle en octubre del año pasado? A exigir dignidad e igualdad. A exigir salud, educación, trabajo, pensiones con estándares dignos. A exigir una protección igual de nuestros derechos, porque en Chile, un país profundamente desigual, el nivel de protección depende de tu nivel de ingresos.
La crisis iniciada en marzo de este año, con la pandemia del coronavirus, mostró hasta qué punto estas exigencias no exageraban ni un ápice y reveló nuestras falencias en la protección de los llamados derechos económicos, sociales, culturales y ambientales.
Si no interviniera el Estado de manera excepcional, y se dejara operar al sistema tal como hoy está establecido, el resultado sería desastroso.
Empleadores pueden despedir a sus trabajadores/as, incluso sin indemnización aduciendo fuerza mayor. Sin una cuarentena total en todas las comunas, trabajadores/as deberán optar entre cuidar su salud y la de los suyos quedándose en casa, o asistir al trabajo, al que siguen obligados a presentarse, y cuidar su sustento. Muchas personas deben viajar largas distancias dentro de Santiago, en transporte público aglomerado, para poder llegar a sus trabajos, corriendo mayor riesgo de contagiar y ser contagiadas.
Las clínicas privadas, que cuentan con más recursos y equipamiento para atención de salud, estarían reservadas para personas con dinero suficiente para estar adscritas al sistema privado de salud (isapres). Y aun en este escenario, dependiendo del plan de salud, las personas podrían haber quedado obligadas a un pago altísimo, incluso por el test para detectar el virus (como de hecho sucedió para algunas de las primeras personas contagiadas, antes de que el gobierno regulara el precio del test). En los próximos meses las isapres, con utilidades millonarias, podrían subir el costo del plan a sus afiliados/as, probablemente incorporando los mayores costos asociados a la cobertura del virus (la decisión de postergar estas alzas por unos meses fue presentada como un “gran gesto”).
Mientras, las personas adscritas al sistema público de salud (Fonasa), en su mayoría de menores recursos, quedan limitadas a recurrir a hospitales públicos, con menor dotación, recursos e insumos. El sistema colapsa todos los inviernos debido a las enfermedades respiratorias y no queremos imaginarnos lo que será agregando a esto el coronavirus.
Sin una cuarentena total en todas las comunas, trabajadores/as deberán optar entre cuidar su salud y la de los suyos quedándose en casa, o asistir al trabajo, al que siguen obligados a presentarse, y cuidar su sustento.
Las farmacias empiezan a subir los precios de medicamentos e insumos de higiene necesarios para las medidas de cuidado, que se transforman en bienes de lujo.
Los fondos de pensiones –cuya administración debemos entregar por obligación legal a empresas privadas que los invierten en el sistema financiero para “mejorar” la cantidad de dinero con la que contaremos al jubilar– están bajando vertiginosamente. Todos quienes cotizamos hemos perdido dinero, siendo desastroso para quienes están más cerca de la edad de jubilar.
Y aún cosas más básicas: personas que por distintas razones viven en condiciones que hacen imposible tener los cuidados más simples, como aislarse de forma segura, tener contacto reducido con otras personas o lavarse las manos con regularidad. Personas privadas de libertad. Niñas, niños y adolescentes en centros del Sename. Personas que viven en comunidades sin acceso a agua corriente y que dependen de cantidades limitadas de agua proporcionadas por camiones aljibe. Personas, muchas de ellas migrantes, que viven en campamentos o en condiciones de hacinamiento. Personas, especialmente mujeres, niños, niñas y adolescentes, personas LGBTIQ+ de todas las edades, obligadas a hacer cuarentena con sus agresores.
No todo será exactamente como lo describo. En algunos aspectos, el gobierno ha ido adoptando medidas de carácter extraordinario –aún débiles– para corregir algunas de las cosas que mencionaba antes (la posibilidad de suspender los contratos de trabajo con cargo al seguro de desempleo, la fijación de algunos precios, la toma de control de la red de salud privada, entre otras). Pero, precisamente, la necesidad de que el Estado intervenga es evidencia de que el sistema en sí mismo no funciona como garante de derechos de todas las personas. Nunca lo ha hecho.
De nuevo: todo esto ya pasaba antes. Pero la crisis vino a “estresar” el sistema hasta evidenciar que el problema es estructural.
Ahora tenemos que cuidarnos todo lo que podamos, dentro de las circunstancias de cada cual. Quienes tenemos el privilegio de poder quedarnos en casa, debemos hacerlo, para ayudar a cuidar a los/as demás. Una vez que superemos esta etapa, porque de una u otra forma esto pasará, probablemente nos enfrentaremos a varios duelos y miedos. Algunos causados por el virus, y otros por el Estado.
Y también nos toca pensar, imaginar, crear todo lo que podamos. Mi esperanza y mi foco de trabajo es que esto nos permita de alguna forma “resetear”. Como se ha dicho muchas veces: no queremos volver a la “normalidad” de antes de que todo esto pasara, porque esa normalidad era la desigualdad. Lo que queremos es que esto no sea en vano y sirva para reflexionar y reconocer, de una vez por todas, que el sistema chileno no protege los derechos humanos de todas las personas por igual, y que es necesario corregirlo desde su base, empezando por una Constitución con todos los derechos humanos en el centro.