COLUMNA DE OPINIÓN
La revolución imposible (o por qué el nuevo pacto social deberá conservar el libre mercado en Chile)
23.01.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
23.01.2020
Muchos de quienes apoyan una nueva Constitución esperan que promueva un Estado de Bienestar y un Estado Empresario, que saque a Chile de las materias primas. El abogado Jean Pierre Matus analiza esas ambiciones desde la perspectiva de los tratados internacionales que, en su opinión, limitan la promesa de “hoja en blanco” en la nueva Constitución. Argumenta que hay espacio para dejar atrás gran parte del estado subsidiario actual, pero no se podrá “renunciar a la sociedad de mercado, tal como la conocemos”.
En el marco de la discusión sobre una nueva Constitución he planteado, en dos columnas, las siguientes ideas: primero, que ésta no se escribirá sobre una hoja en blanco, pues hay tratados internacionales vigentes que delimitan el poder de una convención constituyente. Segundo, expliqué las limitaciones para llevar adelante cambios profundos al modelo económico chileno de la mano de una eventual reforma a la Carta Fundamental. Abordé específicamente la potencial regulación de las expropiaciones, sus límites y condiciones según el Derecho internacional en dos aspectos esenciales: la propiedad de las tierras reclamadas por los pueblos originarios y la protección de las inversiones extranjeras.
El foco de esta semana estará en la propiedad pública, pues la Constitución no se limita solo a la regulación de la propiedad privada, sino que también determina el origen y destino de la propiedad pública.
Por ejemplo, la actual Constitución establece las bases del sistema tributario y las limitaciones de la actividad empresarial del Estado. Esto, bajo el llamado principio de subsidiariedad, según el cual el Estado no debe participar en actividades económicas que puedan desarrollar los privados y sus necesidades de financiamiento han de suplirse preferentemente mediante tributos igualmente repartidos en proporción a las rentas o en la progresión que fije la ley.
Este principio explica por qué, manteniéndose el carácter excepcional de la vigencia de las disposiciones de la Constitución de 1925 que permitieron la nacionalización de la Gran Minería del Cobre en 1971, al mismo tiempo, se haya permitido el surgimiento de la actual nueva Gran Minería, mediante concesiones que otorgan derechos de propiedad independientes del control que, se declara, tiene el Estado sobre las minas.
El principio de subsidiariedad está también en las bases del sistema de seguridad social y el destino de las contribuciones al mismo. Y limita la intervención del Gobierno en la administración del circulante, la fijación del valor de la moneda extranjera y su capacidad de endeudamiento mediante la autonomía del Banco Central.
Desde otro punto de vista, esta forma de ordenamiento de la economía se puede denominar de preferencia por un Estado Tributario, que recolecta los fondos para sus actividades permanentes de los impuestos cobrados a la actividad económica privada, con un Estado Empresario muy circunscrito a actividades relevantes para el Tesoro nacional (Codelco) y, a veces, no tanto (TVN).
Ninguna de estas regulaciones es solo “ideología neoliberal”. También es reacción a varios de los problemas históricos que afectaban la economía nacional y se mencionan entre las causas de la debacle de 1973: la ineficiencia de las empresas estatales, la nacionalización del Cobre (contra los intereses de los inversores extranjeros), el uso del impuesto al trabajo (cotizaciones previsionales) para fines diferentes a la seguridad social, la impresión sin fin de circulante con la consiguiente hiperinflación y la descapitalización del Banco Central a través de endeudamiento del Gobierno.
Sin embargo, no es claro que esta versión dominante del principio de subsidiariedad sea completamente correcta desde el punto de vista político o teórico, e incluso hay interpretaciones del texto constitucional vigente que disienten de ella (Vallejo). Y en ciertas materias relevantes, como la autonomía del Banco Central, la academia no parece apoyar completamente su independencia de las políticas fiscales, como lo hacía a fines del siglo XX.
Por eso, en la teoría de la “hoja en blanco”, todas estas cuestiones están sujetas a discusión y cualquier diferencia debería ser resuelta, eventualmente, por un compromiso supra mayoritario (los dos tercios) o por una ley posterior (con simple mayoría).
Sin embargo, si el texto de la Nueva Constitución ha de respetar los Tratados Internacionales suscritos por Chile, según estableció la reforma constitucional que habilitó el plebiscito del 26 de abril, esta libertad de diseño es más aparente que real (una interpretación diferente, que se aleja conscientemente de la literalidad del Art. 135, puede verse en la columna de Sebastián Aylwin, cuyos alcances discutiremos en una próxima oportunidad).
Es cierto que algunas cosas se podrán cambiar, como contar con un Banco Central más dependiente de la política fiscal del Gobierno de turno y permitir al Estado desarrollar más actividades empresariales, rebajando las exigencias legales para ello y, sobre todo, renunciando expresamente al principio de subsidiariedad. Pero no se podrá renunciar a la sociedad de mercado, tal como la conocemos. En vez de las famosas tres áreas de la economía de la UP, tendríamos dos: la privada y la mixta. Y la mixta tendría que ser de libre mercado y respetando el principio de “no discriminación”, esto es, que en dicha área las empresas estatales se organicen de forma tal que no tengan ventajas competitivas frente a las privadas, nacionales o extranjeras, solo por ser del Estado o tener una fuerte participación del Estado en su propiedad. Eso es lo que establece el Art. 1 c) del Tratado Constitutivo de la OCDE, del cual somos parte, cuando propone como objetivo de sus Estados miembros, “contribuir a la expansión del comercio mundial sobre una base multilateral y no discriminatoria”.
Luego, nuestra permanencia en la OCDE implica pertenecer a un club de Estados que fomentan el desarrollo desde el punto de vista de las sociedades de mercado, basadas en la libre competencia y en el mantenimiento de finanzas públicas más o menos ordenadas, según los estándares de los países de economía de mercado más desarrolladas. Aquí, los matices terminan en las socialdemocracias europeas, como el Estado de Bienestar de Alemania, por ejemplo, pero no permiten experimentos al estilo del “socialismo del siglo XXI” latinoamericano, según puede deducirse de la sola lectura del listado de países miembros de la OCDE y sus obligaciones. Estas están descritas en el Art. II de su tratado constitutivo. Entre ellas, destacan por ejemplo las que imponen perseguir “políticas diseñadas para lograr el crecimiento económico y la estabilidad financiera interna y externa y para evitar que aparezcan situaciones que pudieran poner en peligro su Economía o la de otros países”, “reducir o suprimir los obstáculos a los intercambios de bienes y de servicios y a los pagos corrientes y por mantener y extender la liberalización de los movimientos de capital” y contribuir al “desarrollo económico” “a través de la afluencia de capitales”.
No obstante, es evidente que, incluso entre nosotros, existen empresas estatales que compiten con privadas sin restricciones y con el agravante del aval del Estado: TVN parece el ejemplo más visible. En estos casos, la ineficiencia de una empresa estatal no sólo produce tratos discriminatorios con su competencia privada, sino también un costo de oportunidad que reduce los fondos disponibles para seguridad pública, salud, educación, justicia y pensiones, p. ej.
Sin embargo, estas distorsiones del mercado se encuentran en permanente observación y revisión por los más de 300 Grupos de Trabajo de la OCDE, cuya influencia en los cambios legales reales en los países que forman parte de ella puede demostrarse con el sencillo ejemplo de la introducción en Chile de la responsabilidad penal de las personas jurídicas, institución previamente rechazada por la amplia mayoría de la doctrina nacional.
En los modelos de capitalismo avanzado, lo que se hace para fomentar la “industria nacional” es fomentar la “industria establecida en la nación”, esto es, la inversión nacional y extranjera en áreas determinadas, pero bajo los principios de libre acceso, no discriminación y protección de la inversión extranjera en una sociedad de mercado. Las oportunidades para desarrollar empresas productoras de algo más que materias primas y liberalizar ciertos mercados que tienen el aspecto de prebendas mercantilistas más que de verdaderos mercados competitivos están ahí. Pero siempre en la lógica de una sociedad de libre mercado. La CORFO de los años 1940 puede resurgir, pero bajo los principios de los años 2020.
La idea de una sociedad de mercado, con libre competencia entre proveedores (incluyendo las empresas estatales), protección de la inversión extranjera y sin discriminación positiva para los nacionales, no solo se recoge en el Tratado Constitutivo de la OCDE. Ella aparece también con claridad entre los más importantes tratados suscritos por nuestro país en materia de relaciones comerciales. Por ejemplo, el Acuerdo de Asociación con la Unión Europea. Para no entrar en el detalle, basta aquí con mencionar algunos de los objetivos de dicho tratado en materia de comercio y cuestiones relacionadas, fijados en su Art. 55: liberalización progresiva y recíproca del comercio de mercancías y servicios; mejoramiento del ambiente inversor y, en particular, de las condiciones de establecimiento basadas en el principio de no discriminación; liberalización de los pagos corrientes y de los movimientos de capital; apertura efectiva y recíproca de los mercados de contratación pública; y protección adecuada y efectiva de la propiedad intelectual, “de conformidad con las normas internacionales más exigentes”.
No está demás aclarar que una parte relevante de los Tratados de Libre Comercio, como el suscrito con China, principal inversor extranjero del año 2019, disponen reglas estrictas de liberalización de transferencia de capitales al extranjero que provengan de la inversión, incluyendo su liquidación o retiro de la inversión (Art. 9 del Acuerdo Suplementario Sobre Inversiones). Por la regla de la “nación más favorecida”, estas estrictas reglas pueden ser extendidas sin dificultad a la larga lista de Estados con los que mantenemos esta clase de relaciones comerciales. Naturalmente, en caso de controversia, no serán nuestros tribunales los que decidirán en definitiva, sino el arbitral del CIADI, dependiente del Banco Mundial. Y habrá que preguntarse sobre el impacto que tendría el hecho de denunciar esos tratados, cuando no infringirlos abiertamente, para una parte no menor de nuestra economía que se basa en las exportaciones (incluyendo CODELCO).
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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