Sobre la crítica a los discursos jurídicos en el proceso constituyente
03.12.2019
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03.12.2019
Recientemente han circulado cartas y columnas de opinión que acusan a abogados y abogadas de intentar diluir la movilización social actual, sustituyendo la voz de la calle con un discurso técnico que exuda ideología y elitismo. Al hilo de esa crítica, se postula que el discurso jurídico debe ser desoído, por conservador y colonizador de lo político-social.
No es mi intención aquí hacer una defensa gremial de la profesión jurídica, entre otras cosas, porque en ella conviven distintos estilos profesionales, prácticas y compromisos ideológicos, como ocurre, dicho sea de paso, con cualquier otra profesión o actividad. Sí, quiero discutir los presupuestos de los que parten esas críticas, los que me parecen sesgados y rígidos.
Quiero partir aclarando que asumo que el discurso jurídico no es un discurso meramente técnico ni neutro. Es un poder-saber. La idea del poder-saber, acuñada por Foucault, evoca una relación en la que poder y saber se implican recíprocamente. No hay constitución de poder sin un campo correlativo de saber, ni saber que al mismo tiempo esté fuera de las relaciones de poder. El conocimiento jurídico está evidentemente imbricado con el poder estatal y es, a todas luces, un poder-saber. Pero, según Foucault, el poder no se agota en lo estatal, antes bien, la sociedad es un archipiélago de poderes, algunos de los cuales son de naturaleza eminentemente social. De ahí que cualquier conocimiento o saber científico que tenga el potencial de estructurar relaciones de poder puede devenir un poder-saber.
“El conocimiento jurídico está evidentemente imbricado con el poder estatal y es, a todas luces, un poder-saber. Pero, según Foucault, el poder no se agota en lo estatal, antes bien, la sociedad es un archipiélago de poderes, algunos de los cuales son de naturaleza eminentemente social”.
Hace unos días circuló una carta firmada por varios profesores de Derecho que afirma que el denominado Acuerdo por la Paz Social y la nueva Constitución ofrece reglas razonables e inéditas de deliberación constituyente, que una asamblea constituyente puede tener varias formas según la contingencia histórico-política, que la legitimidad política es un espectro de posibilidades y no una relación binaria, y que las reglas de votación que hasta ahora operaban como vetos pueden, concurriendo ciertas circunstancias, transformarse en vectores de cambios institucionales. Esta carta fue inmediatamente objeto de réplica por otra, firmada esta vez por un grupo igualmente amplio de cientistas sociales, que criticaba esta argumentación, calificándola de reduccionista y discutiendo la idea de que una asamblea constituyente pueda ser heteronormada. En términos foucaultianos, dicho intercambio epistolar mediático es un claro ejemplo de una disputa entre saberes, por la hegemonía de los marcos interpretativos de un cierto fenómeno social (la reciente movilización, sus fines y la mejor manera de ponerlos en práctica).
Como ningún campo del saber (el derecho, la historia, la filosofía, la sociología etc.) tiene la capacidad de traducir, sin más, “la voz del pueblo”, esta controversia está indudablemente permeada por ciertas posiciones ideológicas a las que adscriben cada grupo de firmantes. Por supuesto, quienes cultivan cualquier campo de conocimiento tienen el legítimo derecho a participar en la discusión política ofreciendo sus enfoques sobre la realidad social para, así, contribuir a mejorar los rendimientos de una democracia pluralista. Pero lo que no parece apropiado, es ver la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el propio.
“Me parece necesario visibilizar y reconocer la acción de juristas al servicio de la transformación social, especialmente en las últimas décadas. Así, por ejemplo, la abogacía feminista ha impulsado, ahí donde los debates políticos sobre el aborto, las cuotas o la violencia de género estaban clausurados, el avance de la protección de los derechos de las mujeres, mediante los llamados litigios estratégicos”.
Por otra parte, basta revisar la literatura de las ciencias sociales y de la filosofía política para observar que hay una gran discusión sobre la existencia o no de una especie de sujeto político puro, inmerso íntegramente en lo social, que pueda desenvolverse y sobrevivir al margen de los acuerdos políticos institucionales (que son, por definición transaccionales) y, en su caso, sobre la conveniencia de hacerlo, sabiendo que la política institucional tiene lógicas propias, relativamente rígidas, que fijan límites contextuales a la demanda social. En ese tipo de literatura —no solo en la literatura jurídica— hay propuestas de análisis que postulan que la construcción de la contrahegemonía requiere abandonar los presupuestos revolucionarios y canalizar el conflicto en la dimensión institucional. Un ejemplo de lo anterior es la propuesta de democracia radical formulada por Mouffe y Laclau.
En consecuencia, las estrategias teórico-prácticas para construir escenarios democráticos y perseguir la igualdad son diversas en el pensamiento social. Postular que solo hay una manera de apreciar las relaciones entre los movimientos sociales y la institucionalidad, genuinamente comprometida con la soberanía popular, la democracia participativa y la igualdad— amén de potencialmente totalizadora— es olvidar que los arreglos políticos están situados histórica y culturalmente.
Por último, me parece necesario visibilizar y reconocer la acción de juristas al servicio de la transformación social, especialmente en las últimas décadas. Así, por ejemplo, la abogacía feminista ha impulsado, ahí donde los debates políticos sobre el aborto, las cuotas o la violencia de género estaban clausurados, el avance de la protección de los derechos de las mujeres, mediante los llamados litigios estratégicos. Sin ir más lejos, en estos últimos días, un grupo considerable de abogados, abogadas y estudiantes de Derecho, a lo largo de todo Chile, han puesto sus conocimientos y esfuerzos, desinteresada y gratuitamente, al servicio de la protección de los derechos de las personas manifestantes, constituyendo verdaderas redes gremiales de actuación para multiplicar recursos de amparo y protección contra el accionar de la policía.
“En estos últimos días, un grupo considerable de abogados, abogadas y estudiantes de Derecho, a lo largo de todo Chile, han puesto sus conocimientos y esfuerzos, desinteresada y gratuitamente, al servicio de la protección de los derechos de las personas manifestantes, constituyendo verdaderas redes gremiales de actuación para multiplicar recursos de amparo y protección contra el accionar de la policía”.
Asumir que el conocimiento jurídico no puede nunca estar al servicio de la transformación social, que estos discursos son siempre opresores y tramposos es degradar el valor del Derecho en la vida social. No por casualidad miles de chilenos y chilenas demandan una nueva constitución.
La antropóloga argentina Rita Segato (2010) señala que el campo jurídico es, primordialmente, un campo discursivo, las normas jurídicas tienen el carácter de narrativa maestra de las naciones, por la capacidad de inscribirnos, como demandantes, en ellos; y por hacer valer, no sólo en los tribunales sino también en las relaciones cotidianas, cara a cara, las palabras autorizadas por la ley.
Es posible que, si aceptamos como plausible que las y los juristas pueden contribuir al cambio social, poner sus conocimientos a disposición de la ciudadanía, sin intentar sustituirla y sin buscar estabilizar las jerarquías económicas y de estatus, generemos alianzas sociales provechosas para agilizar los cambios estructurales que la sociedad chilena requiere.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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