La última ventana para que Cristóbal deje atrás a “Cisarro”
31.08.2019
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31.08.2019
Es muy difícil sentir empatía por un adulto de 21 años que ha sido detenido casi 30 veces por diferentes delitos. Pero, tal vez sea algo diferente si lo imaginamos como el niño que alguna vez fue. Ese de 9 años, el octavo de diez hermanos, con un papá que desapareció cuando él no tenía ni un año, con dos hermanos detenidos por robo con intimidación y una madre imputada por micro tráfico.
No digo que después de estas líneas se vaya a crear un hashtag tipo #TodosSomosCisarro. Pero, a lo mejor, en alguna parte resuena #TodosPudimosSerCristóbal, porque, es bueno recordarlo, ese es su nombre. Eso aún lo tiene.
No creo en el determinismo, pero sí creo que es bueno hacer el ejercicio de cuán posible es que nosotros, en su lugar, hubiéramos repetido su historia. ¿Habríamos tenido la fortaleza de decirle que no a los amigos que ofrecían drogas? ¿Nos hubiéramos escapado de esos lugares horrorosos donde el Sename “protegió” a Cristóbal”? ¿Cuánto nos hubiera influido haber nacido en una familia como la de él? Sabemos que la mitad de quienes delinquen pasaron por centros del Sename o de colaboradores de esta institución.
A los 9 años, Cristóbal era un niño que ya había participado de dos robos con violencia junto a dos amigos. Pero, era más que eso. “Era un niño que no quería dormir solo y tenía que dormir con un oso de peluche. Ése es el Cristóbal que conocí”. Así lo retrata el psiquiatra Rodrigo Paz, que lo trató cuando tenía 11 años en la Unidad de Hospitalización Psiquiátrica.
Pero ese niño no tuvo más tratamiento porque el centro cerró y fue a parar al Sename de Playa Ancha, donde tampoco se le siguió la pista cuando salió a los 14 años. “Cristóbal padecía un grave trastorno anímico, con descontrol de impulsos, adicto a la marihuana y al alcohol, y su participación en estos delitos se podía entender por su descontrol y porque venía de una familia sumamente disfuncional”, sostiene Paz.
A los 18 años había pasado la mitad de su vida entrando y saliendo de centros de “protección” infantil y de “rehabilitación”. Bien entre comillas las dos palabras: “protección” y “rehabilitación”.
Cisarro, lo motejamos. Cristóbal Cabrera Morales es su nombre y tiene 21 años. En estos días se encuentra grave porque fue apuñalado en una pelea en la cárcel de Puente Alto.
Ya no está el Sename en titulares y baja la presión para que la implementación de la nueva política de infancia sea urgencia nacional. La respuesta, ya la escucho, será: “Pero, estamos trabajando”. Contra pregunta: “¿Con la rapidez y los recursos necesarios?”. Porque, como dijo Gabriela Mistral, para los niños mañana es tarde.
¿Será posible que los medios de comunicación también asumamos cuánto daño hacemos? Le quitamos su nombre. Lo privamos de una parte de su identidad. Nos burlamos, eso fue lo que hicimos. Una falta de respeto, porque no es simpático, al contrario, es hiriente, es paternalista y es indigno, llamar a alguien “Cisarro”. Porque lo redujimos a su dificultad para decir “cigarro”. Y esa dificultad, habla tanto de su historia como de nuestra responsabilidad en ella.
La pregunta es qué hacemos con los miles de futuros Cristóbal. Porque no hay nada “especial” en este joven. De nuevo las comillas, pero ahora para subrayar que su historia se repite tantas veces.
Como Cristóbal, la mitad de quienes delinquen pasaron por el Sename. Luego, reincidió hasta que tuvo edad para conocer de primera fuente la “reinserción” que ofrece el sistema carcelario chileno. Uno donde en el 37% de los penales hay hacinamiento, con 15 horas de encierro promedio, sin agua caliente (salvo que estés en Punta Peuco o Cochrane), con agua potable sólo por horas, grandes posibilidades de dormir en el suelo, baño o en camarotes de a dos, en literas apiñadas en las que tu cara topa con la litera de arriba y escasas posibilidades de encontrar trabajo una vez fuera.
A los 18 años había pasado la mitad de su vida entrando y saliendo de centros de “protección” infantil y de “rehabilitación”. Bien entre comillas las dos palabras: “protección” y “rehabilitación”.
Cristóbal fue agredido en una cárcel como lo son 20 internos cada día en los presidios chilenos. Que son de los más violentos del continente y de los con mayor ocurrencia de homicidios, por delante de los penales brasileños, colombianos o salvadoreños.
Sabemos que hay y habrá en el futuro más casos como el de él. Lo primero sería evitar que los institucionalicen, cuando aún son niños, si es que en su familia hay un entorno protector. Pero si no es así, que la llegada a un centro estatal para la infancia no implique el término abrupto de la misma para siempre. Y si llegan a un centro privativo de libertad, que no sea para reincidir.
Ya no está el Sename en titulares y baja la presión para que la implementación de la nueva política de infancia sea urgencia nacional. La respuesta, ya la escucho, será: “Pero, estamos trabajando”. Contra pregunta: “¿Con la rapidez y los recursos necesarios?”. Porque, como dijo Gabriela Mistral, para los niños mañana es tarde.
Somos un país que se codea con el G7, la OCDE y todas las siglas del desarrollo, pero tenemos a 550 niños viviendo en la calle. ¿Qué futuro les espera? Una realidad dolorosa, pero perfectamente abordable mientras la mayoría dormimos tranquilos en nuestras casas juntos a nuestros hijos.
No pretendo exculpar a Cristóbal. Dado que no hicimos antes lo debido, sino todo lo indebido junto, pretendo que como sociedad pensemos si no vale la pena aún hoy apostar por él.
Y no lo digo por ingenuidad o “buenismo”. Lo digo porque creo que es nuestra responsabilidad y porque hay expertos (como el siquiatra que lo trató) que sostienen que aún estamos a tiempo. Claro, no es nada popular tomar este camino, sino el de la mano-dura-compra-votos.
“El Estado debería querer invertir en él. Medicarlo, ‘terapiarlo’, tratar a su familia. Una vez que esté tratado, relocalizar a esa familia en un espacio donde puedan tener una vida sin tener que delinquir. Se los digo a todos: detrás de este Cisarro hay un niño, un joven, que se llama Cristóbal, que aún puede rehabilitarse. Quizás esta sea nuestra última oportunidad”, sostuvo el psiquiatra Rodrigo Paz.
¿Dejarlo en libertad? No, tiene una condena que cumplir. Pero, junto con eso, ofrecerle una verdadera oportunidad de rehabilitación. Al menos merece reflexionarlo cuando hay un especialista que lo conoce y que dice que aún queda una ventana para ofrecerle (porque al final es su decisión y sin su voluntad, no se puede), de veras, cambiar su vida.
La otra opción es que nos demos por vencidos. Que los consideremos irrecuperables y sigamos transformando las cárceles en basureros humanos.