Gerente de la Cámara Chilena de la Construcción entra al debate por la crisis de la vivienda
09.08.2019
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09.08.2019
*El autor de esta columna es gerente de Estudios de la Cámara Chilena de la Construcción.
Nuestro país enfrenta una crisis de acceso a la vivienda, tal como lo están advirtiendo distintas personas e instituciones. Una crisis que, de no ser abordada con prontitud y medidas efectivas, solo tenderá a profundizarse cada vez más, hasta transformarse en una crisis social de alto impacto.
Ya son muchos los antecedentes que dan cuenta de esta problemática. Algunos ejemplos: cerca del 60% de los hogares no está en condiciones de acceder a un crédito hipotecario para financiar una vivienda con un precio en torno a las 2.500 UF[1]. La alternativa, entonces, es arrendar, lo que ha hecho que el precio de los arriendos se eleve. Y, al no poder afrontar este gasto, un creciente número de familias no ha tenido más opción que vivir de allegadas o en campamentos.
Así, cualquiera sea la metodología utilizada, se observa que, revirtiéndose la tendencia de años anteriores, el déficit habitacional se ha incrementado. Hoy las familias de menores recursos –del primero al sexto decil de ingresos–, demandan más de 500.000 viviendas, de las cuales 270.000 son necesarias para resolver situaciones de allegamiento, que para este grupo aumentó 37% en el período 2015-2017, lo que es aún más crítico si se consideran solo los sectores más vulnerables, pues en familias del primer y segundo decil el allegamiento creció 64% en igual período[2].
En este contexto, es muy oportuno que se tome conciencia de esta realidad, se analicen sus causas y ojalá, producto de un amplio consenso, se definan caminos de acción y soluciones sostenibles en el tiempo. Como gremio, queremos contribuir con nuestra mirada a estos objetivos y a mejorar las condiciones de vida de cientos de miles de personas.
Cabe tener presente que, lejos de disminuir, la demanda por viviendas ha ido en aumento. Para hacerse una idea, en el primer semestre de este año el número de unidades vendidas en el Gran Santiago creció 3,5% respecto de igual período de 2018, la segunda mejor cifra de ventas semestrales desde 2015[3].
A esta dinámica han contribuido múltiples factores. Por un lado, está el crecimiento económico del país en las últimas décadas, el que ha ido acompañado por una mayor creación de empleo y un mejor nivel de ingresos de las personas, a lo que se suman, como fenómenos más recientes, tasas de interés de los créditos hipotecarios históricamente bajas y la práctica cada vez más común de adquirir viviendas para arriendo. Por otro, hemos experimentado cambios sociodemográficos muy relevantes, como la disminución del número de integrantes por hogar –que pasó de 4,4 en 1982 a 3,1 en 2017[4]–, el aumento de personas viviendo solas –que superan el millón– y de hogares monoparentales –que suman más de 700.000–, así como el significativo incremento de personas migrantes viviendo en el país, que ya representan el 7% de nuestra población total[5].
Ahora bien, la demanda por viviendas no se distribuye homogéneamente en el territorio urbano, sino que se concentra en comunas consolidadas, que ofrecen buenas condiciones de movilidad, equipamiento y servicios. La gente prefiere vivir en ellas y, en el mejor de los casos, cuando se trata del Gran Santiago, cerca de una estación de Metro. Al punto que han aumentado las familias viviendo de allegadas en las comunas que reúnen tales características.
Nuestro país no posee un modelo de planificación urbana que privilegie una mirada integral y de largo plazo para el desarrollo de las ciudades. En cambio, abundan las gestiones fragmentadas del territorio y decisiones locales que no consideran las necesidades del conjunto de la sociedad e incluso contradicen políticas públicas que han sido diseñadas para satisfacerlas.
De ahí que, por diversas razones, que van desde el rechazo a proyectos habitacionales en particular hasta el interés de mantener el apoyo de sus electores, un creciente número de autoridades comunales –precisamente de aquellas comunas donde se concentra la demanda por viviendas–, ha ido limitando la construcción de edificios de departamentos mediante la reducción de alturas y densidades permitidas, aunque ello signifique, por ejemplo, no cumplir con lo definido en sus respectivos planes reguladores y/o de desarrollo comunal.
El resultado es que en estos lugares el precio del suelo con condiciones aptas para construir nuevas viviendas se ha elevado sostenidamente, registrándose en la última década aumentos de más de 150% en comunas del Gran Santiago como Recoleta, Quinta Normal, San Miguel, La Reina y Ñuñoa[6].
Por cierto, las inmobiliarias requieren terrenos para desarrollar en forma continua su actividad. Pero esto no ha sido determinante en el aumento del precio del suelo como sí lo ha sido la práctica que acabamos de mencionar. Prueba de ello es que en 2010 había cerca de 500 hectáreas “congeladas” en el Gran Santiago –respecto de las cuales no se podían ingresar nuevos permisos de edificación porque se estaba modificando el instrumento de planificación que las regía– y el precio del suelo se ubicaba en torno a las 9 UF el metro cuadrado. Siete años después, se contabilizaban casi 3.000 hectáreas congeladas y el precio del suelo rondaba las 21 UF el metro cuadrado[7].
Y dado que el precio del suelo es el factor más relevante en la estructura de costos de los proyectos habitacionales, la consecuencia de este fenómeno es que el precio de las viviendas ha aumentado más de 80%[8] en los últimos diez años. En palabras del propio Banco Central, cerca del 60% del aumento del precio de las viviendas en Santiago se explica por el incremento del precio del suelo en igual período[9]. Período durante el cual los salarios solo han crecido poco más de 30%, brecha que también se comenzó a hacer evidente a partir del año 2010[10].
Cabe agregar que esto se da en el marco de una industria altamente atomizada y competitiva, que ofrece productos con atributos muy disímiles –desde su localización hasta sus terminaciones y servicios asociados–, lo que se traduce en una amplia gama de precios. Aunque hoy, dado el escenario descrito, tanto la demanda como la oferta de viviendas se han movido a mayores valores, haciéndola aún más inaccesible para grupos vulnerables, emergentes y medios.
El primer paso para revertir la crisis de acceso a la vivienda que enfrentamos es reconocer el problema. El segundo, tratar de dejar de lado nuestros sesgos para llegar a un diagnóstico objetivo de sus causas, de modo de diseñar soluciones que ataquen los problemas de fondo.
En este sentido, un primer aspecto es cambiar nuestro obsoleto sistema de planificación urbana por una planificación integral y de largo plazo de estos territorios. Esta debe, al menos, prever la demanda futura por viviendas y garantizar que pueda ser satisfecha mediante una oportuna provisión de suelo urbano, ya sea para desarrollos en extensión como en densificación, además de incluir aspectos como el cuidado de medio ambiente y los sistemas de movilidad, entre otros. Y todo ello debe ir acompañado de una nueva gobernanza de las ciudades que coordine acciones y, cuando sea necesario, permita superar la lógica de gestión exclusivamente comunal.
También es importante que este nuevo sistema ofrezca espacios oportunos y efectivos de participación ciudadana. Una fuente importante de conflicto es que no existe ni conocimiento ni consensos respecto de las dinámicas de desarrollo futuro de comunas y ciudades.
Asimismo, debieran impulsarse procesos integrales de densificación en torno a la infraestructura y los espacios públicos de alto estándar. Sería lógico, por ejemplo, que esto ocurriera en las cercanías de las estaciones de Metro o de los corredores de transporte. Habrá que acordar las características de esta densificación, pero lo que no puede ocurrir es que se restrinja indiscriminadamente la construcción en altura porque, como se ha visto, ello está afectando a los grupos más vulnerables de la población, a sectores emergentes y a una parte creciente de la clase media.
Evitar que esta problemática se siga profundizando pasa además por mejorar las prácticas de la propia industria inmobiliaria, desde la concepción de los proyectos y su integración al entorno urbano hasta la relación con los vecinos durante su construcción.
En paralelo, es clave que se impulse una potente política de arriendos sociales, que no solo contribuya a que las personas accedan a una vivienda, sino también a una mejor localización al interior de las ciudades, la que hoy no está a su alcance por el alto costo del suelo. Ahora bien, para que esta política tenga el impacto necesario debe ser tan masiva como sea posible, lo que, por la dimensión de la tarea, demanda del trabajo conjunto del sector público y el privado.
Con este conjunto de medidas –a las que habría que sumar el respeto por la certeza jurídica que deben otorgar los anteproyectos y permisos de construcción aprobados por las direcciones de obras municipales–, debiera producirse un aumento significativo de la oferta de suelo urbano y de viviendas y, por ende, una disminución de sus precios, sin introducir distorsiones al mercado.
Es cierto que en algunos países existen experiencias de regulación del precio de los arriendos. Pero también hay abundante literatura –Friedman y Stigler, 1946; Tucket, 1986; Suen 1989; Sims, 2007; Palmer y Pathak, 2014; Diamond, McQuade y Qian 2017– que da cuenta de sus impactos negativos en el mediano y largo plazo y que terminan por causar un efecto contrario al deseado: largas listas de espera para acceder a estas viviendas, hacinamiento o subutilización de espacios debido a cambios en las condiciones de las familias beneficiadas, menor movilidad de las personas, reducción de la oferta general de viviendas y aumento del precio de estas, entre otros.
El problema de esta política es que es imposible modelar las preferencias y decisiones de todos los agentes que participan en un mercado, por lo que se termina fijando un precio distinto al precio de equilibrio, lo que reduce la oferta y aumenta la demanda, produciéndose escasez del bien regulado.
Por lo demás, se menciona como una reacción al aumento de la compra de viviendas para arriendo que desde hace algunos años se registra en nuestro país. De hecho, en 2018 el 35% de las viviendas que se vendieron en el Gran Santiago fueran adquiridas por inversionistas.
Sin embargo, lo que se suele omitir es que, de este total, solo el 11% fue comprado por grandes inversionistas, el 34% por inversionistas medianos y el 55% por inversionistas pequeños[11]. Esto últimos son personas que en muchos casos han invertido buena parte de sus ahorros para comprar y poner en arriendo una vivienda y así aumentar sus actuales ingresos o, en el futuro, complementar su pensión. Para ellas, una fijación de precios de los arriendos sería muy perjudicial, pues ampliaría la brecha entre lo que pagan como dividendo y lo que reciben por arriendo, lo que las impulsaría a vender el o los inmuebles que han adquirido, reduciéndose el stock de viviendas en arriendo y aumentándose el precio de los arriendos en el mercado no regulado.
Como sociedad, tenemos el gran desafío de afrontar el problema de acceso a la vivienda. Y para ello debemos actuar unidos, compartiendo visiones y consensuando respuestas. Demasiadas personas esperan que ello ocurra y no podemos fallarles.
[1] Gerencia de Estudios 2019, CChC e IEUT – UC 2019.
[2] Balance de Vivienda y Entorno Urbano 2019, CChC.
[3] Informe Inmobiliario Trimestral N°28, agosto 2019, CChC
[4] Censo 2017. INE.
[5] CASEN 2017 y Censo 2017. INE.
[6] Gerencia de Estudios 2019, CChC, basados en informe trimestral de precios de suelo de Trivelli.
[7] Gerencia de Estudios 2019, CChC, basados en informe trimestral de precios de suelo de Trivelli.
[8] Índice Real de Precios de Vivienda. Gerencia de Estudios CChC, 2019.
[9] Informe de Estabilidad Financiera, Segundo Semestre 2018, Banco Central de Chile.
[10] Gerencia de Estudios CChC 2019, en base a INE.
[11] Gerencia de Estudios CChC, 2018.